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miércoles, 5 de julio de 2017

LA FERIA DEL ODIO

Por Roberto Marra

Hace mucho, mucho tiempo, existió un programa televisivo llamado “La feria de la alegría”. Todos los domingos, quienes participaban y quienes miraban, relegaban sus dramas cotidianos con entretenimientos tan elementales como efectivos e inocentes. No fue el primero ni el último, pero quedó en el imaginario popular como referencia de aquello que marcaba una forma de pasar las horas de ocio y olvido de la realidad.
No existía entonces la maquiavélica maquinaria productora de estupidización colectiva de la que hoy podemos “gozar”, con especialistas en la materia al servicio del Poder, arrastrando con banalidades a millones de incautos que prefieren blanquear sus cerebros antes que pensar por sus propios medios.

Con diversos formatos, pero los mismos objetivos, se repiten hasta el hastío programas televisivos con energúmenos conductores con menos capacidad intelectual que ratas, pero con igual rapidez para moverse entre la verdad, a la que siempre logran esquivar, para fijar las opiniones de los primates que ofician de “panelistas”, como revelaciones divinas, imposibles de contradecir.
Convencidos de esas “verdades”, que jamás habrán de contrastar con la realidad o comparar con otras, los ¿ingenuos? televidentes saldrán a la calle a repetir semejantes aseveraciones, sostenidas con fervores emanados de odios incontrolables introducidos por esa maquinaria del displacer, fabricante de la imprescindible cultura de la irracionalidad.
Quienes no adhieran a esas disparatadas afirmaciones, habrán de ser agredidos con epítetos degradantes, con menosprecio absoluto por sus opiniones, las que no podrán expresar jamás en esos programas, a menos que acepte formar parte de esa troupe de payasescos personajes, para elevar así el rating con riñas tan desiguales como necias.
La “rueda de la fortuna” formaba parte de aquella Feria de la alegría. La ilusión circular de ganar un sencillo premio mantenía atenta a la teleaudiencia, que instintivamente se alegraba cuando los participantes lo lograban. En la sociedad trastocada de hoy en día, donde la solidaridad es solo un recuerdo, la única alegría televisiva consiste  en ver perder a las mayorías.
Creen tal vez, esos obnubilados televidentes, estar a salvo del admirado monstruo del Poder que alimenta sus odios irracionales que, más temprano que tarde, destruirá sus ilusiones de pertenecer a un mundo que ha reservado, desde siempre, para su exclusivo dominio.

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