Por Arq. Roberto O. Marra*
Miren sus ojos. Más que eso,
observen su mirada... Hay una tristeza que la atraviesa, hay una alegría que la
conmueve, hay una esperanza que convence, hay una voluntad que estremece.
Tan frágil su figura, pero tan
gigante su presencia que provoca deseos incontenibles de escucharla. Quienes lo
hicieron (los que la escucharon, no los que sólo la oían), quedaron prendados
para siempre de sus palabras. Eran palabras que inexorablemente se traducían en
acción. Que incitaban a la lucha por un mundo mejor, pero que se construía a
partir de ellas y desde el mismo momento que las pronunciaba.
Gritaba sus verdades y susurraba sus
dolores, abrazando con su ternura y su franqueza los corazones de los millones
de descamisados.
Con solidaridad militante y amor
inclaudicable acompaño al Gral. Perón en el período más auténticamente
revolucionario del siglo XX. En tan corto tiempo, alcanzó una dimensión tal que
la convirtió en la máxima figura femenina de nuestra historia. Su pasión se
puso de manifiesto en cada obra que encaró desde su grandiosa Fundación,
dejando de lado los patéticos actos de caridad acostumbrados por la oligarquía
que ella tanto odiaba, convirtiendo cada acción en un punto de partida para
terminar con el dolor de la miseria y la exclusión, construyendo conciencia en
cada niño o anciano alcanzado por su protección. Conciencia de sus propias
fuerzas y del motor que hacía posible tanta felicidad: la solidaridad, el
verdadero y conmovedor amor al prójimo.
Conmueve verla en sus últimos días, cuando con apenas un susurro
continuaba su prédica incansable hacia el Pueblo que ya la tenía dentro de su
alma, iluminando con palabras sencillas el camino que trazó y nos dejó como
herencia incorruptible para que lo andemos con la seguridad de su respaldo
permanente.
En estos tiempos donde nuevamente,
como en aquellos años, los enemigos del Pueblo intentan frenar cuanto avance se
pretenda lograr en las eternas reivindicaciones sociales; abandonadas, atacadas
y destruidas por dictaduras y traidores que como las serpientes no terminan
nunca de engendrar los males que les dan poder; hay que volver a ella, a
escuchar sus palabras, a leerlas con detenimiento, a escrudiñar en sus
discursos y sus escritos las bases de nuestros objetivos y los caminos para
lograrlos.
Tenemos que mirarnos en sus ojos. No
es difícil encontrar su mirada. Está en la de cada niño infeliz, en cada mujer
u hombre sin trabajo, en cada anciano abandonado. Es la mirada de la esperanza.
La que se construye, paradójicamente, sin esperar nada. O sólo algo: la
recompensa de permitirnos soñar con el sueño que Evita supo construir.
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