No era imaginable ni lo podíamos imaginar. Si la teoría
de los dos demonios, o las hipótesis sobre el "espejo invertido", aún
perdura, es porque el pensamiento es perezoso. Nadie ignora que ante
las fuerzas del Estado había insurrectos, hombres y mujeres armados,
munidos de razonamientos de época sobre el poder y la violencia. Pero
el Estado reaccionó deshaciendo la nación, organizando ordalías
sanguinarias, proponiendo un nuevo goce sobre los cuerpos,
crucificándolos en el anonimato y la expropiación de su ser último,
cuyo sello es el nombre propio y la frágil propiedad de su propia
sangre.
Extremó todo: no fue una dictadura sino un rasguido alucinado en los
propios actos de lenguaje. Si una nación es saqueada en su lenguaje,
todo acto público se convierte en saqueo. Toda legalidad era ficticia
pero al mantenerse como fachada distraída que recubría espasmos
secretos, el lenguaje social se obligaba a decir que no sabía mientras
el conocimiento de todo aparecía a través de metáforas y formas tácitas
del lenguaje, todo lo dicho era falso y el no saber era un saber
escondido, insoportable.
Habían desaparecido las conversaciones, la civilidad y los
comportamientos inesperados, fuera de las pautas de un orden invisible.
El orden de una nación devastada por el terror. El terror podía
definirse como un acto silencioso, un vacío que no podía ser denunciado,
pero ese sórdido agujero –repentino– de la urdimbre social fundaba un
silencio amenazante. Nunca se precisaron tan pocas palabras alusivas a
un ejercicio de horrores, para sugerir que todo un conjunto social
estaba aherrojado en sus libertades, aunque parecía que podía seguirse
una vida de "normalidad". Esta "normalidad" mientras funcionaba la
maquinaria de captura y aniquilación era precisamente el terror.
Era un sordo aullido que convertía en simulación la vida de superficie y
en vida material lo inconcebible. Lo que se sabía no se podía contar y
lo que estaba al alcance de saberse no tenía palabras para decirse. La
nación, que seguía teniendo himno y bandera, yacía en las catacumbas de
los campos de concentración, que eran apenas entrevistas, signos
imprecisos emanaban de ellas y se apoderaban de reticencia de la ciudad
intuitiva y muda. Desde escuelas militares situadas en grandes avenidas
hasta comisarías de los suburbios, emanaban sospechas de que una nación
eran interrogatorios feroces y la república eran gritos de espanto.
Nadie gobernaba, apenas existían las leyes económicas sacadas de
manuales de plusvalía funeraria. Los quejidos estropeados robaban vidas
de los catálogos visibles en que se ejercen los nombres de las personas y
las cosas, para enterrarlas en fosos que eran el profundo mar y la
tierra nocturna excavada. Era el gobierno de la nación devastada, una
entelequia –como alguien dijo– que dejaba al trasluz una máquina
siniestra, un Moloch que comía vidas en secreto pero dejaba que algo se
supiera, como la puntilla de un pañuelo sangriento. Hace muchos años
salimos a las calles los 24 de marzo para que esto se repita, pero
también para peguntarnos lo que aun no sabemos cabalmente: ¿Por qué este
calvario fue posible?
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