La presidenta Cristina Fernández bajó finalmente todas las
cartas que tenía en la mano. No me refiero a la política chiquita de la
pelea con Mauricio Macri, el tirifilo intendente de la Ciudad de Buenos
Aires, o con Hugo Moyano, el jefe de la CGT, otrora peleador contra el
menemismo devenido en invitado estrella permanente del Grupo Clarín. La
mandataria demostró cuáles son los problemas reales del proceso
kirchnerista y cuáles son sus verdaderos riesgos y sus principales
desafíos. “Ahora viene la etapa de la inversión” anunció, para luego
agregar que “vamos a sentarnos con todas las grandes empresas, pequeñas y
medianas, para que nos muestren sus planes de inversión, para seguir
manteniendo estos subsidios, estas promociones”. Los principales
momentos de su discurso fueron los siguientes:
1) “Esta nueva etapa obliga a una gran responsabilidad, sobre todo
de la dirigencia sindical. Porque cuando se arman los barullos, donde
todos gritan para ver quién puede conseguir más; cuando se pudre todo,
los dirigentes se van, y los que quedan sin trabajo son los
trabajadores.”
2) “Les pido a todos los dirigentes sindicales y a todos los
empresarios que cada uno ponga lo que hay que poner. Venimos recuperando
el nivel adquisitivo, con el mejor salario de América Latina; y
empresas que han ganado mucho, pero necesitan que las ayudemos con la
inversión.”
3) “Es necesario articular capital y trabajo hoy más que nunca. Los
capitales y los trabajadores necesitan un mercado interno fuerte que
nos resguarde del vendaval externo… Por eso es muy importante que las
empresas inviertan, porque si el país, las finanzas públicas, hacen el
inmenso esfuerzo de este proyecto del Bicentenario, los subsidios a los
servicios que utilizan, exenciones fiscales, promociones fiscales, es
necesario que nos sentemos con las grandes empresas para ver sus planes
de inversión.”
4) “Les pido responsabilidad y sensatez a los dirigentes sindicales
que tienen la inmensa responsabilidad de representar a los
trabajadores, pero no en la paritaria, sino todo el año. Tenemos que
mantener los 365 días del año con los trabajadores en sus puestos de
trabajo. Esto no significa dejar de reclamar. ¿Quién puede pensar que
este gobierno, que ha creado 5 millones de puestos de trabajo, que ha
puesto las convenciones colectivas, que les ha aumentado a los jubilados
vaya a castigar a los trabajadores? Pero los trabajadores ganaron más
dinero, gracias al modelo macroeconómico, no es gracias a ninguno que
haya hecho una huelga más o menos.”
5) “Ante las crisis las primeras víctimas siempre han sido los
trabajadores, nunca los empresarios y mucho menos los dirigentes
sindicales. Señores empresarios y señores dirigentes sindicales, a
ponerle el hombro a un país que les ha dado mucho, y a articular
intereses.”
Hasta aquí la instantánea del jueves. Pero, obviamente, se trata de
una película. Cuando la presidenta pronunció su discurso, lo que hizo
fue abrir una reflexión sobre las experiencias del pasado reciente
argentino. Concretamente, puso sobre el tapete la forma en que se
produjo el ocaso del Pacto Social de acumulación y distribución del
peronismo clásico. Me refiero a la brutal ruptura de la puja
distributiva iniciada en el período ’46-’55 y finalizada criminalmente
por la dictadura militar de 1976-83. Concretamente, el pacto social
entre capital y trabajo que significó la experiencia peronista llevó a
una espiral inflacionaria fundamentalmente porque se produjo un cuello
de botella productivo por la falta de inversión del empresariado. La
puja distributiva se resolvía de dos maneras: o forzando una mayor
distribución con medidas de corte revolucionario a costa de la
generación de riquezas –como ocurrió en las experiencias socialistas– o
disciplinando a los sectores populares con una feroz represión, primero,
y con políticas que generaran un ejército de reserva de desocupados
que, a través del miedo, permitiera pauperizar las condiciones laborales
y sociales de los sectores populares –como ocurrió en Argentina con el
tándem Martínez de Hoz, Sourrouille, Cavallo–.
En los setenta, la situación era diferente a la actual, claro. El
posible futuro socialista alentaba la posibilidad de que la violencia
armada no fuera siempre por parte de los sectores dominantes. Un fuerte
movimiento obrero organizado se había convertido en protagonista de la
política nacional. El Estado de Bienestar prometía convertirse en el
paraíso en la Tierra. Todo eso se derrumbó con la crisis del petróleo en
1973, con la implantación de las dictaduras militares y con el “yo me
borré”, practicado por algunos dirigentes sindicales, entre ellos
Casildo Herrera.
Hoy los niveles de violencia y confrontación son menores, pero la
crisis del capitalismo es más profunda que la de los años setenta, lo
que obliga a replantear las metas macroeconómicas del Pacto Social de
Acumulación actual, que está en la misma línea que el modelo planteado
por el primer peronismo. El modelo kirchnerista ha entrado en el cuello
de botella de la puja distributiva y por lo tanto es necesario intentar
una solución diferente a las ensayadas en los setenta. Y la apuesta
elegida por la presidenta es sostener la inversión como reaseguro no
sólo de los puestos de trabajo sino también como garantía de crecimiento
y de redistribución de la riqueza en un mercado interno que permita
sostener un alto poder adquisitivo de los sectores del trabajo. Es en
este marco histórico que la presidenta le pide colaboración tanto a la
dirigencia empresarial como a la sindical. Porque el Estado –es decir,
todos los argentinos– hemos aportado mediante subsidios, asignaciones,
arancelamientos, los distintos beneficios de los que gozó
fundamentalmente el empresariado nacional. Por lo tanto es justo y
necesario que tengamos el derecho de revisar los planes de inversión que
permitan hacer efectivas las mejoras para toda la sociedad.
Respecto del pedido de responsabilidad a los dirigentes sindicales,
la presidenta es consciente de que el principal desafío de estos años
es contener la conflictividad social de la puja distributiva. El
liberalismo o la derecha lo resolvería fácil: un plan de ajuste, un
golpe desocupador que deje tambaleante a los trabajadores como en los
noventa y se acabó la fiesta. Se acabaron las huelgas de la UOM, las
comisiones internas combativas festejadas por el diario La Nación y el
city tour revolucionario de Pablo Micheli por las calles de Buenos
Aires. Pero el kirchnerismo no es eso. Es un modelo de producción,
acumulación, ahorro y distribución de la riqueza que busca corregir las
inequidades del capitalismo. Esto lo saben muchos dirigentes sindicales
que con estilo Talibán elaboran estrategia maximalistas donde ellos no
pierden políticamente, aun cuando perjudiquen a sus representados.
Porque esas organizaciones minoritarias y sin representación electoral
ganan cuando obtienen mejoras concretas para los trabajadores ante un
Estado con mirada social y ganan cuando son reprimidos porque obtienen
legitimidad de combatividad y se dan el lujo de correr
irresponsablemente por izquierda al kirchnerismo.
Un párrafo aparte merece los desplantes del moyanismo.
Desgraciadamente, hay momentos en la vida de los líderes populares en
los que las estrategias individuales terminan superando las necesidades y
los intereses del conjunto. Establecer una estrategia mediática con el
Grupo Clarín significa hacerlo con la articulación de un bloque
hegemónico integrado con aquellos sectores económicos e ideológicos que
integraron la dictadura militar y el menemismo.
Por lo demás, la grandeza de un pueblo no se mide por los laureles
conquistados sino por los sacrificios realizados para obtenerlos. Podrá
sonar como una frase rimbombante. Y tal vez lo sea. Pero tiene algo de
cierto.
*Publicado en Tiempo Argentino
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