En noviembre de 2008, mientras aún humeaba
el voto no positivo de Julio Cobos en el Senado, la Corte Suprema emitía
un fallo controvertido: la declaración de inconstitucionalidad del
artículo 41 de la ley de asociaciones sindicales, que permitía ser
delegados sólo a quienes pertenecieran a un sindicato con personería
gremial. El fallo, dejó decir la Corte, apuntaba a defender el principio
de pluralismo sindical, pero en la práctica ponía en jaque al viejo
modelo cegetista de un único sindicato por actividad. A la justicia,
meterse con el monopolio gremial le resulta más fácil que hacerlo con el
mediático.
Hugo Moyano, por entonces aliado estratégico clave del gobierno,
sostenía que el dictamen perseguía la atomización del sindicalismo y su
creciente debilidad. Las patronales, Magnetto incluido, se relamían.
Sabían que ante un escenario de grave crisis económica mundial y un
oficialismo en aprietos, el gobierno sólo contaba con un único sostén de
fuste, organizado y con capacidad real de movilización, aunque herido
por el fallo de la Corte. Ahora que Moyano cruzó abiertamente al bando
de la oposición, la justicia ya ni se preocupa por fragmentar la fuerza
cegetista.
Aquel dictamen sobrevino en una demanda interpuesta por ATE, cuyos
abogados patrocinantes no buscaban la declaración de
inconstitucionalidad de la ley de asociaciones sindicales, sino apenas
que se les otorgara reconocimiento a los delegados del personal civil
del Estado Mayor del Ejército y de las Fuerzas Armadas, elegidos por sus
compañeros aunque no encuadrados dentro de PECIFA, en la CGT. La Corte
no esperó a que le preguntaran sobre la constitucionalidad o no de esa
ley: cuando el expediente llegó a sus manos falló en consecuencia,
porque entendió que cierto artículo vulneraba garantías establecidas en
la ley Magna. ¿Por qué no obró de igual modo con la ley de medios?
Desde el año 2010, cuando tuvo por primera vez la posibilidad de
fallar sobre la demanda de Clarín, la Corte se desentendió sutilmente de
la trama más sensible del expediente y dijo esta boca no es mía. Leyó
todos los artículos, los estudió con detenimiento, y dijo que la ley era
constitucional, no obstante lo cual aceptó que la medida cautelar
dispuesta por tribunales inferiores respecto de la constitucionalidad de
dos artículos exceptuara vergonzosamente al principal actor mediático.
Cuesta entender por qué si la Corte Suprema es, esencialmente, el
mayor tribunal de constitucionalidad del país, tolera alegremente
(excepto Zaffaroni) que un tribunal inferior declare en la práctica la
inconstitucionalidad de una ley que, en su momento, la Corte no objetó. Y
eso que ya resolvió cuatro veces en el expediente.
Desde 2010 la Corte viene sosteniendo repetidamente que la ley es
legal. Si los artículos 45 y 161 no lo fueran, ya lo tendría que haber
señalado en su oportunidad y no dejar correr la normativa durante todo
este tiempo. Sin embargo, las chicanas interpuestas por la cohorte de
abogados que trabajan a las órdenes de Magnetto, impiden su plena
aplicación. ¿Será verdad que en el capitalismo sólo basta con contratar
un buen estudio jurídico para ser honorable?
Tanto amor de los jueces por las formas contrasta con el destrato
al cargo, la función y la ley fundamental evidenciado por los
magistrados durante la dictadura cívico-militar. Alguna vez el camarista
Evaristo Santa María, titular de la Asociación de Magistrados y
Funcionarios de la justicia nacional entre abril de 1978 y diciembre de
1985, declaró para una edición especial de la revista de esa entidad,
por entonces dirigida por el camarista Recondo: “Cuando llegó la
revolución (sic) del 24 de marzo de 1976 cerraron tribunales como quince
o veinte días (…) Eran tiempos muy especiales (…) recuerdo que había
una cuestión fundamental en la justicia, una especie de ranking de a
quiénes les llegaban más hábeas corpus. Pero a la Asociación jamás llegó
un tema político.”
Qué pícaros los jueces: se divertían compitiendo por quién recibía
más hábeas corpus. ¿Ganaba quien los rechazaba más rápido? Esos recursos
judiciales desesperados, presentados por valientes abogados, no
constituían para los jueces un “tema político”. Los millares de madres,
esposas y hermanos buscando en Tribunales a sus familiares secuestrados
en medio de la noche, no representaban para los magistrados, últimos
garantes de la constitución y los derechos individuales, indicio alguno
de que algo no estaba bien en el país.
Si los poderes políticos cuidan los intereses de las corporaciones
económicas, ¿para qué habrían de embarrarse los jueces? La política está
vedada para los señorías sólo cuando las utilidades de los más espesos
grupos económicos no sufren riesgo alguno. Pero si esa tranquilidad se
ve alterada, los magistrados se hacen cargo de la hora y alguno hasta se
sueña presidente.
El poder económico será "democrático" en tanto las instituciones
aseguren la supervivencia y reproducción de su capital. Si los avances
populares ponen en riesgo tal condición, recurren a la violencia
institucional. Fuerzan sentencias en los tribunales, fatigan la
democracia a través de estruendosos conflictos de poderes, construyen
fierros mediáticos o judiciales, como dijo Cristina que antes había
dicho Néstor. A veces, sin embargo, ni esa violencia legal, blanca, les
basta, en cuyo caso emplean la violencia lisa y llana. ¿O qué fue sino
el terrorismo de Estado, legalizado por el Poder Judicial de entonces, o
el golpe contra Yrigoyen, amparado por una acordada de la Corte
Suprema? La excusa siempre es la misma: "defender la república". Bellas
palabras aunque huecas si la república continúa atada a las
corporaciones económicas.
Como casi nada en las sociedades del conflicto, las instituciones
estatales tampoco son neutrales. Una disputa subyace bajo sus formas:
quiénes toman las decisiones, si el pueblo o el gran capital, y qué
segmento social se beneficia con ellas. El comunicado de 200 jueces,
funcionarios y académicos contradiciendo a la corporación judicial
expresa una edificante tensión a su interior. Los sectores más
retrógrados de la justicia se muestran fuertes todavía. Son lo viejo que
no termina de morir. A pesar de sus pliegues y contradicciones, la
justicia, como un todo, sólo podrá ser otra cosa cuando haya en el país
un cambio aún más profundo al que estamos protagonizando en estos años.
Ir por todo, que se dice. En eso estamos.
*Publicado en Tiempo Argentino
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