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jueves, 6 de mayo de 2010

DEMOCRACIA Y VOCES DEL AYER

*Por Ricardo Forster


El recuerdo regresa con claridad, como si no hubiesen pasado casi cuatro décadas; es un mediodía lluvioso y frío de junio y el salón de actos de la escuela está surcado por un murmullo tenso que se expande hacia todos los rincones mientras los niños aprovechamos el clima que se vive, la distracción de nuestras maestras, para jugar en las filas volviéndolas formas zigzagueantes. En los rostros adultos no hay tristeza, apenas cierta confusión que en algunos se entremezcla con una sonrisa rutinaria. La palabra va creciendo de a poco pero ya se ha instalado entre nosotros, se va ubicando, sin que tengamos conciencia de ello, en nuestra cotidianeidad, se vuelve parte de nuestras biografías. Revolución.

Qué extraño que una palabra que años después alcanzará para algunos de nosotros una connotación fabulosa, santo y seña de nuestras utopías, haya recorrido, ese mediodía de 1966, el salón de actos de la escuela para dejar testimonio de un golpe de Estado, de una nueva intervención de las Fuerzas Armadas en el escenario nacional. La directora nos dirige un breve discurso del que sólo me quedan retazos, palabras dispersas que juguetean dentro mío y que no estoy muy seguro de si las escuché allí o en la panadería o tal vez en mi casa o en la de algún amigo. Entre ellas no recuerdo la palabra democracia, nadie parece haberla pronunciado con cierta amargura o señalando su pérdida. Tal vez, eso lo pienso ahora, democracia era una palabra ausente, poco importante en el vocabulario de los argentinos, apenas un término mudable que podía utilizarse de tantas maneras distintas que simplemente se esfumaba del vocabulario, pero no porque hubiera metabolizado en nuestro organismo sino porque sonaba ahuecada, carente, insulsa, como ese viejo presidente que sin pena ni gloria, según veíamos en la televisión blanco y negro, abandonaba la Casa Rosada. Nadie lloró ese día, nadie se desgarró las vestiduras, no hubo manifestaciones espontáneas de repudio, no se vertió sangre democrática, apenas si las amas de casa se apresuraron a llenar las despensas por cualquier cosa.

Esa imagen de mi infancia me dice mucho de nuestra historia y de nuestro presente. Pero no lo hace sólo desde el reconocimiento de la complicidad de una mayoría abrumadora con el golpe de Onganía, tal vez no muy diferente de aquella otra mayoría que aplaudió la llegada de Videla y los suyos diez años después. Hay algo más que no puedo achacarlo simplemente a la niñez, a esos dorados tiempos de una infancia abierta a las indagaciones de la vida y a la libertad de un ludismo sin fronteras. Tiene que ver con mi argentinidad, con lo que para mí ha significado y sigue significando ser argentino, haber nacido en estas costas que dejaron su tremenda impronta en mi ánimo.

En ese gesto del ama de casa preocupada por completar su despensa ante las eventualidades que pudieran surgir de la “Revolución” percibo un rasgo de carácter, un modo de ser de las clases medias, o al menos de una porción importante y significativa de ellas (también, y esto hay que señalarlo, de esos mismos estratos saldrían, desde los albores de nuestra vida nacional, muchos de aquellos que darían sus vidas por un país más justo). Hay en él toda una visión del mundo, se cuela entre sus pliegues una tendencia constante hacia una prescindencia de lo político cuando la instancia democrática señala su propia decadencia, su supuesta incapacidad para garantizarle que la normalidad de sus días no se verán alterados. A lo largo del siglo veinte ha sido una constante de los sectores medios columpiarse entre las alternativas democráticas y las clausuras militares, como si ese juego fuese parte inescindible de su existencia histórica. Sus reacciones antidemocráticas han tenido diversas razones, no fue la misma la que la enfrentó a la decrepitud yrigoyenista que la que la llevó a vitorear fervorosamente la llegada de la Revolución libertadora-fusiladora, del mismo modo que no es homologable su prescindencia ante la caída de Frondizi o su negligencia ante la de Illia, que su franco apoyo al golpe de Videla. Lo común es su renegación de la democracia, esa actitud que la muestra en ciclos que, cuando se cierran, hacen regresar sus profundas tendencias autoritarias, su necesidad imperiosa de orden y seguridad.

Y sin embargo, la experiencia argentina no puede ser reducida a la reiteración de los golpes militares y a esa suerte de complicidad de algunos actores sociales y políticos que no han dudado en dirigir sus pasos hacia los cuarteles cuando la fragilidad democrática así lo planteó. Hubo, y hay, otras Argentinas dentro de esta geografía en la que la búsqueda de la equidad, la ampliación de la participación política, la proliferación de proyectos de integración social junto a una democratización de la educación y la salud, constituyeron parte, imprescindible e inolvidable, de nuestra historia. Esas zonas en las que el discurso de la política no pudo desprenderse de la memoria de la equidad representan una herencia extraordinariamente rica en un presente en el que la desigualdad sigue expandiéndose y los discursos neoliberales persisten en el imaginario de amplios sectores sociales. Dentro de nuestra historia hubo otras voces, otros registros y otras experiencias que no deben caer en el agujero negro del olvido.

Así como quedan restos de esa memoria de la equidad también es posible salir al rescate de esos otros ámbitos de la vida que pocas veces entran en los análisis políticos o en los intentos de pensar el destino de una sociedad. Que ciertas formas del mal absoluto habitaron la historia nacional es algo demasiado evidente como para eludirlo, que una tendencia a la ruindad y la complicidad de amplios sectores privilegiados hicieron posible nuestras circunstancias más oscuras también es algo insoslayable. Que ciertas porciones de nuestras clases medias acompañaron pasivamente esos experimentos del horror dictatorial y que una parte de la clase política se convirtió en una corporación atenta con exclusividad a garantizar sus propios intereses también es cierto. Pero, y a eso apunta mi reflexión, hubo y hay otras realidades dentro de esa realidad, otras conductas más allá o en los pliegues de esas bajezas morales. La Argentina no pudo, a lo largo de esa equívoca travesía, olvidarse de sí misma arrojando al tacho de los desperdicios aquellos momentos salvadores, aquellos gestos a través de los cuales se intentó construir otra realidad. La Argentina es sus fracasos (aunque también es necesario hacer la historia de sus momentos ejemplares y de sus gestas populares), pero no debemos olvidar que si hablamos de fracasos es porque existieron proyectos que intentaron diseñar otro país, que jugaron sus cartas y perdieron pero que se atrevieron a jugar las cartas y lo siguen haciendo. Debemos saltar por encima de ese determinismo que nos asfixia sin perder de vista la dialéctica, muy argentina, entre catástrofe y esperanza, entre sueño utópico y realismo destructivo. En nuestra experiencia de los extremos, como diría Walter Benjamin, se encuentra el secreto de nuestra “verdad”, la iluminación de las oscuridades de un itinerario histórico extraordinariamente complejo y laberíntico. Leer los extremos, comprender esos permanentes deslizamientos hacia los contrarios, significa penetrar en los rasgos de esas tremendas oscilaciones que han marcado el ánimo argentino. Tal vez allí radique nuestra imposibilidad de permanecer impasibles ante el escándalo de la pobreza y la persistencia de la desigualdad; quizás ese sea uno de los motivos de lo específico de una historia atípica en la que el pasado sigue reclamándole al presente, imposibilitando que la lógica del olvido contribuya al definitivo despliegue de aquellas políticas dispuestas a inventar otra sociedad sustentada en el borramiento de lo mejor de nosotros mismos. Como si el recuerdo, persistente, de otro tiempo argentino –interrumpido violentamente por los poderosos de siempre– en el que la equidad y la distribución de la riqueza constituyeron experiencias materiales del pueblo, siguiera haciendo lo suyo y alimentando el caudaloso río de las demandas de igualdad y justicia social que no han dejado de habitarnos.

La Argentina fue y es para mí mucho más que un relato oficial, constituye la amalgama de esa patria construida en la niñez, esos sueños adolescentes que confluyeron en los apasionados setenta como utopía revolucionaria, las interminables caminatas por las calles de Buenos Aires en las que se fueron tejiendo las redes de la amistad y el amor, los naranjos de La Lucila, la añoranza dolorosa del exilio, el recuerdo de los muertos, la felicidad inconmensurable de la democracia recuperada, un gol de River, La muerte y la brújula de Borges, algunas páginas de Cortazar, Allá lejos y hace tiempo de Hudson, tardes de invierno y nieve leyendo solitario en la biblioteca de la universidad de Temple La evolución de las ideas políticas argentinas de José Ingenieros, mis años universitarios, las polémicas político-filosóficas, mi casa de Coghlan, las sierras cordobesas, los crepúsculos de verano desde una terraza, los viajes en tren, las vacaciones misioneras, el 25 de mayo de 1973, la noche del 30 de marzo de 1976 en la que abandoné el país, mi regreso, mis hijos, leer La montaña mágica mientras voy en tren hacia el mundo obrero de José León Suárez, la entrañable e intransferible felicidad del arraigo. Todo esto, y muchas otras cosas, son mi argentinidad, desde ellas también tengo que intentar pensar nuestra compleja travesía desde los albores de mayo de 1810. Los insondables vericuetos de una actualidad compuesta de escepticismo y de esperanza.

En tiempos de incertidumbre busco refugio en esas otras experiencias, trato de contemplar la actualidad sin olvidar lo que guarda entre sus pliegues, sabiendo que la densidad del puro presente suele ocultar lo esencial. La Argentina, para mí, es más que sus monstruos, las escrituras de su historia no se han cerrado ni todas confluyen en un presente leído como aciago y anunciado, por los heraldos del apocalípsis, como la antesala de la catástrofe. Me sostengo en la tensión, quiero permanecer en ella pese a las dificultades que eso entraña, sabiendo que es más fácil deslizarme hacia uno de los lados. Se trata de la petición benjaminiana de pasarle a la historia el cepillo a contrapelo, es decir, de leer sus claroscuros, de rescatar sus olvidos, de pensar sus diversidades, de correrse del relato hegemónico dejando que las otras voces sean escuchadas. Voces de mi infancia, voces derrotadas, voces soñadoras, voces del pasado, voces imaginarias, voces de la infamia, voces de la tierra, voces de la resistencia, voces del mañana.

*Publicado en ElArgentino.com - 07/05/2010

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