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Por
Roberto Marra
La
magnanimidad ha sido siempre una virtud exaltada como perfecta e
imprescindible para la realización de nuestros actos. La
generosidad, el altruismo, la nobleza, parece que debieran estar
presentes inevitablemente en cada momento, para demostrar una
capacidad superior ante los demás, sobre todo frente a los
adversarios. Con esa sola actitud, estaríamos sobreponiéndonos a la
tentación de las represalias furibundas contra lo que hayan hecho
esos enemigos.
No
falla nunca el Poder en su acción degradante de los representantes
de aquella etapa reivindicativa de derechos que a ellos no les
convienen. Actúan con total desparpajo, empujando a sus líderes al
costado del camino político, enjaulándolos (a veces literalmente)
en rincones de oscuridad absoluta, alejándolos de la buena
consideración popular a fuerza de entramados leguleyos y
parafernalia mediática.
Por
el contrario, cada gobierno auténticamente popular no ha actuado
nunca de la misma forma, no induce al olvido sino a la memoria, no
empuja a sus oponentes a la negación de sus existencias, les
posibilita mantener sus espacios en las estructuras gubernamentales y
los alienta a actuar democráticamente. Exagerando a veces estas
posturas liberales, allanan el camino del regreso de estos falsos
demócratas disfrazados, invariablemente, de salvadores de la Patria.
¿Es
justo para la sociedad soportar estos vaivenes históricos? ¿Es
beneficioso para la elevación de la calidad de vida de todos sus
integrantes? ¿Los millones de padecientes de pobrezas y miserias
inducidas por los peores representantes de lo peor de la
politiquería, deben olvidar sus sufrimientos anteriores y
soportarlos nuevamente en nombre de “la alternancia democrática”?
¿Quien
se hará responsable de la desnutrición de niños que jamás serán
lo que podrían haber sido por culpa de los “planes” económicos
de demolición productiva? ¿Quién se hará cargo la muerte de los
viejos abandonados, de la desatención hospitalaria, del abandono de
las escuelas, de los trabajadores despedidos, de las fábricas
obligadas a cerrar, de la ciencia cedida al peor postor, de las
universidades de aulas vacías, de la invasión silenciosa del
imperio, de la traidora cesión de la soberanía?
Parece
que ha llegado la hora del fin de la magnanimidad, al menos tal y
como la reconocemos hasta el momento. Ya no se podrá, cuando el
Pueblo logre vencer a su enemigo histórico, actuar con la misma
generosidad, altruismo y nobleza, si previamente no se responden esas
preguntas. Respuestas que deberán contener certezas juridicas pero,
fundamentalmente, humanas y sociales. Contestaciones que implicarán
réplicas y sentencias que logren detener el giro bicentenario de la
rueda de la involución permanente.
La
verdad, esa de la cual se apoderaron hace demasiado tiempo los peores
representantes de lo peor del Poder, deberá trocarse por una nueva,
construída sobre una base moral que sea capaz de cortar de raiz los
males a los cuales estamos sometidos sin otra razón que la desidia.
La benevolencia solo deberá ejercerse con los sufrientes miembros
del abandono, con los herederos de las miserias obligadas, con los
advenidos de infancias desnutridas, con los habitantes congelados de
las plazas y los aleros.
Serán
ellos los legítimos receptores obligados de nuestros esfuerzos
inmediatos. Serán, con el tiempo, el gen de esa nueva Patria tan
soñada como despreciada. Habrán de ser el inicio de otro camino,
donde la palabra Justicia retome su valor originario, y los malditos
hacedores de las históricas desgracias populares, paguen sin piedad
alguna sus maldades.
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