Por
Roberto MarraImagen de Solidaria.Info
El lingüista y analista social Noam Chomsky, define a la hipocresía como “la negativa a aplicar en nosotros mismos los valores que aplicamos en otros". Resulta así uno de los males más importantes de nuestra sociedad, a través del cual se promueven injusticias como la guerra y las desigualdades sociales en un marco de autoengaño, pretendiendo que la hipocresía es una parte necesaria o beneficiosa de la conducta humana y de la sociedad en general.
No debe extrañar, entonces, la tan amplia difusión de este tipo de actitudes, sobre todo entre quienes se erigen en líderes de opinión, o forman parte de estructuras gubernamentales, o pretenden ser influyentes intelectuales a los que la sociedad tome como ejemplos. Esta perniciosa manifestación de la simulación de ser quien no se es o el disimulo de lo que se intenta ocultar de sí mismo, se ha propagado como epidemia en las sociedades actuales, generando individuos que actúan personajes que resultan ser copias de esos miserables “ídolos de barro” que se promueven como ejemplos a seguir, para lograr una vana inserción en los supuestos círculos donde nacen tales manifestaciones de desprecio por la verdad.
Está claro que una sociedad atravesada por la hipocresía, no puede sino terminando por aceptar ese comportamiento como “lo normal”, estableciéndose una especie de convivencia inmoral con semejante destrato de la verdad como paradigma básico de la convivencia social. La simulación termina siendo una virtud, el fariseismo una condición benéfica y la falsía una muestra de astucia. Lo cual lleva al olvido de las certezas derivadas de la observación de la realidad, para terminar construyendo un fantasioso mundo de felicidades inexistentes e individuos poco proclives a aceptar otra cosa que no sean las ensoñaciones vendidas desde la inacabable “tienda” de las hipocresías.
El Planeta se comunica con hipocresías, los gobernantes exageran falsos gestos de beneplácitos frente a sus pares, la diplomacia abunda en maniobras falsificadoras de los auténticos sentimientos que sostienen a sus actores. Se ve con “malos ojos” a los líderes que “se atreven” a manifestar sus pensamientos sin cortapisas ni eludiendo sus ideologías. Se defenestran a quienes así lo hacen, con estigmatizaciones creadas por los que manejan esas teatralizaciones de la realidad como método “universal”.
Los medios de comunicación masivos hegemónicos son la muestra más obscena de semejantes acciones de fingimiento. Todo en ellos es rebuscadamente falso, sostenidamente alejado de la verdad, profusamente adornado con la parafernalia de la simulación permanente y el agobio de la repetición infinita de consignas vacías de autenticidad. La metodología utilizada forma parte de los planes de dominación sobre nuestras naciones, a través de la conformación de una cultura que impida sostener y desarrollar la propia, anulando los genes mismos de nuestra singularidad.
Cuando un gobernante habla sin hipocresía, cunde el pánico entre los poderosos, se alertan los enemigos del Pueblo, se enajenan los comunicadores. Allí es cuando sus falsedades se ponen al descubierto, a través de las palabras sinceras de quien se erige en representante veraz de los intereses de sus gobernados. Si se manifiestan sin tapujos las realidades, si se nombran a los causantes de los males y los enemigos de la honestidad, sin otro tamiz que la defensa de los derechos más elementales de todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas, aparecerán las tempestades de odio y las peores diatribas tratando de acabar con semejante “atrevimiento”.
Los y las líderes populares de Nuestra América son una muestra acabada de esta manera de actuar con transparencia verbal y honestidad intelectual. Son también (y han sido en el pasado) los receptores de las más horrendas manifestaciones de desprecio y burla por parte de los fabricantes de noticias que no son. Con el estigmatizante título de “populistas”, comienzan sus retahilas de frases que instalan como irrefutables, haciendo añicos la verdad, empujando a esas espantosas masas de enajenados y odiadores seriales a las calles, a manifestar sus hipocresías con la vehemencia de los idiotas que desean acabar con la autenticidad.
Ahora, más que nunca, la hipocresía debe ser desterrada de nuestras relaciones sociales y políticas. Los dobles discursos tienen que dejar de formar parte de nuestros representantes populares. La sinceridad debe instalarse entre gobernantes y gobernados, la honestidad debe recobrar el “cartel” perdido entre el “bosque” de subterfugios que anulan los razonamientos veraces. Plantarse ante los poderosos con la verdad popular atravesando cada palabra, es mucho más que un simple discurso de ocasión. Es la revolucionaria manera de hacer política de verdad, con la verdad. Y es el modo de reconstruir una sociedad amansada a golpes y empujones hacia el abismo de la hipocresía, donde sólo se enrraiza el atraso y la decepción, para culminar en el anunciado final de una Nación sin Patria.
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