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Por
Roberto Marra
Los
humanos tienen una mala costumbre: morirse. Pero tienen otras
anteriores, como la de vivir dentro de un sistema capitalista que le
ha impuesto algo más que impuestos. La estructura social que este
modo de desarrollo insustentable y nocivo genera en su devenir,
transforma a los seres humanos en una mercancia más, en simples
marionetas destinadas al consumo de sus propias vidas por apetencias
de lo innecesario convertido en imprescindible.
Pero
las personas cumplen sus ciclos naturales, aun en este salvaje
capitalismo financiero que soportamos. La gente se suele morir, mal
que nos pese. Y también alli asoma la perversión del sistema en
cuestión, mercantilizando lo inevitable, mostrando el paroxismo al
que nos arrastra con sus especulaciones permanentes, sus ofertas de
lo intrascendente y su negación a los derechos más elementales.
Por
ese carril de la ruindad y la inmoralidad, transitan los derechos
negados, se inmolan las necesidades obvias, se aplastan hasta los
sentimientos más dolorosos, haciendo añicos la humanidad y
retorciendo el sentido mismo de la dignidad de ser humanos. Aparecen
allí los peores signos de este decadente sistema, imposibilitando
hasta el último momento de la existencia de las personas y, peor
todavía, más allá de la vida.
Morirse
cuesta mucho, casi tanto como vivirse. Los ataúdes son también
objeto de la especulación del “mercado”, forman parte de la
crueldad metodológica que conlleva la íntima estructura de las
normas que nos rigen para beneplácito de tan pocos. El negocio de la
muerte implica a muchos actores que sobreviven gracias a él, aunque
cada vez más concentrado y, paradójicamente, más alejado de los
muertos. Si es que éstos son pobres, por supuesto.
El
clasismo y el desprecio por las personas que no pertenecen al
“privilegiado” círculo de quienes alcanzan a cubrir las
necesidades básicas y de otros pocos que, peor aun, lo sobrepasan
con demasiada holgura, se presenta tajante y odioso en la calidad de
los servicios fúnebres, en la impiadosa denigración de los difuntos
sin medios económicos para solventar las astronómicas cifras que
se imponen ante lo inevitable.
Hasta
esos extremos se atreven a cruzar. Esos parámetros repugnantes son
utilizados para evaluar derechos que son confiscados en nombre del
valor material de las mortajas y los cajones, de los candelabros y
las flores, de las tumbas donde ya nada nos diferencia, ni siquiera
el oro que se pueda dejar como muestra de poderes tan efímeros como
intrascendentes. Y sin embargo, se naturalizan semejantes
despropósitos, se obliga a “ahorrar” durante toda la vida en
planes de entierros supuestamente suntuosos, para poder parecerse a
quienes todo lo tienen en base a la exclusión de los que van a parar
a las fosas sin un mínimo de dignidad final.
No
parece tener límites el sistema. No hay nada que no toque con su
varita contaminante y perversa. Ni siquiera el último suspiro queda
al márgen de sus “atribuciones” sobre quienes lo alimentan de la
fuerza de trabajo para la obtención de poderes, pretendidamente
infinitos, de esos escasos propietarios de casi todas las riquezas
generadas. Y, tal como lo dice la poesía del enorme Alfredo
Zitarrosa, “ustéd se puede morir, eso es cuestión de salud,
pero no quiera saber, lo que le cuesta un ataud”.
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