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lunes, 27 de enero de 2020

LA CLASE MALDITA

Imagen de "Fotoshumor.com"
Por Roberto Marra
La existencia de las clases sociales no es solo una cuestión definida por filósofos o sociólogos. Es una realidad que se visualiza y se vive cada día, en cada conflicto que involucre a personas de distintas capacidades económicas, en cada muestra del lenguaje, de la vestimenta, de los modos de comunicación de unos u otros, en los actos que cada quien genera como identificación de su respectiva impronta cultural. A partir de allí, los enfrentamientos son inevitables, por la disputa de espacios y valores que terminan manifestándose de diversas formas, algunas de ellas, violentamente.
Sin embargo, el poder, esa clara señal de mayor capacidad de dominio de quienes lo detentan, marca con claridad quienes son los “ganadores” en esta demostración del carácter perverso del sistema social predominante en el Planeta. La capacidad económica es la que determina ese resultado social, colocando a un grupo por sobre el otro, haciendo añicos la idea misma de sociedad humana, convirtiendo en inimaginable la convivencia y, menos aún, la posibilidad de superación de semejante estado de cosas.
La fuerza es la medida de ese poder de dominación. Esto es tanto entre las personas, entre los grupos, como entre naciones, donde se repiten semejantes diferencias clasistas hasta el paroxismo de que un país se arroga derechos sobre otros solo por sus capacidades económicas, financieras o militares.
No es de extrañar las aberraciones a las que asistimos cada día, donde miles de seres humanos son arrojados a la muerte escapando de las furias imperiales, o empujados por las miserias a las que son sometidos por la aplicación de recetas donde el hambre es una herramienta y el goce del “ganador” solo se puede soportar por la también repugnante proliferación de odios clasistas, divulgados por la otra imprescindible pata de ese sistema de exterminio masivo: los medios de comunicación.
Matar personas, como matar sociedades, no encuentran otro límite que las necesidades de quienes poseen el Poder. La destrucción del ambiente, como parte de semejante irracionalidad asentada en la ambición ilimitada de unos pocos dueños de casi todo, no es más que una de tantas formas de aplastar a los que pertenecen a las clases sociales de “menor rango”, sin importar la sobrevivencia de la misma especie humana con tal de mantener sus imbéciles privilegios.
Tanto poder tienen, que hasta se dan el lujo de tener como aliados a parte sus propios sojuzgados, convenciéndolos de hacer sus deberes de sometidos para que, tal vez, en algún tiempo no especificado, logren acceder a los beneficios ostentados por sus amos ideológicos y económicos. Tanto arbitrio poseen sobre las otras clases que, siendo absolutamente minoritarios en número, logran atemorizar a millones de sometidos, aplastar rebeliones y generar el suficiente miedo colectivo como para evitarlas. Así, los pauperizados por sus devaneos financieros y sus recetas perimidas, suelen ser sus votantes en las amañadas elecciones que “otorgan” cada tanto, dentro de cánones impuestos por constituciones armadas para su eternización en los gobiernos.
De esas clases del Poder concentrado y sus adláteres del mediopelo sumiso, surgen esas bestiales condiciones que después suelen asombrar (falsamente) a quienes parecen no ver la realidad que permanece allí desde hace demasiado tiempo. De esos sectores de las peores calañas antisociales, imbuídos de las más rastreras de las incapacidades de comprensión del mundo que los rodea, surgen quienes se acostumbran desde chicos a manifestar sus desprecios de clase, como herencia maldita de sus antecesores, tan viles y despreciables como ellos mismos, tan oscuros y perversos como cada uno de los integrantes de esos grupos de poder que dominan cada milímetro de nuestras sobrevidas miserables, para el goce y la elevación de sus obscenidades infinitas.
No hay posibilidad de sorpresa alguna. No pueden atribuirse sus actos a circunstancias o motivos ajenos a sus intrínsecas incapacidades reflexivas. No hay causa que pueda jusificar sus aberraciones gozosas, sus malversaciones de la justicia por imperio de sus capacidades económicas. Sus golpes y sus patadas son nada más que una de sus formas de mostrarnos quienes mandan, a quienes debemos someternos, ante quienes rendirnos y para quienes pasar por esta vida degradada, hasta el punto de no valer más que por la voluntad o nó de los integrantes de esa putrefacta clase social dominante.
Es falso que no se pueda modificar semejante engendro de la historia social. Es solo un relato preparado para sostenerse en el tiempo, creado por los antepasados de estos mismos energúmenos, como método de disciplinamiento hacia sus dominados. Los poderosos están sostenidos por una base de enormes dimensiones cuantitativas, las que necesitan solo despertar del aturdimiento impuesto por el temor a perder lo que nunca tendrán. El miedo deberá ser arrasado por la fuerza del conocimiento de la verdad que explota en cada muerte cotidiana, provocada por los violentos hacedores de todas nuestras desgracias.
La justicia social, atada al carro de los vencedores y sometida a sus conveniencias, deberá ser rescatada y transformada por las víctimas del saqueo material y del odio contumaz de los autores de tantos crímenes permanentes, hasta lograr que hunda para siempre en la derrota a todos los despreciables miembros de esa clase creída de blasones autoimpuestos y noblezas indignas. Esa será la “patada” mortal a sus poderes cobardes, el final insoslayable de sus odiosos dominios y la auténtica venganza de los que cayeron bajos sus aberrantes garras genocidas.

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