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La Iglesia Católica necesita un milagro terrenal, decíamos en la
columna del 26 de febrero pasado. Lo decíamos con ironía, como si no
fuera a suceder y sin embargo de algún modo está sucediendo. Vale la
pena precisarlo. No deja de ser curioso que el suizo Hans Küng (uno de
los principales teólogos del Concilio Vaticano II, adversario explícito
de Joseph Ratzinger) y Frei Betto (amigo personal de Fidel Castro),
junto a tantos otros hombres y mujeres vinculados a la teología de la
liberación, coincidan con militares condenados por la justicia argentina
por gravísimas violaciones de los derechos humanos. Todos al unísono
depositan esperanzas en el nuevo monarca de la Iglesia Católica. Jorge
Mario Bergoglio no solo es argentino, sino que además resultó peronista,
hincha de San Lorenzo, latinoamericano y casi… casi reformista.
Es evidente que las razones de tanto “consenso” difieren, y que el
conflicto en su desarrollo tenderá a limar el capital inicial. Sin
embargo, el solo hecho de que exista no deja de ser un “módico milagro”,
y como todos los milagros no soporta ningún análisis fáctico. Más bien
remite a la voluntaria suspensión de la incredulidad a la que los
humanos resultamos tan afectos.
En el trabajo realizado por Ignacio Ramírez para Ibarómetro,
publicado por Página 12, queda claro que solo el 17,1% de los
encuestados en la Argentina se manifiesta "muy religioso", en las
antípodas se ubica el 19,7%, bajo el rótulo de "nada religioso". Entre
esos dos polos se mueve el conjunto mayoritario, los etiquetados como
"poco religioso" arrastran con el 35,5% y trepan al 25,1% el segmento
"bastante religioso". Conviene no olvidar que en definitiva se trata de
una autoevaluación, cada uno entiende como mejor le parece una cosa o la
otra, ya que a la hora de asumir el compromiso la compacta mayoría no
acepta vínculo institucional, sino los consabidos atajos privados:
religión personal.
Es esa religión personal la que debe ser examinada, eso sí,
sabiendo que las tendencias en Europa al menos, no son tan distintas a
las que registra Ibarómetro. Una clave pareciera estar vinculada a una
formulación emparentada con Ludwig Feuerbach: cuanto más potente la
divinidad, más impotentes sus fieles. Clave que sociológicamente podría
interpretarse así: cuanto mayor es la confianza en la política, en la
capacidad de transformación humana, menor resulta la necesidad de
“milagros” de cualquier naturaleza.
Si así fuera, la necesidad demasiado humana del milagro estaría
estrechamente vinculada con la derrota política. No cabe ninguna duda de
que los trabajadores europeos han sufrido una derrota histórica, la
caída de los socialismos (desde el Fabiano hasta el soviético), la
pérdida de peso específico de los sindicatos, el auge de los economistas
neoliberales y la aplicación de sus recetas como único camino para
remontar la crisis, el irrestricto respeto por los intereses de la
bancocracia globalizada, permite sobre-demostrarlo. Basta observar la
trocha por la que discurre la política electoral de los países
integrantes de la Unión Europea (los que aplauden el ajuste de las
cuentas nacionales, la reducción del gasto público, el recorte de los
salarios y los que apenas lo resisten) para entender que la política ha
dejado de ser un instrumento popular. La mayoría ha dejado de votar, ya
que se vote como se vote más o menos los mismos hacen exactamente lo
mismo. La desmoralización se registra en todos los ámbitos, y si bien el
movimiento espontáneo que resiste el ajuste no deja de crecer, su
aptitud para corregir el rumbo no pareciera acompañar esa tendencia.
Algo queda claro, la represión no es un instrumento tan sencillo de
aplicar en países donde la tradición democrática pesa. Y desde que
finalizara la II Guerra Mundial, desde 1945, el estado de excepción
(salvo en España, Grecia y Portugal) dejó de ser un instrumento
utilizado y utilizable. De modo que para pensar la represión a gran
escala, el difícil matrimonio entre democracia burguesa y capitalismo
postmoderno tendría que romperse. Y esa ruptura, ese retorno al pasado
más obscuro, no es imposible, pero tampoco es tan simple. En todo caso,
los instrumentos – represores eficaces dispuestos a actuar – no están
todavía a la vista, y no queda claro si el intento de ponerlos a punto
no rajaría las instituciones militares. Dicho de un tirón: si no pondría
en crisis toda la maquinaria estatal que sobrevive al welfare state.
Ahí es donde la necesidad del milagro cobra toda su fuerza
milenarista. A pocos se les escapa que la crisis se ahonda, que la
economía – ni siquiera la norteamericana – termina por arrancar, que el
horizonte sigue siendo el estancamiento. Y esa es la madre de todas las
preguntas: ¿Cómo salir del estancamiento? ¿Cómo restablecer el consumo
popular? ¿Cómo evitar la amenaza del hambre física? Claro que la
respuesta a esa situación admite dos aproximaciones. Una pasiva, donde
la divinidad a través de su misterioso camino resuelve sin movimiento
político; y activa la otra, donde el movimiento “encarna” el milagro y
por tanto la posibilidad de construir un camino político alternativo
para la resolución de la crisis. Se trata de saber a qué abordaje
pertenece esta depositación. Y ese es el problema: ambos caminos
resultan posibles, al menos lógicamente.
Claro que el caso argentino es todavía más complejo. No cabe
ninguna duda que la confianza en la asunción de Bergoglio, por parte de
ex militares provenientes del riñón de la dictadura burguesa terrorista,
y las declaraciones de Jorge Rafael Videla, forman parte del mismo
collage. Por cierto que la Iglesia no modificará su comportamiento en la
materia. Ni el curita Christian Von Wernich será separado, ni la
información que poseen será dada a publicidad (hijos de desaparecidos
entregados ilegalmente en adopción, terrenos de la Iglesia utilizados
como campos de concentración, informes de los 250 capellanes militares
sobre las actuaciones de los grupos de tareas, documentos no dados a
publicidad sobre las “relaciones directas” con la dictadura del 76), ni
ninguna autocritica que exceda la mera formalidad tendrá lugar. Pero
tampoco reivindicarán explícitamente lo actuado, ni dejarán de
reconocer que las violaciones de los derechos humanos tuvieron lugar,
al tiempo que permitirán entrever que “con prudencia apostólica”
mediaron en “condiciones muy difíciles”. Nada demasiado nuevo en suma,
la política de Bergoglio sin Bergoglio.
Ahora bien, eso no explica el comportamiento de hombres y mujeres
de a pie, de políticos adultos, y mucho menos el del gobierno argentino.
Y meterlos a todos en la misma bolsa no pareciera lo más adecuado. El
terror sin metabolizar al conflicto político, la convicción de que todo
enfrentamiento solo puede terminar en derrota popular, y por tanto debe
ser evitado, ya que la derrota no puede ser otra cosa que desaparición,
tortura y muerte, es uno de los ingredientes de la “confianza”. La idea
de obtener sin lucha conquistas populares empalma con ciertas versiones
de la experiencia reciente. Después de todo, la emergencia del fenómeno K
no vino de la mano del doctor Eduardo Duhalde, y por tanto no puede
acaso ser emparentado con una suerte de “milagro”.
Es cierto que todo lo demás provino del enfrentamiento con el
cuarto peronismo, que el peronismo federal no es más que una versión del
menemismo en otras condiciones, pero la pulseada en torno a la 125, al
intento de cepillar una parte de la renta extraordinaria que reciben los
productores agrarios, terminó en derrota oficial. Y la batalla con
Clarín por la igualdad ante la ley, por la aplicación de un sistema de
regulaciones públicas a la actividad privada, aun no ha concluido. En
todo caso, en cada uno de estos enfrentamientos la alineación de la
Iglesia Católica no requiere de ninguna investigación exhaustiva. Ese es
el punto: ¿la salida de Bergoglio cambia las cosas? Con la Iglesia
Argentina no, con el Vaticano veremos. La apuesta oficial es simple: el
Papa no jugará sus naipes en el tablero global según la lógica local,
eso es cierto. De ahí a deducir que Bergoglio puede ser un “aliado”
circunstancial, todavía debe ser demostrado.
*Publicado en Tiempo Argentino
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