Por
Roberto Marra
La
muerte de un trabajador suele pasar desapercibida en la mayor parte
de los casos. En general, solo merece alguna mención en un rincón
de las noticias cotidianas, bien abajo de las páginas de los
diarios, o perdida entre las notas de una televisión que prefiere
siempre la propagación de notas farandulescas o menciones a hechos
irrelevantes, antes que a lo que de verdad importa. Sin
embargo, a veces suelen trascender mucho más algunas muertes, cuando
suceden en lugares muy expuestos u obras de mayor importancia.
Entonces será la contracara, la sobre-exposición del hecho, con la
exagerada verborragia de los noteros relatando lo que no saben con
certeza y las horas interminables de análisis inconsistentes y
lacrimógenos, una puesta en escena que en pocas horas será olvidada
para continuar con el cotidiano espectáculo de la fabricación de
tiempos perdidos.
Ahí
es cuando resulta lógico y necesario preguntarse que es eso de la
“justicia social” que tanto se escucha desde hace décadas, de
donde proviene ese concepto tan repetido y tan poco cumplido a lo
largo de nuestra historia. Es allí cuando descubrimos las razones
que un día hicieron caminar kilómetros a cientos de miles de
trabajadores para exigir que un coronel fuera liberado de la cárcel.
Es cuando desciframos las razones de las injusticias y sus
provocadores. Es cuando profundizamos en las postergaciones de los
asalariados, que entendemos las muertes olvidadas en los andamios o
entre los engranajes de las máquinas que producen las riquezas que
nunca verán sus auténticos hacedores.
Pero
hubo días donde “lo justo” estuvo al alcance de las manos de los
trabajadores, donde la distribución de las riquezas se realizaba de
manera más ecuánime, donde se podía soñar con futuros alcanzables
y la felicidad había dejado de ser solo un argumento de película.
Hubo un tiempo donde la palabra Justicia no designaba solo un valor
encerrado en los tribunales, para trascender a lo cotidiano y colocar
al ser humano en el centro de todos los actos de gobierno.
Esa
es la esencia del 17 de octubre. Esa es la verdadera razón de su
recuerdo permanente. No importan tanto las fuentes atiborradas de
pies cansados, ni las anécdotas de las peripecias para llegar a la
plaza que vio nacer una sociedad nueva. No interesan las huecas
reflexiones de los impúdicos asesinos de la historia, tratando de
aislar el hecho y convertirlo en otro más de los acostumbrados
motivos para elevar el rating momentáneo de los medios.
Estaba
naciendo otra Patria y los necios de siempre no querían verlo. O tal
vez mejor decir que estaba re-naciendo, después de más de un siglo
de abandono de los sueños libertarios, en pos de las miserables
prebendas de los imperios. La alegría estaba allí, en las calles de
la soberanía popular, en las leyes de la independencia económica, y
eso no podía permitirlo el viejo Poder oligárquico. No tardó
demasiado en tronchar ese sueño consumado, haciendo añicos cada uno
de sus logros, matando sin piedad la esperanza de millones para
entregar la Nación al mejor postor.
Hoy,
pasado (no hace tanto) otro proceso que intentara dar continuidad a
aquel donde naciera el concepto tan esperanzador de la justicia
social, el Pueblo se enfrenta a un desafío renovado y superior,
después de soportar, por inacción y omisión de muchos, un oscuro y
grotesco proceso degradante de sus condiciones humanas.
La
historia pone otra vez, al alcance de las manos, las banderas que
originaron aquel inolvidable momento. Es otra oportunidad más para
levantarlas en el largo camino de la construcción de una sociedad
con equidad. Y es un tiempo impostergable para los millones de
olvidados, aquellos que son solo una breve noticia arrinconada en las
últimas páginas de los diarios, que nunca recuerdan que existió un
17 de octubre. Y que, tal vez, estemos a la puerta de otro.
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