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Por
Roberto Marra
Siempre
que se habla de “el Estado”, se lo imagina mayoritariamente como
un ente constituído para extraerles beneficios a los ciudadanos, con
el único aparente fin de apoderarse del “esfuerzo individual” de
los sacrificados habitantes de un municipio, una provincia o la
Nación. El Poder, con su sabiduría perversa, fue instalando esa
idea denigratoria de la función real del Estado, anulando cualquier
perspectiva de entender lo evidente de contar con una herramienta de
tal magnitud, ordenadora de la sociedad y su desarrollo.
Aún
con ese riesgo, estar al frente de las decisiones de un Estado
permite contar con una ventaja relativa importante frente al Poder
Real, a pesar de nunca alcanzar las dimensiones ni la influencia de
quienes manejan, casi a voluntad, los destinos económicos del
Planeta. Alcanzar el gobierno de un Estado significa obtener espacios
decisorios para determinar las orientaciones que el desarrollo de la
sociedad que lo integra, demanda. A veces, incluso, a pesar de las
oposiciones de los propios beneficiarios de tales procesos,
absorbidos por la mediática que pervierte hasta los ideales que
otrora hubieran poseído.
Instalado
un gobierno de orientación popular (vulgarmente denostado con la
palabra “populista”), que hubiera alcanzado democráticamente su
condición de conductor de semejante estructura con el beneplácito
mayoritario, se presentarán ante él disyuntivas permanentes frente
a los planteos de quienes manejan a su antojo la economía, por
imperio de la “ley del más fuerte”. La palabra “ajuste”
rondará siempre por los despachos de quienes deciden en lo económico
y financiero; la “flexibilización” será otro de los términos
más nombrados por la jauría mediática al servicio de los
poderosos.
Por
supuesto, ocupar espacios estatales, no significa dominar toda su
estructura. La complejidad y dimensión que lo conforma, hacen
improbable el dominio absoluto de todas sus instituciones, comenzando
por los tres poderes que habitualmente lo integran. El Poder lo sabe,
por lo cual involucra en esas estructuras, donde mayor influencia o
desgaste puede ejercer, a sus representantes más conspicuos. Con el
tiempo, va conformándose una “casta” de defensores de sus
intereses, que se atornillan a sus puestos para entornar al gobierno
de turno y cerrar las puertas de los cambios que pudieran plantearse
para una más justa y digna vida de los ciudadanos todos.
El
Poder Judicial resulta ser el engranaje principal de esa maquinaria
oscura y retardataria, donde, por imperio de una Constitución hecha
a la medida de los interesados en que nunca nada cambie, se estrellan
todas las medidas que pudieran querer tomarse para dar vuelta la
página de la injusticia social que nos agobia. Jueces y fiscales
resultan ser, con las respetables excepciones, quienes terminan
decidiendo lo que el Pueblo, a través de sus representantes
elegidos, no logra imponer.
La
comunicación de los hechos, tarea fundamental que debiera permitir
conocer la realidad por todos los ciudadanos, se ha convertido en una
herramienta al servicio de la mentira programada para sostener las
arbitrarias decisiones de los poderosos que manejan sus editoriales.
Llegan a los oídos y los ojos de las mayorías con sus falsedades a
cuestas, prestos a colaborar con la destrucción de la idea noble del
Estado como baluarte de la defensa de los intereses de toda la
sociedad. Contribuyen decisivamente en la tarea de la denostación de
los y las líderes que pudieran significarles peligro para la
continuidad de sus dominios, que pretenden eternos. Cierran los
espacios a las palabras de otros actores políticos, o solo la
entreabren para mostrar caricaturas de ellos, promover las burlas a
sus dichos y defenestrar sus honestidades manchadas de exprofeso con
sus monsergas fabricantes de odios y desprecios, inconcebibles desde
la sensatez.
Toda
esta acción depredatoria del concepto mismo del Estado, hace
imprescindible encarar su manejo desde otra perspectiva, una que le
dé un giro real al poderío de los poderosos. Se torna inconcebible
la pretensión de generar derechos y sostener un camino de
re-distribución de las riquezas generadas por todo el Pueblo, sin
acabar con semejante estructura para-estatal. Se necesita engendrar
un nuevo modo de conducción de este fundamental instituto, que se
introduzca en sus entrañas, que lo desmenuze y lo reconvierta, que
lo des-estructure y lo re-estructure, que lo haga parte de los
intereses populares antes que de los que todo lo dominan por la
fuerza de sus fortunas mal habidas. Una tarea que no puede quedar
solo en manos de una o varias personas, por mejores que fueran sus
intenciones, sin el respaldo y el protagonismo de las mayorías
populares que, de verdad, deseen modificar al Estado para colocarlo
al frente de la construcción de una nueva Nación.
Una
labor semejante, de dimensiones tan abarcativas y complejas por la
diversidad de sus cometidos y participantes, necesitará de un
sistema mediático que le provea al Pueblo de la otra herramienta
básica para modificar la realidad, que es conocerla en profundidad.
Ha llegado la hora de hacer justicia con la verdad, aún cuando ésta
sea tan relativa como la diversidad de los integrantes de la
sociedad. Diversidad que es negada por los actuales prestidigitadores
de esa realidad, convertida en papilla contaminada para envenenar las
neuronas de los desprevenidos. Y también de los prevenidos.
Es
tiempo de ejercer el derecho a la información desde el propio
Estado, sin miedo a la ristra de ataques mafiosos de los oligopolios
mediáticos y sus insultos cotidianos a la razón. Una nueva etapa
comunicacional deberá ser encarada, si de verdad se pretende lograr
la obtención de la eternamente postergada justicia social. La
soberanía mediática también es posible, si se deja de proveerles a
los enemigos de la Nación y de su Pueblo, de las herramientas
financieras que asistan a sus degradaciones morales, destinando tales
sumas onerosas para el fisco (que, desvergonzadamente, ellos atacan
con tanto denuedo), a la creación de una estructura poderosa de
comunicación, donde la diversidad de criterios se pueda expresar sin
escuchar los ridículos reclamos de “libertad de expresión” que
ejercen, sin pudor ni restricción verbal alguna, los mandamases de
nuestras desgracias.
Ahora
mismo es el tiempo de los pueblos, de sacudirse la modorra de la
simple espera y tomar las riendas de la construcción de su destino,
desatarse de las cadenas de los acumuladores de oropeles y muerte,
para mutar la concepción del viejo Estado y convertirlo en la llave
de la puerta a un futuro que soñamos tanto tiempo, sin animarnos
nunca a construirlo del todo.
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