Si no brinda conferencias de prensa es
"soberbia y autoritaria"; si responde a las críticas que considera
injustas o infundadas porque "individualiza". A la prensa hegemónica no
hay nada que haga o deje de hacer la presidenta que le venga bien.
Naturalmente, todo lo que hace un mandatario es materia opinable, pero
¿todo debe ser criticado simplemente porque lo hizo o lo dijo la
presidenta? Es notable: a la carta de respuesta de Cristina Fernández de
Kirchner a la irrespetuosa diatriba (¿o denuncia a la marchanta?)
planteada por el actor Ricardo Darín, le dicen "crítica de la presidenta
a Darín por dudar del origen de su patrimonio". La crítica, en todo
caso, fue del actor, que empezó primero, y mereció la réplica de la
gobernanta. Como si la mandataria que inviste el cargo más importante de
la República no fuese tal cosa, sino, apenas, una vecina interviniendo
intempestivamente en una reunión de consorcio.
Según el sistema de sentidos creado unilateralmente por la prensa
opositora, Darín puede sugerir despreocupadamente que el dinero del
matrimonio Kirchner creció de modo irregular, pero la presidenta debe
evitar responderle. Para el organigrama mediático que estipula lo que
está bien y lo que está mal, si lo hiciera atentaría gravemente contra
la libertad de expresión de un artista. Ricardo Darín tendrá un merecido
Oscar en su curriculum vitae, pero la presidenta cuenta con un respaldo
popular mayoritario, expresado en las urnas de la democracia, que debe
honrar. ¿Por qué una mandataria revalidada en su cargo menos de un año y
medio atrás, debe dejar pasar que un actor multipremiado, con mucha
prensa, mimado por la crítica cinematográfica, le diga corrupta? Si lo
hiciera, ¿no estaría defraudando la confianza y la responsabilidad
depositadas en ella por la ciudadanía?
Darín puede decir cualquier cosa contra la presidenta porque es el mejor
actor argentino. Los demás, apenas una cohorte de aplaudidores que
viaja en avión presidencial al festival de cine de Mar del Plata. Fito
Páez toca porque le pagan; Alfredo Casero es un auténtico artista porque
no trabaja en el canal público. ¿Y la gente? La gente va a Plaza de
Mayo a disfrutar del concierto de Charly García, no a festejar los 29 de
democracia, menos que menos a escuchar el discurso de la presidenta.
Hay, no obstante, un tramo de la respuesta de Cristina Fernández en su
carta fechada en El Calafate, que, desafortunadamente, fue omitido en el
tratamiento mediático que se le dio al tema. Es el referido a la
"reconciliación". Dijo la presidenta: "Me interesa saber a qué se
refiere. ¿A los juicios de lesa humanidad? Porque ha habido alguna
jerarquía eclesiástica que se ha referido a terminar con los juicios por
la memoria, verdad y justicia utilizando justamente el término
‘reconciliación’. O tal vez usted se refiera a que me reconcilie con
quienes me desean la muerte, festejan la de Néstor o les gustaría
destituirme. ¿No sería mejor pedir que cesen los insultos, las
agresiones, los golpes a periodistas o la falta de respeto a la voluntad
popular?"
Y sigue Cristina: "La palabra ‘reconciliación’ goza de múltiples
acepciones. ¿Con quiénes deberíamos reconciliarnos? Porque créame, no
estoy peleada con nadie, aunque sí es público y claro que existen
diferencias de pensamiento con respecto a nuestro proyecto de país,
políticas públicas, la memoria, verdad y justicia... y eso es vivir en
un país democrático. No ponerse de acuerdo también es un derecho, como
lo es resolver de acuerdo a la voluntad y responsabilidad que el voto
popular le ha asignado a cada uno, sin la menor soberbia, simplemente
con la responsabilidad que me otorga la Constitución Nacional".
Paradójico. Justo cuando el país asiste a una grosera operación de
prensa que busca desprestigiar la política oficial en materia de
Derechos Humanos, haciendo foco en el ministro de Justicia, los medios
se saltean las precisiones de Cristina Fernández respecto de la
"reconciliación". Raro.
Realmente, es mucho más edificante debatir socialmente, incluso a través
de los soportes mediáticos, qué entendemos los argentinos por
"reconciliación", que insistir en vano con una denuncia penal sobre la
cual la Justicia ya se expidió hace años, con una pericia contable de
por medio. ¿O acaso la Justicia es creíble y justa cuando emite una
cautelar que dura entre 3 y 10 años, y lo es infinitamente menos cuando
falla a favor de un gobernante que hizo de la lucha contra las
corporaciones una consecuente política de Estado? La presidenta
respondía a la siguiente afirmación de Ricardo Darín: "Desde afuera se
ve que estamos en el fondo del mar. Yo quiero que le vaya (a Cristina)
como los dioses. Yo quiero que timonee, que convoque, que baje la
adrenalina, que llame a una reconciliación. ¿Cómo puede ser que entre la
gente común haya amigos que no se dirigen la palabra? ¿Sabés hace
cuánto que no pasaba eso?"
Sí lo sabemos, Darín: desde el primer peronismo, con un intervalo en la
década del setenta, que "no pasaba eso". Aquellos fueron los años de
mayor ofensiva popular. Cuando los pueblos avanzan, se organizan,
conquistan derechos, alcanzan puestos relevantes en la institucionalidad
del Estado (por ejemplo el gobierno y las mayorías parlamentarias,
aunque infinitamente menos en el Poder Judicial), los históricos
ganadores del capitalismo ven en riesgo la supremacía de sus intereses.
Es entonces cuando afirman que se terminó la concordia. Apelan al miedo.
Agitan fantasmas. Dicen "se viene el zurdaje". La reconciliación es
para ellos un tiempo impreciso, de duración variable, sin densidad
histórica, de quietud social y calma en las grandes pujas intraclases,
que pone en el freezer la historia y a resguardo de las clases acomodas
los inevitables cambios sociohistóricos que más temprano que nunca han
de sobrevenir.
Si así ocurriera por siempre, la civilización humana no tendría
historia, sino, apenas, una sumatoria de siglos, todos iguales entre sí,
o muy parecidos. La década del noventa es, para ellos, la síntesis de
la "reconciliación". El ansiado "fin de la historia". La clausura para
siempre de las ideologías, ese lastre de las sociedades del conflicto,
siempre en estado latente de revolución. El "jubileo" que reclamaba
ligera e insistentemente la jerarquía eclesiástica. No en vano los
indultos a los genocidas, el "vamos por todo" de la impunidad iniciada
por Alfonsín, el desmantelamiento del Estado en sus funciones económicas
estratégicas, y la asunción del mercado como el gran (des)organizador
social. Always.
*Publicado en Tiempo Argentino
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