Lo que establece un privilegio es una ventaja relativa frente al resto de la sociedad donde se inserta el individuo o sector privilegiado. Esa prerrogativa, en la mayoría de los casos, resulta moralmente antagónica con lo establecido por el sistema de conceptos que rigen a la sociedad donde se otorgan tales “gracias” especiales, opuestas a las leyes que ella misma se ha impuesto como modo de sostenimiento de un equilibrio virtuoso entre sus integrantes.
Beneficios especiales, tales como los dirigidos a generar formas de protección para los grupos etarios más proclives a sufrir consecuecias dañosas en su salud física y espiritual, como los niños y los ancianos, resultan tan lógicos que nadie pondría en duda su necesidad, salvo quienes gozan (injustamente) de los nefastos privilegios derivados del poderío económico.
Pero no son aquellos privilegios los que prevalecen en el imaginario colectivo. Son otros los que se han determinado como los más perniciosos para la sociedad, impulsado por la construcción de “sentidos comunes” creados y difundidos, precisamente, por los auténticos privilegiados. Invariablemente, los dardos de la comunicación enajenada que distribuye criterios en las malformadas mentalidades masivas, son dirigidos a los integrantes de eso que se da en llamar “clase política”, forma falaz de denominar a las personas que se constituyen en creadores, dirigentes o conductores de ideas que se contraponen a los intereses de (oh, casualidad) los privilegiados.
“Los políticos” son el objeto de todos los desvelos del Poder Real. Salvo cuando sirven para sostener sus ventajes sociales, el resto del tiempo y la totalidad de los esfuerzos están dirigidos a demostrar la inutilidad de sus presencias en el entramado social. La corrupción, ese “caballito de batalla” permanente que utilizan para denostar a los gobiernos populares, es la herramienta predilecta para socavar las relaciones entre el gobierno y el Pueblo. Olvidan siempre mencionar a los corruptores, en caso que el hecho en cuestión sea verídico. Y no lo pueden decir, porque son ellos mismos quienes se valen de las peores trampas e ilegalidades directas para dar rienda suelta a su acumulación infinita de dinero y poder.
Cuando la acción de algún específico funcionario gubernamental, deriva en un privilegio para él u otras personas relacionadas, la desaforada reacción de los poderosos no se hará esperar, espetando sus impostados enojos ante la “prensa independiente”, ruborizados de ira ante la afrenta ética que catalogarán, indefectiblemente, como parte de un sistema propio del gobierno en cuestión y de la ideología de base que lo sustenta.
La inocencia, en política, es un imposible. Los valores éticos, en las clases dominantes, más todavía. Creer en la posibilidad de la “pureza” en los complejos armados destinados a conquistar el poder político, es una ilusión infantil. Y pensar que las palabras emitidas por los comunicadores periodísticos forman parte de un relato basado en principios morales, resulta poco menos que ridículo. Nada le importa a los poderosos, de la “moral” y la “decencia”, esas palabras que llevan pegadas a sus labios prestas para lanzarlas como balas contra quienes se atreven a cuestionar sus “merecidos” privilegios.
En ese “tire y afloje” entre el Poder y los gobiernos de orígen popular, no se puede soslayar la capacidad de daño que poseen algunos “caballos de troya” introducidos en el complejo sistema de gobernanza. No se les puede otorgar ninguna ventaja (“ni un tantico así”, diría el Che), a los detentadores de todas las prerrogativas y sus mandaderos Y si la soñada “pureza” no es posible, al menos si debe serlo el criterio de permanente vigilancia de todos y cada uno de quienes ejercen funciones en un gobierno votado para modificar los más dolientes paradigmas que el neoliberalismo ha impuesto como dogma, de apariencia inalterable, en la población.
Las miles de elucubraciones promovidas después de los hechos transgresores de la confianza pública sirven, generalmente, para profundizar la herida provocada por aquellos que cometieron el acto desleal con el Pueblo. Frente a la reacción que pueda minar la relación entre la sociedad y un gobierno que la represente con lealtad, por la infidelidad de algunos de sus miembros a los principios que impulsaron el apoyo popular inicial, sólo cabe volver a refugiarse en las bases programáticas, jugar la carta de la verdad y la transparencia, elaborar mejores procedimientos administrativos y avizorar las posibles defecciones a tiempo. Porque en casos como esos, no se juega sólo un gobierno. Se juega todo un Pueblo y su historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario