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Por
Roberto Marra
La
palabra “albedrío” tiene su raíz en el vocablo latino
“arbiter”, que significa “juez”. Forma parte de una expresión
(“libre albedrío”) a la que se acude siempre que se desea
manifestar la atribución de una persona para tomar una decisión
solo dependiente de su exclusiva voluntad. En realidad, su etimología
está indicando una potestad individual para la concreción de hechos
objetivos, o para expresar valoraciones solo dependientes de sí
mismo sobre esos hechos, obviando los efectos que pudieran resultar
de las exteriorizaciones de su “libre albedrío”.
Sin
embargo, también suele utilizarse lo de la “libre expresión”
como una barrera a la que se recurre cada vez que se intentan
criticar las manifestaciones de quienes integran los medios de
comunicación, sobre determinados sucesos u otros individuos. Frase
aparentemente sinónima de la primigenia, la “libertad de prensa”
es el caballito de batalla de periodistas y empresarios de medios,
con la cual intentan frenar cualquier retruque a sus alocuciones o
escritos, elevándolos al sitial de lo sagrado, intocable e
indiscutible, como no sea por ellos mismos.
Todo
indicaría que tienen razón en obrar de esa forma, que se trata del
resguardo de un derecho básico que no debiera ser vulnerado jamás.
Pero pasan otras cosas en el ámbito de los medios de difusión de
noticias, que no tienen que ver solo con el estricto cumplimiento del
“libre albedrío” de sus periodistas, sino de las decisiones
dependientes de los posicionamientos ideológicos y los lucros de los
empresarios dueños de los medios.
Allí
es cuando la “libertad de expresión” se transforma en un
pretexto para ejercer con vileza la obscena “profesión” de
mentiroso, en la excusa necesaria para actuar de modo antagónico con
la realidad, soslayada y pisoteada para sostener “verdades”
fabricadas a medida de los intereses con los cuales se entretejen los
de los medios, como parte de un sistema opresivo que precisa de los
disvalores que la apócrifa “prensa libre” difunde con el fervor
propio de los conversos, para asegurar la dominación de las mayorías
imprescindibles para que nada cambie.
Los
fundamentos son cosas olvidadas por estos escribas del Poder. El
conocimiento de la verdad solo les resulta útil para pergeñar
mejores falsedades. Los hechos son olvidados y reemplazados por
argumentos sin sustento real, sin la más mínima relación con los
sucesos que se traten. Las opiniones sobre las personas están
siempre cubiertas con una pátina de prejuicios que impiden saber que
piensan o hacen de verdad.
Los
miembros de la sociedad se convierten, así, en títeres de esas
elucubraciones periodísticas, en actores de reparto del drama
cotidiano donde los poderosos tienen siempre asegurado el perverso
“libre albedrío” de decidir sobre las vidas ajenas, con los
pueblos sometidos mediante la ignorancia fabricada por los espurios
defensores de la hipócrita “prensa libre”, esos profetas del
odio y la disolución social convertidos en jueces supremos del
pensamiento ajeno y defensores a ultranza de sus propias libertades.
Que no son otras que las de señalar culpables y sentenciar sin
pruebas, escribiendo en letras de molde las realidades paralelas con
las que aseguran sus ilegítimos “libres albedríos”.
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