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La
era de la imagen impone su propia dictadura. Y no me refiero a la
promocionada dictadura kirchnerista que bien descubrieron los
libertarios que se llenaron los bolsillos con los milicos, sino a la que
nos obliga a abandonar el mundo de las ideas y, contra nuestra
blandengue voluntad, someternos al mundo de los gestos. Hoy ya no tiene
importancia leerse los mamotretos de Foucault, andar más o menos al día
sobre Bourdieu y citar a Borges a cada paso, lo que importa hoy es
entender que el mundo cambió porque el papa no usa zapatos de oro con
puntas de diamantes sino las pantuflas que compró en Once una tarde de
lluvia.
Los gestos son una forma de comunicación que, en tanto el mundo esté
repleto de alcahuetes, es más idóneo que estudiarse un millón de
libros. Esa comunicación se puede entender de al menos varias maneras:
1) potencian la esencia, sea del individuo, colectivo humano o
institución; 2) esconden la esencia; 3) se vuelven la esencia. Porque se
puede no tener esencia (o sea ser un ganso), pero no se puede no tener
capacidad de generar gestos que se puedan leer. La ausencia de gestos
sería un gran gesto (es decir: o estás muerto, o lo parecés).
Dominar los gestos, o mejor dicho, construir a partir de los gestos,
es casi un arte, y no es para cualquiera. Porque los gestos deben ir en
el sentido de lo que queremos decirle al mundo: zapatos baratos para
demostrar humildad, zapatos de moda para demostrar poder económico o ser
fashion, mirada piadosa para mostrar humanidad, mirada dura para
mostrar fortaleza. Porque una persona sin esencia puede triunfar en la
vida, sobre todo si domina el arte del gesto. Pero una persona sin
capacidad de comunicar a través de los gestos es complicada de leer, y
por lo tanto de apreciar y de ubicar en el anaquel adecuado de la
idolatría.
Un discurso construido con gestos es más endeble (como no podía ser
de otra manera) que el construido con ideas o palabras. Si uno equivoca
las palabras, se puede rectificar. Si uno dice algo inadecuado, puede
decir lo adecuado a la primera ocasión. Sea como sea, es difícil (no
imposible) que uno diga lo contrario a lo que es o cree. Pero si
construye su relato con gestos (exclusivamente, o excesivamente), basta
con bostezar en el momento inadecuado para que ese castillo de naipes se
derrumbe. Rascarse el culo frente a la familia de la novia, catapulta a
la vergüenza. Meterse en dedo en la nariz en cadena nacional, a la
burla.
Los gestos son lo que se lee a primera vista, más allá de cualquier
otra consideración posible. Casi no vale la pena explicarlo porque es lo
que ha estado sucediendo todo este tiempo desde que el jesuita llegó al
poder. El jesuita, sabedor de que un gesto vale más que mil palabras,
porque ese gesto se volverá una imagen que viajará a la luna si en la
luna hay alguien capaz de verla, se cuidó de no ir a Roma sin sus
zapatos viejos y, una vez electo papa, de no usar el merchandising santo
de oro sino algo más terrenal como el que tiene cualquier abuela.
Esos gestos son tan poderosos que lograron anular por un rato la
corrupción, las internas, los crímenes contra menores, y tanta matufia
santa. En el caso del papa, el asunto es aún más interesante, porque en
la política vaticana los gestos son milenarios y extraordinariamente
pomposos. El jesuita entendió que lo más fácil de desarticular eran los
gestos que marcaban opulencia y riqueza ante la complejidad de tener que
destrabar mafias centenarias y logias internas más bravas que las de
Boca y River sumadas.
Los gestos son internacionales, no necesitan traductores. La mujer
de César no sólo debe serlo sino parecerlo, dice el proverbio. Y hasta
un esquimal entendería que la mujer del César es la gorda llena de joyas
y con cara de mirá quién soy parada al lado del César. Los gestos son
básicamente exteriores, e influye el lenguaje corporal. Por eso los
presidentes norteamericanos se esfuerzan por parecer cowboys. Un país
tan infantil no soportaría a un presidente que no se vea fuerte. No
importa si es un salame o nunca leyó un libro. Importa que sus gestos
transmitan fortaleza. A la hora del levante, los gestos se imponen:
presencia, voz, ropa, actitudes, aparecen mucho antes que sabiduría,
cultura, bondad, humor. Y cuando ella se dio cuenta de que uno es un
salame sin remedio, ya es tarde.
El respeto a los viejos maestros de escuela estaba dado en sus
gestos y no en sus cualidades; se lo respetaba por lo que transmitía; y
se lo parodiaba por lo mismo. Porque los gestos, a diferencia de las
ideas, se pueden parodiar con facilidad. Para parodiar o desarticular
gestos, basta con un poco de ingenio, como hacen los imitadores de
televisión con CFK. Para desarticular sus ideas, hay que leer al menos
lo mismo que ella, y ser igual de inteligente: que es lo que no logra
hacer Lanata. He ahí un buen ejemplo: como no logro desarticular las
ideas de CFK, parodio sus gestos.
Como en todo lenguaje, hay un emisor y un lector: nosotros. Es
decir, hay uno que usa los gestos para vendernos fruta, y otros que
compramos fruta. En política, se suele reemplazar la esencia de un
político (ideas, acciones, pensamientos, formación), por uno de sus
gestos: saber hablar. La política está basada en esa premisa. Si un
político habla bien, es un buen político. Es verdad que saber hablar
implica una organización de las ideas desplegada en la sintaxis. En eso
suele medirse también la inteligencia. Pero lo cierto es que también un
discurso se puede repetir de memoria, aún sin llegar a comprender su
esencia. Prenda la tele y verá.
Ciertos personajes políticos lograron reemplazar la esencia por
gestos. Comprendieron que el discurso podía vaciarse mientras se
respetaran otros códigos. Eso se da en Macri y De Narváez, que son sin
lugar a dudas los dos hombres cuya exteriorización (incluido sus
discursos como uno de sus gestos) son los más vacíos, inocuos,
repetidos, irrelevantes. Ese vacío de esencia está reemplazado por otras
dinámicas: repetición de muletillas, bombardeo de ideas de marketing
(color, frasecitas), etc.
La construcción de una personalidad, discurso, o dinámica, a través
de los gestos, necesita de un poco de la inocencia del receptor. Sólo
gente muy inocente puede creer que algo cambió en la política vaticana
porque el jesuita usó los zapatos de siempre. Nadie se preguntó si lo
hizo porque eran recetados, o si estaba en plan de combatir juanetes. La
inocencia es inocente pero no boluda. Nadie pregunta por qué Macri o De
Narváez dicen siempre lo mismo y con las mismas palabras. Porque la
inocencia es inocente pero no escupe al cielo.
La batalla de los gestos ha reemplazado a la batalla de las ideas.
Las ideas se pueden discutir y desarticular, con otras ideas, de ser
posible; los gestos se pueden amplificar, ignorar, parodiar; no más que
eso. ¿Y qué pasa cuando los gestos reemplazan a la esencia pero esos
gestos no son tampoco atractivos? Vea a Rajoy, Aznar, Alfonsín o Binner,
incapaces de construir un discurso atractivo, vendedor, influyente,
pero incapaces también de generar gestos interesantes que los
reemplacen, incapaces de hacer como el jesuita y ponerse las pantuflas
cuando la cámara te hace un primer plano.
*Publicado en Rosario12
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