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Un libro es un cementerio grande en el que no pueden leerse los nombres de la mayor parte de sus tumbas.
Marcel Proust, El tiempo recobrado.
Antes que la aldea mediática global dictara los nuevos términos del
debate político, mientras todavía Carlos Marx se preguntaba cómo
hubiera sido la "campaña de prensa" del apóstol Pablo, en Roma, con los
instrumentos de la imprenta de Gutemberg, los editores gráficos ya
sabíamos que una fotografía equivalía a 1000 palabras. Es decir, que una
foto sustituye perfectamente un editorial, con una ventaja: contiene
una verdad material incontestable, la objetividad maquinizada, cuasi un
"hecho".
¿Dejó de ser así?
Todavía hoy poner una foto en tapa sigue siendo un argumento
fuerte. Y como los diarios comerciales utilizan textos cada vez más
cortos, simples de digerir, sin demasiada sofisticación conceptual, la
tendencia a reforzar el peso de la imagen se ha tonificado. La supuesta
foto del comandante Hugo Chávez, en la portada del matutino español El
País, ilustra adecuadamente este punto de vista. Claro que el
"argumento" contiene un elemento reversible: fuerte a favor y fuertísimo
en contra. Tan es así que el editor responsable del diario madrileño se
vio obligado a retirar la tirada del kiosco, no bien supo que la foto
no correspondía al detestado presidente "populista" venezolano. Pero ese
comportamiento en lugar de morigerar el efecto "tapa en contra" terminó
potenciándolo. Al menos en el exterior, frente a lectores más o menos
desprevenidos.
Vale la pena preguntarse las razones: ¿por qué la dirección retiró
el diario de circulación, y por qué retirarlo no alcanzó para
restablecer el "efecto seriedad" que con tanto ahínco defiende la prensa
comercial conservadora en todas partes?
El editor reconoce un "error", no se trata del fotograma de un
video sobre Chávez, el hombre entubado sólo se le parece vagamente, y
como de ningún modo el diario miente, y menos aun tergiversa (esa es la
idea que gobierna ese comportamiento), el editor se hace cargo, corre
con los gastos de retirar miles de ejemplares de los puntos de venta, y
reemplazarlos con la "verdad" impoluta. Como el error es humano (¿quién
no los comete?), el reconocimiento voluntario de haberlo cometido
debiera preservar la seriedad de la línea editorial; es cierto que el
editor puede equivocarse, pero no bien lo sabe no vacila en admitirlo; y
una vez que "la verdad" llegó a la mesa de noticias de la redacción, la
"verdad" también arriba a las manos de sus lectores. Ese fue el intento
de El País y debemos admitir que no funcionó.
Fui invitado a 678, programa que emite la televisión pública, el 24
de enero pasado y allí se abordó en caliente el "affaire" Chávez.
Sostuve que si la foto publicada fuera verdadera el problema no cambiaba
un ápice. La idea de poner en tapa un hombre peleando por su vida,
violentando su intimidad hasta un punto infrahumano, constituye un acto
de sadismo sin límite. Por tanto, al publicar la foto El País habla de
la línea carroñera del editor más que del comandante venezolano.
No lo dije en 678, pero se trata de un comportamiento perfectamente
parangonable a registrar en vivo el asesinato de Osama Bin Laden por
parte de la televisión norteamericana, en presencia del presidente Barak
Obama y su gabinete. En un caso emerge el deseo de ver morir a Chávez
(sustitución de las ejecuciones públicas del reo en la Plaza durante los
siglos XVII y XVIII), y el otro permite aclarar que cuando se dispone
de suficiente poder se puede llevar el deseo homicida hasta sus últimas
consecuencias, hasta el acto y más allá. Entonces, como El País no puede
asesinar a Chávez, como los poderes que refracta no están en
condiciones de eliminarlo de la realidad, "regala" a sus lectores el
fantasioso placer de presenciar, disfrutar su hipotética agonía. Y como
los lectores no son necesariamente imbéciles insensibles, incluso los
antagonistas políticos del presidente sienten el profundo malestar por
tener que "compartir" las presuposiciones canallas del medio.
El País vendió en tapa la muerte de Chávez como fiesta, y solo
retiró la edición cuando supo que el fetiche fotográfico del mandatario
no se correspondía con su cuerpo real. Y aun entonces, intentó
justificar su "error": dificultad para chequear la veracidad de la
información con motivo del hermetismo totalitario del gobierno cubano.
Vale decir, que si la foto fuera verdadera el miserable festejo no se
hubiera detenido. No se trata entonces del asesinato de la "verdad
objetiva", como sostuvo incorrectamente José Pablo Feinmann en
Página/12, sino de la verdad del asesinato simbólico.
Que un diario del país donde el generalísimo Franco murió durante
semanas, recordemos el terrible año '75, en la tapa de todos los diarios
de una sociedad que ni siquiera hoy puede permitirse el derecho
democrático a identificar los cuerpos de los caídos y asesinados de una
guerra civil que culminó en 1939 ( por defender el derecho a la
nominación de los muertos fue recientemente destituido el juez Garzón ),
que un diario de semejante sociedad intente livianamente justificar un
comportamiento tan reñido con cualquier versión de la ética republicana
solo puede dejarnos anonadados. Sin embargo, la tradición que contiene
sus principios, cuando hurgueteamos apenas un tanto así, emerge nítida:
pesadas capas de franquismo nauseoso. La muerte del generalísimo no
cambió sustantivamente un orden político basado en la inexistencia de la
ciudadanía política. En España había súbditos, como proclamaba la
derecha más troglodita de Europa, que no tenían y ¿no tienen? la menor
intención de reclamar para sí la descompuesta igualdad democrática. No
somos iguales, aullaban jactanciosos bajo la advocación de José Antonio
Primo de Rivera. Y esa no era ni siquiera entonces una novedad. Mientras
la Revolución del '48 sacudía a la Europa del siglo XIX, Donoso Cortés
explicaba con el tono que tanto fascinaba a Carl Schmitt que sólo el
maridaje entre las sotanas y los fusiles, entre la Iglesia romana y los
oficiales monárquicos, sería capaz de detener la amenaza roja. Esa es la
tradición de la España profunda, no es la única por cierto, pero esa es
la que El País –lo calle o lo acepte– reconoce como propia.
La crisis española no solo golpea estadísticamente con millones de
desocupados, una sociedad al borde de la desesperación se pregunta por
cómo se sale del atolladero. La respuesta está estrechamente vinculada a
la desaparición política de Mariano Rajoy, y no se trata por cierto del
cobro de corruptos sobresueldos a cambio de "favores". Una derecha
paleolítica no sólo no puede enfrentar las recetas de Angela Merkel y la
bancocracia europea, ya que en el fondo siempre las compartió. Rajoy
ganó las elecciones con las banderas del ajuste. Y Hugo Chávez sintetiza
la posibilidad de abrevar en otros pastos, de considerar otras
posibilidades distintas que el recorte del gasto público a perpetuidad.
El País no festeja inocentemente su muerte. Intenta vacunar a los
españoles contra toda tendencia heterodoxa, hacerles saber que ni
siquiera el hambre física debe hacerlos cambiar de opinión, y la
"metáfora" de la muerte cobra todo su sentido. Cuando las diferencias
políticas llevan a la guerra total, cuando el exterminio del otro se
vuelve una medida legítima y por tanto razonable, se publican semejantes
fotos. Ni siquiera "viva el cáncer", que pintaba el odio gorila contra
Eva Duarte de Perón, equivalió a tanto. En un caso festejar la muerte de
una mujer que desde abajo llega tan arriba impulsada por el amor de sus
"grasitas" no era más que una devolución en espejo. En este caso se
trata de evitar que la resolución de la crisis europea se haga
considerando otro interés que el de los grandes grupos financieros. Eso
es todo lo que defiende el diario español y lo demás sólo son anécdotas
circunstanciales.
*Publicado en Tiempo Argentino
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