Por Roberto Marra
En la política argentina, el tema de “la unidad” es recurrente. De hecho, el mayor movimiento político-social nacional, el peronismo, nace como un proceso de unidad entre distintos movimientos, partidos y sindicatos. La historia transcurrida a partir de allí, fue siempre atravesada por conformaciones de “frentes” liderados por el peronismo, donde otras fuerzas políticas de extracciones ideológicas diversas, aunque de objetivos similares, se sumaban para conformar una estructura electoral y gubernamental más fuerte. La voluntad y necesidad de generar políticas públicas que se enfrentaban a las del Poder Real, hacía imprescindible tratar de sumar la mayor cantidad de apoyos posibles para evitar el fracaso del camino emprendido.
Sin embargo, algunas veces tales “unidades” resultaron más un “amontonamiento” de figuras o líderes de esas distintas partes que intentaban generar la llegada al poder político. Al margen de las buenas o malas intenciones de cada uno de esos actores, la cuestión es que los resultados no terminaban siendo los propuestos, fruto del desvío de los objetivos por enfrentamientos internos, provocando el desaliento de la población esperanzada en desarrollos económicos y sociales que nunca se cumplían.
La experiencia, dicen, es la mejor maestra. La suma de frustraciones, se supone, debiera elevar la conciencia acerca de necesidades no tenidas en cuenta en su momento para concordar entre distintos, respetando de verdad los valores intrínsecos de la diversidad de movimientos y agrupaciones que alientan la unidad, por provenir todos de voluntades militantes con metas iguales y sentimientos de arraigo similares en eso que se suele denominar como “proyecto nacional y popular”.
Esos “frentes” son, mayoritariamente, concordados entre los líderes de las agrupaciones. No suele ser “desde abajo” que se configuran esas unidades, aún cuando sí sea desde allí que se las reclama. Pero son los dirigentes quienes terminan decidiendo cómo hacerlo, quienes las integren, cuando se materializan y cúales serán los objetivos planteados ante la ciudadanía. Entran a tallar allí las capacidades individuales, los objetivos personales, las voluntades reales o las escondidas en los egoísmos de cada uno, haciendo del propósito primigenio un complejo entramado de intereses sumados, al que alguien debe conducir. Y la elección de ese “alguien” es factor de otras tantas elucubraciones y discusiones que pueden generar otra andanada de recelos para alcanzar la tan meneada “unidad”, salvo que exista un (o una) líder cuya manifiesta superioridad haga imposible cualquier discusión sobre el tema.
Asumidos los gobiernos, comienzan otras complejidades, derivadas de la falta de arraigo en los conceptos que sobrevienen a los procesos de unidad, que demandan la estricta conjunción de las propuestas con los haceres. Por allí se asomarán las miserias de los funcionarios con ínfulas de “grandes dirigentes”, intentando desde sus lugares de pequeñísimo poder, minar los liderazgos de quienes no les son útiles para sus objetivos mezquinos. Sus relaciones con algunos mienbros del Poder Real (o cosas peores) les permite contar con la fuerza necesaria para avasallar los objetivos que dijeron asumir antes de alcanzar sus cargos.
Sostener la unidad en esas circunstancias, es tarea ciclópea. Pretender amalgamar semejantes traidores a la voluntad popular, con quienes sí intentan cumplir las promesas asumidas, es una misión predestinada al fracaso y base para la malversación del programa que le diera orígen. Ahí es cuando la capacidad y la voluntad de quien conduce se debe manifestar con la fuerza y la coherencia que demandan las metas. Actuar en consecuencia, solicita del (o la) líder la valentía de asumir que está representando a un Pueblo esperanzado y escuchar a la militancia organizada, prestar oídos a los muchos saberes derivados de las experiencias auténticas de sus integrantes, dejando de lado las recomendaciones de quienes ofician de “tapones” para el ascenso de los más capaces a las complejas funciones que deben cubrirse en un gobierno. Y demanda, del propio Pueblo, el imprescindible protagonismo que respalde los buenos pasos y eleve su voz para reclamar por los errores o los desvíos, una movilización popular que sea la base elemental que se constituya en la salvaguarda del proceso político en cuestión.
Corregirse y superarse, son valores políticos que pueden salvar a un gobierno. Aplicar la razón con el corazón inmerso en las ideas que consumaron esa unidad que posibilitara su llegada a ese nivel de representatividad, debe convertir al encargado de ejecutarlas en un defensor a ultranza de las finalidades que lograron la conjunción de tantas voluntades. No hay lugar para falsificadores ni prebendarios en estas lides políticas, si se pretende concretar aunque sea uno solo de los objetivos. Sobran lugares sí, para los que nunca aflojaron, para los que todo lo dan sin pedir nada a cambio, para quienes sostienen y sostendrán cada paso hacia una utopía que estamos obligados a comenzar a hacer realidad ya mismo, y con auténtica unidad.
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