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La
periodista e historiadora Araceli Bellota, el jueves (31 de enero de 2013), en su discurso
pronunciado frente a miles de personas en el acto de celebración del
bicentenario de la Asamblea General Constituyente del año XIII que se
realizó en Plaza de Mayo, concluyó su evaluación sobre ese congreso
histórico argumentando que, más allá de los hechos concretos, lo que
había ocurrido en aquel momento es que "se había puesto en palabras" las
intenciones y las tensiones de los revolucionarios de mayo.
Primero
porque había legislado en nombre del "Pueblo" y de la "Nación" de las
Provincias Unidas y no en el de Fernando VII y, segundo, porque había
explicitado los ideales, los principios de un liberalismo político
–aunque no los haya impuesto fácticamente– basado sobre lo que hoy
conocemos como Derechos Humanos: la abolición de la esclavitud, de los
elementos de tormento, de la tortura, del mayorazgo, del tributo a los
pueblos originarios, la proclama de la igualdad, de la libertad de
imprenta, de los primeros símbolos patrios como el himno, el escudo, o
la independencia económica a través del cuño de monedas.
En los últimos días se ha abierto un pequeño debate sobre las
contradicciones de la Asamblea del año XIII, de las peleas en su vientre
entre independentistas y moderados, entre centralistas y federales,
entre aquellos que intentaban abrir un camino soberano y quienes
buscaban la tutela de una potencia como Inglaterra, del nacimiento del
conflicto con el Artiguismo, ese movimiento popular y democrático de la
Banda Oriental, y, finalmente, de que, en última instancia los
consecuencias reales del Congreso fueron irrelevantes. En mi opinión
personal creo que la Asamblea encuentra su importancia en ser la primera
proclama por los Derechos Humanos en el actual territorio de la
República Argentina, un "programa", como bien lo resumió Eugenio
Zaffaroni en su discurso en la Plaza.
Muchos podrían decir que fueron "simples palabras" las de aquellos
asamblearios. Pero las palabras nunca son simples. Las palabras pueden
llegar a decir "lo indecible" cuando no están "llenas de mentiras y de
horror", como escribió Ricardo Piglia en ese sugerente final de la
novela Respiración artificial escrito en mitad de la dictadura militar.
Se sabe que los hombres públicos recrean las palabras. Esas que se
consumen como el trigo entre la sociedad, como un pan discursivo. Blas
de Otero escribió alguna vez: "Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria, si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra." Era una límpida defensa de la palabra como muralla
de contención contra la brutalidad del régimen franquista, era la
palabra como un arma –como Gabriel Celaya decía de la poesía: un arma
cargada de futuro– capaz de enfrentar al brutal silencio de muerte que
imponía la dictadura franquista. La palabra de Otero estaba compuesta de
sentido, tenía densidad, era pesada.
Las palabras son tan alumbradoras cuando alumbran que las dictaduras
suelen prohibirlas o reducirlas a meros conjuntos de letras que no
dicen. Claro que prohibir una palabra es darle vida. Otorgarle peso
específico. No poder decir "Perón" significó que había un Perón que
había existido y existía allí para poner en jaque a los verdaderos
dictadores. Las repeticiones de "mentiras y horrores" también matan las
palabras: "Desaparecidos", por ejemplo, ocultó "fusilamientos",
"torturas", "dolor", "sangre", "picana", "muerte". "Desaparecidos" no
dijo nada hasta que no supimos lo que realmente quería decir
"Desaparecidos".
En democracia la palabra es esencial. Porque es la materia prima de la articulación de discursos y debates. En un Estado de Derecho la primera legitimidad la dan los votos de la mayoría, pero la segunda fuente de legitimidad es la argumentación. Quien argumenta mejor, con mayor sensibilidad y racionalidad se ofrece como más verosímil ante una sociedad que sabe que no hay verdades absolutas y, acaso, tampoco haya verdades. Pero como decía Juan Domingo Perón: "La conducción política es persuadir." La palabra es la materia prima de la política. Por eso, si se bastardean las palabras, se bastardea la política.
Desde hace unos años a esta parte, ciertos sectores de la oposición –política y periodística– han comenzado un proceso de bastardeo de las palabras. Vicente Huidobro escribió que "un adjetivo, cuando no da vida, mata". Y algo similar ocurre con los "estiramientos conceptuales" –es decir, utilizar un lenguaje difuso y confuso para poder aplicar la categoría "perro" a animales que claramente son perros, gatos, cebras, rinocerontes o gansos salvajes–. Cuando se acusa al gobierno nacional de "dictadura", de "fascismo" o de "nazismo" se producen actos de irracionalidad discursiva. Se nombra con palabras, cargadas de simbolismos y sentimientos, un hecho que no se condice con la realidad. Es como si yo llamara "libro” a un "gato", por ejemplo. Cada vez que yo pida un "libro" señalando a un "gato", usted, estimado lector, se me va a reír en la cara. Excepto que yo tenga la capacidad de imponer el significado a una palabra. Si yo tuviera el poder mediático para convencerlo a usted de que un "gato" es un "libro", la próxima vez que yo le pida el "libro", usted me traerá el "gato". Lo mismo ocurre con la acusación de "dictadura" al "gobierno democrático" de Cristina Fernández de Kirchner. Por eso, matar las palabras es hacer un uso irresponsable de ellas, producir su banalización, vaciarlas de sentido.
A esta operación mediática, se le suma ahora una nueva estrategia: utilizar la falacia de autoridad gratuitamente. Es decir, negarle racionalidad al otro porque "es un K", un "ultra K", un "ladrón o ladrona", una "yegua" o una "chota hija de puta". No importa la argumentación. No hay posibilidad de debatir. El otro es una cosa inmoral a la que hay que eliminar. Las falacias de autoridad acaban con cualquier debate público posible. Incluso cuando se utiliza la palabra "gorila", por ejemplo. Es la anulación del otro sin atender a su enunciado. Los impotentes suelen utilizar falacias de autoridad. Y, pese a quien le pese, la presidenta de la Nación es una gran argumentadora.
Ciertos sectores de la oposición suelen temerle a la argumentación. Mauricio Macri, por ejemplo, se llena la boca hablando de "diálogo" y no puede hablar siquiera con un par de manteros del Parque Centenario, a los que debe reprimir brutalmente con balas de goma. José Manuel De la Sota habla de libertad y derriba antenas de la televisión digital que no sólo intenta democratizar la comunicación sino que también alimenta el negocio del Grupo Clarín, propietario de una fracción del diario La Voz del Interior. Y, por último, Miguel del Sel, ya directamente no habla si no que emite sonidos guturales similares a su concepción ideológica.
La banalización de las palabras y de la política que realiza Del Sel lo hace responsable, también, a Macri, quien le dio la misma mínima relevancia al insulto –y falta de respeto a la investidura presidencial, ya que hablamos de institucionalidad– como al pedido de perdón del actor. Lo preocupante es: ¿Por qué Del Sel jamás insultó ni a Carlos Menem ni a Fernando de la Rúa, presidentes cuyo modelo económico dejó a la mitad de la población debajo de la línea de la pobreza? No sólo de trata de machismo y misoginia, sino también y fundamentalmente de una cuestión ideológica. (Digresión: Bueno, en realidad en mi barrio insultar así a una mujer era muy de cobardes… Pero muy de cobardes, eh).
La vocación democrática profunda se manifiesta en los hechos y los actos, en el respeto a la legitimidad popular, pero también en el uso de las palabras. Un concepto como "dictadura de los votos", que Bartolomé Mitre utilizó el año pasado, demuestra una vocación deslegitimadora y claramente golpista por parte de un director de un diario que se benefició apoyando a la última dictadura militar. Sobre los insultos de Del Sel uno puede escandalizarse, reírse burlonamente sin darle importancia teniendo en cuenta el personaje o prestar atención a lo "indecible" que se está diciendo. Hay que tener cuidado. Porque desde hace un tiempo atrás un sector antipolítico de la oposición está utilizando un discurso golpeador. Y ya todos sabemos la corta distancia que hay de las palabras a los actos.
En democracia la palabra es esencial. Porque es la materia prima de la articulación de discursos y debates. En un Estado de Derecho la primera legitimidad la dan los votos de la mayoría, pero la segunda fuente de legitimidad es la argumentación. Quien argumenta mejor, con mayor sensibilidad y racionalidad se ofrece como más verosímil ante una sociedad que sabe que no hay verdades absolutas y, acaso, tampoco haya verdades. Pero como decía Juan Domingo Perón: "La conducción política es persuadir." La palabra es la materia prima de la política. Por eso, si se bastardean las palabras, se bastardea la política.
Desde hace unos años a esta parte, ciertos sectores de la oposición –política y periodística– han comenzado un proceso de bastardeo de las palabras. Vicente Huidobro escribió que "un adjetivo, cuando no da vida, mata". Y algo similar ocurre con los "estiramientos conceptuales" –es decir, utilizar un lenguaje difuso y confuso para poder aplicar la categoría "perro" a animales que claramente son perros, gatos, cebras, rinocerontes o gansos salvajes–. Cuando se acusa al gobierno nacional de "dictadura", de "fascismo" o de "nazismo" se producen actos de irracionalidad discursiva. Se nombra con palabras, cargadas de simbolismos y sentimientos, un hecho que no se condice con la realidad. Es como si yo llamara "libro” a un "gato", por ejemplo. Cada vez que yo pida un "libro" señalando a un "gato", usted, estimado lector, se me va a reír en la cara. Excepto que yo tenga la capacidad de imponer el significado a una palabra. Si yo tuviera el poder mediático para convencerlo a usted de que un "gato" es un "libro", la próxima vez que yo le pida el "libro", usted me traerá el "gato". Lo mismo ocurre con la acusación de "dictadura" al "gobierno democrático" de Cristina Fernández de Kirchner. Por eso, matar las palabras es hacer un uso irresponsable de ellas, producir su banalización, vaciarlas de sentido.
A esta operación mediática, se le suma ahora una nueva estrategia: utilizar la falacia de autoridad gratuitamente. Es decir, negarle racionalidad al otro porque "es un K", un "ultra K", un "ladrón o ladrona", una "yegua" o una "chota hija de puta". No importa la argumentación. No hay posibilidad de debatir. El otro es una cosa inmoral a la que hay que eliminar. Las falacias de autoridad acaban con cualquier debate público posible. Incluso cuando se utiliza la palabra "gorila", por ejemplo. Es la anulación del otro sin atender a su enunciado. Los impotentes suelen utilizar falacias de autoridad. Y, pese a quien le pese, la presidenta de la Nación es una gran argumentadora.
Ciertos sectores de la oposición suelen temerle a la argumentación. Mauricio Macri, por ejemplo, se llena la boca hablando de "diálogo" y no puede hablar siquiera con un par de manteros del Parque Centenario, a los que debe reprimir brutalmente con balas de goma. José Manuel De la Sota habla de libertad y derriba antenas de la televisión digital que no sólo intenta democratizar la comunicación sino que también alimenta el negocio del Grupo Clarín, propietario de una fracción del diario La Voz del Interior. Y, por último, Miguel del Sel, ya directamente no habla si no que emite sonidos guturales similares a su concepción ideológica.
La banalización de las palabras y de la política que realiza Del Sel lo hace responsable, también, a Macri, quien le dio la misma mínima relevancia al insulto –y falta de respeto a la investidura presidencial, ya que hablamos de institucionalidad– como al pedido de perdón del actor. Lo preocupante es: ¿Por qué Del Sel jamás insultó ni a Carlos Menem ni a Fernando de la Rúa, presidentes cuyo modelo económico dejó a la mitad de la población debajo de la línea de la pobreza? No sólo de trata de machismo y misoginia, sino también y fundamentalmente de una cuestión ideológica. (Digresión: Bueno, en realidad en mi barrio insultar así a una mujer era muy de cobardes… Pero muy de cobardes, eh).
La vocación democrática profunda se manifiesta en los hechos y los actos, en el respeto a la legitimidad popular, pero también en el uso de las palabras. Un concepto como "dictadura de los votos", que Bartolomé Mitre utilizó el año pasado, demuestra una vocación deslegitimadora y claramente golpista por parte de un director de un diario que se benefició apoyando a la última dictadura militar. Sobre los insultos de Del Sel uno puede escandalizarse, reírse burlonamente sin darle importancia teniendo en cuenta el personaje o prestar atención a lo "indecible" que se está diciendo. Hay que tener cuidado. Porque desde hace un tiempo atrás un sector antipolítico de la oposición está utilizando un discurso golpeador. Y ya todos sabemos la corta distancia que hay de las palabras a los actos.
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