Ya se
ha dicho de todo por parte de detractores y adeptos. Veamos si se
pueden agregar elementos que contribuyan, hasta ahí nomás, a una visión
objetiva, pero jamás neutral.
Algunos analistas políticos internacionales –entre ellos, gente
profesionalmente muy respetable y que conoce de adentro la política
venezolana– sostienen que la muerte del líder deja al proceso
bolivariano en medio de dos alternativas carentes de puntos intermedios:
el chavismo entra en declive irrefrenable, producto de sus pujas
internas y alimentadas por la ausencia del conductor indiscutido; o fuga
hacia adelante y profundiza los cambios estructurales iniciados hace 14
años. Con todo respeto por esos comentaristas tan sapientes de las
intrigas palaciegas de Caracas y aledaños nacionales: no hace falta ser
un cirujano chavista para advertir que blanco o negro es una opción
desaconsejable, como basamento analítico, cuando rigen las condiciones
excepcionales de un proceso que desde el comienzo aguantó ataques
sistemáticos, violentísimos, abominables. De hecho, Venezuela acaba de
transcurrir casi tres meses bajo la presunción de que todo podía irse al
demonio gracias a la invisibilidad de un enfermo terminal que, encima,
no estaba en el país. Más de hecho todavía, el bolívar fue depreciado en
lo que llamaron megadevaluación. Y resultó que Nicolás Maduro, nominado
por Chávez como su sucesor pero, hasta entonces, “apenas” un ex
conductor de transporte público, sindicalista del área y funcionario de
perfil bajo, afrontó semejante coyuntura con una presencia política y
firmeza de espíritu que nadie esperaba. O mejor dicho: que nadie quería
que tuviera, entre quienes necesitan certificar que todo se vende y todo
se compra; que los líderes, y cuanto más enormes peor, sólo pueden
aspirar a una descendencia de casta patética; que sin Chávez no hay
chavismo, o cualquiera sea la descripción que cada quien quiera darle a
esta experiencia latinoamericana cuyas particularidades son ignoradas
por el manual de lo que debe hacerse. A izquierda, de parte de los que
siempre te corren por ahí bajo la impunidad de que cuestionar es gratis;
de que nunca estuvieron ni estarán en el ejercicio del poder; de que
sencillamente no aspiran a tenerlo porque la dialéctica, en tanto
resolución de las contradicciones y de la que tanto se ufanan, los
dejaría con el culo al norte. A derecha, porque al igual que en las
sectas de izquierda se trata únicamente de demoler, de desprestigiar, de
no tener honestidad intelectual bajo ninguna circunstancia. En estos
días pudo escucharse y leerse que Chávez fue el único ayudador
financiero de la Argentina –cuando la quiebra del país gracias a las
recetas de los que siguen recetando– a tasas de interés que eran el
doble de las ofrecidas por el FMI. ¿De dónde vienen esos canallas
impotentes para reconocer que el financiamiento ofrecido por el Fondo
era a cambio de seguir conduciendo la economía según sus dictados?
Vienen de aquello: de la indecencia docta, porque no tienen las pelotas
necesarias para admitir que son sujetos políticos en lucha ideológica.
Se supondría que ya demasiada gente, demasiado pueblo, tiene en claro
que su disfraz de “independientes” no les da ni para el corso. De lo
contrario, no habría la paliza que vienen sufriendo en las urnas y en
las calles. Pero no hay que cansarse de machacarlo.
Dejemos claro que uno mismo afirmó que sin Chávez no habría
chavismo. Que uno mismo lo ratificó a través de sus viajes a Venezuela, y
de sus contactos y entrevistas –públicas, algunas o muchas de ellas–
con referentes del régimen bolivariano. Mejor saquemos “régimen” porque
la palabra es una victoria semántica de la derecha, que sinonimiza
gobiernos populares con dictaduras caudillistas. Sí es imprescindible
señalar que muchos de los propios cuadros chavistas no confiaban, ni
quizá confíen, en un después de Chávez. Y que Maduro los sorprendió.
¿Maduro o la fuerza popular? Aunque otra vez es cuestión de dialéctica,
el firmante se inclina más bien por lo segundo como elemento
determinante. Pongámoslo en los siguientes términos. Así fuera cierto (y
en buena o gran medida podría serlo) que Venezuela corre riesgo de
tensiones entre el Maduro leal a sus principios hasta las últimas
consecuencias, el Diosdado boliburgués de negocios sospechosos, el Jaua
de buen vuelo erudito pero sin llegada a las masas, algún sector
fragotero que pueda haber quedado en las fuerzas armadas, unos amplios
sectores medios de cultura rentística cipaya, y así sucesivamente; y aun
contemplando que sin Chávez, ni siquiera como Cid Campeador, la
oposición nucleada en torno de un blandengue Capriles unificador del
odio de clase lograra ganar las elecciones, ¿cómo haría ese conjunto
para retroceder las conquistas sociales de Chávez hasta su
preexistencia? ¿Cómo harán para que millones de venezolanos renuncien a
la dignidad de salud y educación que les dio el líder? ¿De qué manera se
las arreglarán para que el carné de identidad de sus derechos vuelva a
los tiempos de alternancia entre un par de partidos oligárquicos, que
acabaron en el Caracazo de 1989, en la partera de Chávez, en el “acá hay
olor a azufre” enfrente de Bush, en el “ALCA-rajo” de Mar del Plata? Es
allí donde los análisis políticos de laboratorio se van justamente ahí,
al carajo. Es entonces cuando el pueblo deja de ser objeto de estudio y
manipulación, y pasa a ser sujeto de la historia. Y sus enemigos
terminan preguntándose cómo es que pierden elecciones impecables. Y no
saben explicar cómo es que millones –sí, millones– de gentes salen a la
calle a defender utopías simbolizadas en carne y hueso. A funerales de
los seres que les devolvieron la dignidad. Insostenible no recordar el
golpe contra Chávez en abril de 2002. Una historiografía de derecha
relativiza a los miles y miles, impulsados por las radios comunitarias,
que bajaron desde los cerros para defender al comandante de sus haberes
existenciales.
El colega mendocino Julio Rudman (www.julio-rudman.blogspot.com)
escribió un artículo que, frente a la muerte de Chávez, contrapone una
emoción necesaria, primordial, profundamente política, a la pretendida
asepsia con que se desempeñan ciertos factores de poder. Esa hipocresía
pasteurizada que, para el caso, se conduele del muerto mientras celebra
extasiada. Rudman dice que se le dibujó una sonrisa al preguntarse cómo
lo recordará la historia a Chávez. Cómo lo nombrará. Dice que se le
ocurrió imaginar, justamente, las tribulaciones de algunos energúmenos
al ver la alfombra roja que tapiza Caracas (lo cual, agrega el suscripto
con ayuda de un amigo indignado, alcanzó en su versión local aquello de
que el masivo velatorio de Kirchner lo organizó Fuerza Bruta). Dice un
poco antes haber recordado que los nombres son sustantivos; es decir,
palabras que sustentan. Y dice un poco después que pensó en Evita, el
Che, Fidel, Cristina, Evo, Rafael, Lula, Dilma, Hugo o Comandante, Pepe,
Néstor. Y se juega a que pronto o muy pronto será Nicolás. Podría ser
prudente no entrar en las comparaciones, aunque no siempre sean odiosas.
En cambio, como señala Rudman, es irrefutable que es así como los
nombran y recuerdan sus pueblos y otros muchos pueblos. Nadie, que ni el
colega ni uno sepa o imagine (“nadie” en su sentido universal, claro),
nombra al presidente Sebastián o Juan Manuel. “¿Alguien recordará al
presidente Fernando, o Arturo, o Eduardo, o (...)”? Imposible frenarse y
no agregar si la historia nombrará a Mauricio, o a George, o a Mariano,
o a Angela, o a Silvio. “La cuestión –termina Rudman– es que estos
pueblos del sur del sur han hecho propios los nombres propios de sus
dirigentes; los han comunizado (...). En síntesis, nombres propios
devenidos comunes, poniendo patas arriba la mesa prolijita de la
gramática de la vida. Enhorabuena.”
Cierro esta nota valiéndome de otra cita, que no es de un colega
sino de un cura: Eduardo de la Serna, coordinador del Grupo de
Sacerdotes en Opción por los Pobres. Hay varios tramos de su escrito,
publicado el viernes en Página/12, que no tienen desperdicio retórico o
político. De entrada confiesa que nunca se consideró “chavista” porque
había cosas del Comandante que no le cerraban del todo. Que, sin
embargo, lo hubiera votado porque ni por asomo lo habría hecho por
Capriles, para de paso preguntarse cómo Hermes Binner puede durar un
solo segundo más en un partido que se llama “Socialista”. Su nota
concluye preguntándose dónde está nuestro corazón, de dónde salen
nuestras palabras, para dónde se dirigen nuestras opciones. Pero la
respuesta está unos párrafos arriba, tras recordar dónde están los
gusanos de Miami, la prensa hegemónica, los que aquí se olvidan de que
cuando estalló la Argentina y nadie le prestaba un centavo, el único que
se acercó y ayudó fue Chávez. Dónde están ésos y dónde están los pobres
de Venezuela. Me hizo acordar a la confidencia pública de Ernesto
Sabato, gorila consuetudinario, quien tuvo el valor de reconocer que
cuando cayó Perón, en el ’55, viendo festejar a toda su familia, y a
todos sus amigos, y a sí mismo, mientras la mucama lloraba por los
rincones, se dijo: “Estoy equivocado”. Pero volviendo al cura De la
Serna: ¿dónde están los pobres de Venezuela? “Están en la calle,
llorando. Listo. Para mí está claro, y sin ninguna duda, dónde tengo que
estar.”
Para mí también, con el añadido de que no son solamente lágrimas. Es movilización. Es, otra vez, nunca menos.
Houston: tienen un problema.
*Publicado en Página12
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