Corría el verano de 2006. Palestinos y libaneses perecían bajo bombas israelíes, iraquíes y afganos fallecían bajo la aviación de Estados Unidos, los ataques de Al Qaeda o los enfrentamientos civiles derivados de las invasiones. Oriente Próximo y Asia Central no habían padecido un momento más convulso en muchas décadas, pero su coincidencia en el tiempo no era casual. Lo desveló la entonces secretaria de Estado, Condoleezza Rice, junto con el primer ministro israelí en julio de 2006, en una comparecencia realizada en Tel Aviv.
"Es el momento de un nuevo Oriente Próximo, y el momento de decirles a aquellos que no quieren un Oriente Próximo diferente que nosotros prevaleceremos y ellos no". Rice calificó la campaña masiva de bombardeos contra el Líbano, para indignación de los árabes, de una curiosa forma. "Lo que estamos viendo son, en cierta forma, los dolores del parto de un ‘Nuevo Oriente Próximo’, y todo lo que nosotros hacemos es asegurarnos de presionar para no volver a lo anterior".
La estrategia de aquellos años era crear inestabilidad aunque le costara la vida a miles de personas para garantizar un nuevo escenario regional afín a los intereses de Washington y Tel Aviv, que permitiera redefinir fronteras y acabar con los movimientos islamistas, antisionistas o antinorteamericanos, del mundo árabe. Potenciar estados dóciles pro-occidentales que bloqueasen y minimizasen la amenaza que representa, para EEUU e Israel, Siria, Irán y Hizbulá. Como explicaba el experto regional y colaborador del Center for Research on Globalization, Mahdi Darius Nazemroaya, "Washington y Tel Aviv presentaron públicamente el proyecto del Nuevo Oriente Próximo con la esperanza de que Líbano [la guerra de 2006] fuera el punto de inflexión para la reorganización total de Oriente Próximo y de ese modo desencadenar las fuerzas del caos constructivo. Por su parte, este caos contructivo, que genera condiciones de violencia o de guerra en toda la región, será utilizado de manera que EEUU, Gran Bretaña e Israel puedan retrazar el mapa de Oriente Próximo en función de sus necesidades y objetivos estratégicos".
Dividir Irak en cantones, alejar a Siria del Líbano, crear tensiones sectarias que mantuviesen la región inestable para debilitar así a sus grupos armados… Se trataba de promover una nueva realidad afín a sus intereses y con apariencia democrática, en el contexto de la "agenda de la libertad" que se marcó George W. Bush. Y efectivamente, un Nuevo Oriente Próximo está viendo la luz tras una dolorosa gestación, pero la criatura no tiene nada que ver con lo que sus papás esperaban hace una década, cuando la concibieron mediante caos constructivo. Más bien, los acontecimientos de los últimos años, y en especial de las últimas semanas, constatan el fracaso global de la política exterior norteamericana hacia el mundo árabe. El colofón son las revoluciones sociales en gestación que ponen en peligro la permanencia de líderes considerados estrechos aliados de Washington ensombreciendo aún más el panorama.
El dictador de Yemen, Ali Abdullah Saleh, gran aliado antiterrorista de Estados Unidos, cuyo régimen tolera que la aviación norteamericana bombardee supuestos refugios de Al Qaeda, está entrando en pánico ante la presión social que pide su cabeza en las calles, lo mismo que Hamad bin Issa al Khalifa, el monarca de Bahrein, el minúsculo emirato que alberga la V Flota de la Armada norteamericana, que ya ha optado por la represión más brutal de las protestas pensando que así aminorará la disidencia interna. La delicada salud del rey de Arabia Saudí, el wahabi Abdallah al Saud, cuya muerte es desmentida casi a diario, deja abierto el escenario de una sucesión complicada, aún más en el contexto de revueltas sociales que vive la región. La primavera árabe está cambiando el rostro de Oriente Próximo sin contar con los intereses de Occidente.
"Los acontecimientos actuales constatan el fracaso y muestran la gran desconexión de la Unión Europea y de Estados Unidos con las poblaciones árabes. Juegan el juego diplomático para garantizar la supervivencia de los regímenes sin escuchar a las poblaciones, y para los pueblos de Oriente Próximo, sus líderes terminan siendo percibidos como instrumentos de Occidente", explica el analista Alastair Crooke, director del think tank libanés Foro para la Resolución de Conflictos, en relación con la primavera árabe que parece haber sorprendido a Washington tanto como al resto del mundo pese al documento filtrado según el cual el presidente Barack Obama ordenó un estudio, el pasado mes de agosto, sobre la posibilidad de levantamientos en países árabes como Yemen, Bahrein o Egipto.
A la desconexión citada por Crooke se suman los fracasos cosechados mediante la política exterior del Gobierno Bush en la región, con su política de caos constructivo. En Irak, la invasión que iba a liberar a los iraquíes terminó sumiendo al país en una guerra civil y más tarde arrojándolo en manos de Irán, principal enemigo de Estados Unidos e Israel. Ahora, Teherán es lo suficiente fuerte en Bagdad como para decidir la formación del Gobierno. En los territorios palestinos, la paz no sólo parece más lejos que nunca, especialmente tras las revelaciones de Al Jazeera según las cuales la Autoridad Palestina de Fatah vendió Jerusalén y el regreso de los refugiados a Israel a cambio del reconocimiento del Estado palestino en una oferta rechazada por Tel Aviv. A eso se suma que el grupo islamista radical Hamas salió reforzado del público apoyo internacional al corrupto movimiento Al Fatah, tanto en las urnas como a nivel social. Tras las elecciones de 2005, en las que el Movimiento Islámico ganó con holgada mayoría, EEUU optó oficialmente por el boicot y extraoficialmente por promover una guerra civil en Gaza apoyando a las fuerzas de Fatah -de nuevo caos pretendidamente constructivo- con armas y entrenamiento, pero de nuevo le salió mal la jugada: una vez que estalló el conflicto, Hamas expulsó a los militantes de Abu Mazen de la franja.
En el Líbano, el asesinato de Rafic Hariri en 2005 fue utilizado por Washington y sus socios europeos para debilitar a Damasco, cercano a Irán y a Hizbulá y refugio de miembros de Hamas y de activistas iraquíes, exigiendo la salida de las tropas sirias del país del Cedro. Y lo consiguieron, pero cinco años después y pese a las sanciones internacionales, Siria no sólo era rehabilitado ante la comunidad internacional sin que su régimen -tan opresivo como el resto del entorno para su población- sufriese el más mínimo deterioro: ahora se revela un agente imprescindible para la formación de gobiernos libaneses, confirmando que, en el fondo, no ha perdido poder ni influencia en el país vecino.
Lo que es aún más grave: la derrota de Israel en la guerra de 2006 contra Hizbulá reforzó el poder interno del Partido de Dios -que ha doblado su arsenal, según su líder Hassan Nasrallah, y ahora tendría capacidad para atacar instalaciones estratégicas israelíes según los analistas- y también su imagen en el mundo árabe como la única formación capaz de plantar cara al enemigo sionista. El rearme de Hizbulá y su victoria sobre Tel Aviv resultó una bofetada, máxime cuando el objetivo de la guerra de 2006 era, exclusivamente, acabar con la organización islamista. El fracaso implicó un cambio de estrategia norteamericano destinado a cambiar el status quo del Partido de Dios desde el interior del Líbano, animando un enfrentamiento interno -más caos constructivo- entre la coalición de partidos que Hizbulá lidera, el 8 de Marzo, y la alianza de partidos pro-occidentales liderada por el hijo del mártir Hariri, el 14 de Marzo. El resultado: el enfrentamiento civil entre las facciones libanesas de 2008. Ganó Hizbulá.
Tras las últimas elecciones y el giro político de los drusos libaneses, desengañados por las promesas norteamericanas de apoyarles en el enfrentamiento contra la milicia chií, desatendidas cuando comenzaron los tiros como confesó su líder Walid Jumblatt, ahora los socios del Partido de Dios son una mayoría parlamentaria lo suficientemente poderosa como para derribar al Gobierno pro-occidental y formar un nuevo Ejecutivo que deja a los socios de Washington en la oposición.
"Desde 2005, se está infravalorando el nuevo balance del poder", consideraba Nicholas Noe, director del servicio de traducciones árabes Mideastwire y reputado analista local. "Se puede argumentar que, cuanto más débiles, más fuertes. En Jordania, cada vez tienen más fuerza los Hermanos Musulmanes, y en los territorios palestinos cada vez son más fuertes los radicales. En el Líbano, el nuevo Gobierno será próximo a Hizbulá. Irónicamente, estados como Irán o Siria, sometidos a más presiones que ningún otro, ahora se desvelan más sólidos que los regímenes pro-occidentales de la región", continúa Noe.
En la antigua Persia, las protestas sociales, si bien muy importantes, no terminan de poner en riesgo una teocracia que no vacila en la represión sin ceder un milímetro en las demandas populares. En Siria, la convocatoria del día de la ira del pasado día 5 no fue atendida por nadie: hay quien dice que fue organizada desde fuera del país, pero lo cierto es que dentro, la sociedad está atemorizada por un régimen basado, como en el resto de la región, en el miedo y la ausencia de libertades. "Hay que escuchar lo que dijo el presidente Bachar Asad en su última entrevista con el Wall Street Journal", argumenta Crooke. "Afirma que Siria es más estable que Egipto porque, a diferencia de Egipto, apoyado por Estados Unidos e Israel, su país no descuida el plano interno ni el plano externo pese a las sanciones a las que ha sido sometido. Su política implica dialogar y albergar a miembros de Hamas, Hizbulá, los grupos iraquíes… pero también trabajar en la economía y el empleo del país. EEUU no entiende que el cambio no tiene tanto que ver con la política como con la economía y con la dignidad, los manifestantes no tienen exigencias materiales sino mucho más profundas".
Algo que la real politik no tiene en cuenta: el sufrimiento de los ciudadanos como factor de cambio. Para Noe, la solidez del régimen de Siria o de Teherán, los más sometidos a presiones destinadas a cambiarlos por sistemas políticos pro-occidentales, "demuestran que las presiones externas no funcionan a la hora de cambiar regímenes. Ahora será mucho más difícil negociar con Irán", estima.
El presidente Barack Obama cambió la retórica belicista de su predecesor pero no aplicó grandes modificaciones a la política exterior norteamericana en Oriente Próximo. Prosigue la presión contra Siria, las amenazas contra Irán, la ausencia de diálogo contra los movimientos islamistas pese a su vasta representación parlamentaria y el consejo de expertos como el pacificador Jimmy Carter, que llama a entablar conversaciones, y continúa la protección a ultranza de Israel y sus acciones, pese a que eso conlleve la ausencia de progresos en el proceso de paz de Oriente Próximo, clave para la estabilidad de la región.
No sólo eso: un reciente informe acusaba a su Administración de haber hecho caso omiso a las repetidas llamadas de su gabinete de expertos sobre Egipto, que le advirtieron en diferentes ocasiones desde enero de 2010 sobre la necesidad de impulsar elecciones transparentes en el país de los faraones para impedir una revuelta como la que acabó con Hosni Mubarak, su principal socio regional. Su última llamada de emergencia fue en mayo pasado, cuando se le escribió a la secretaria de Estado Hillary Clinton lo siguiente: "El dilema de Washington es apoyar las aspiraciones democráticas de Egipto y de todo el mundo árabe y mantener al mismo tiempo alianzas consideradas cruciales para combatir Al Qaeda, asegurar al aliado de EEUU, Israel, aislar un Irán nuclear y salvaguardar los intereses americanos". Tampoco tuvo respuesta.
La ambigüedad del actual Gobierno norteamericano y la pesada herencia del anterior sólo complican la futura influencia de EEUU en el mundo árabe. Desde Egipto hasta Yemen o Bahrein, la postura meliflua de Washington hacia sus dictadores amigos frente al apoyo sin ambages de la protesta juvenil contra Teherán es vista por las poblaciones como una traición del adalid mundial de las libertades. Y muchos dictadores ya no confían en su antiguo socio tras ver cómo dejaba caer a tiranos amigos como el tunecino Ben Ali o el egipcio Mubarak. Otros aliados, como el druso libanés Jumblatt, se alía con el enemigo de EEUU Hizbulá y con Siria, receloso de las promesas norteamericanas. Y en medio de todo ello, la política de Bush durante sus ocho años en el poder, el legado que dejó a Washington en Irak o Afganistán y el doble rasero que aún se mantiene sólo aumentan el odio entre culturas, elevando el riesgo de atentados en todo el mundo. Salvo que las poblaciones logren, con sus revueltas, imponer cambios democráticos, el Nuevo Oriente Próximo no podría pintar peor para todos.
*Publicado en Telesurtv.net
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