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En los últimos tiempos, hemos
aprendido mucho sobre la naturaleza del poder del Estado y las fuerzas que
impulsan sus políticas, además de aprender sobre un asunto estrechamente
vinculado: el sutil y diferenciado concepto de la transparencia. La fuente de
la instrucción, por supuesto, es el conjunto de documentos referidos al sistema
de vigilancia de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en
inglés) dados a conocer por el valeroso luchador por la libertad, el señor
Edward J. Snowden, resumidos y analizados de gran forma por su colaborador
Glenn Greenwald en su nuevo libro No Place to Hide (Sin lugar donde
esconderse).
Los documentos revelan un notable proyecto destinado a exponer a la
vigilancia del Estado información vital acerca de toda persona que tenga la
mala suerte de caer en las garras del gigante, que viene a ser, en principio,
toda persona vinculada con la moderna sociedad digital.
Nada tan ambicioso fue jamás imaginado por los profetas distópicos que
describieron escalofriantes sociedades totalitarias que nos esperaban.
No es un detalle menor el hecho que el proyecto sea ejecutado en uno
de los países más libres del planeta y en radical violación de la Carta de
Derechos de la Constitución de Estados Unidos, que protege a los ciudadanos de
persecuciones y capturas sin motivo y garantiza la privacidad de sus
individuos, de sus hogares, sus documentos y pertenencias.
Por mucho que los abogados del gobierno lo intenten, no hay forma de
reconciliar estos principios con el asalto a la población que revelan los
documentos de Snowden.
También vale la pena recordar que la defensa de los derechos
fundamentales a la privacidad contribuyó a provocar la revolución de
independencia de esta nación. En el siglo XVIII el tirano era el gobierno
británico, que se arrogaba el derecho de inmiscuirse en el hogar y en la vida
de los colonos de estas tierras. Hoy, es el propio gobierno de los propios
ciudadanos estadounidenses el que se arroga este derecho.
Todavía hoy Gran Bretaña mantiene la misma postura que provocó la
rebelión de los colonos, aunque a una escala menor, pues el centro del poder se
ha desplazado en los asuntos internacionales. Según The Guardian y a partir de
documentos suministrados por Snowden, el gobierno británico ha solicitado a la
NSA analizar y retener todos los números de faxes y teléfonos celulares,
mensajes de correo electrónico y direcciones IP de ciudadanos británicos que
capture su red.
Sin duda los ciudadanos británicos (como otros clientes
internacionales) deben estar encantados de saber que la NSA recibe o intercepta
de manera rutinaria routers, servidores y otros dispositivos computacionales
exportados desde Estados Unidos para poder implantar instrumentos de espionaje
en sus máquinas, tal como lo informa Greenwald en su libro.
Al tiempo que el gigante satisface su curiosidad, cada cosa que
cualquiera de nosotros escribe en un teclado de computadora podría estar siendo
enviado en este mismo momento a las cada vez más enormes bases de datos del
presidente Obama en Utah.
Por otra parte y valiéndose de otros recursos, el constitucionalista
de la Casa Blanca parece decidido a demoler los fundamentos de nuestras
libertades civiles, haciendo que el principio básico de presunción de
inocencia, que se remonta a la Carta Magna de hace 800 años, ha sido echado al
olvido desde hace mucho tiempo.
Pero esa no es la única violación a los principios éticos y legales
básicos. Recientemente, el The New York Times informó sobre la angustia de un
juez federal que tenía que decidir si permitía o no que alimentaran por la
fuerza a un prisionero español en huelga de hambre, el que protestaba de esa
forma contra su encarcelamiento. No se expresó angustia alguna sobre el hecho
de que ese hombre lleva doce años preso en Guantánamo sin haber sido juzgado
jamás, otra de las muchas víctimas del líder del mundo libre, quien reivindica
el derecho de mantener prisioneros sin cargos y someterlos a torturas.
Estas revelaciones nos inducen a indagar más a fondo en la política
del Estado y en los factores que lo impulsan. La versión habitual que recibimos
es que el objetivo primario de dichas políticas es la seguridad y la defensa
contra nuestros enemigos.
Esa doctrina nos obliga a formularnos algunas preguntas: ¿la seguridad
de quién y la defensa contra qué enemigos? Las respuestas ya han sido
remarcadas, de forma dramática, por las revelaciones de Snowden.
Las actuales políticas están pensadas para proteger la autoridad
estatal y los poderes nacionales concentrados en unos pocos grupos,
defendiéndolos contra un enemigo muy temido: su propia población, que, claro,
puede convertirse en un gran peligro si no se controla debidamente.
Desde hace tiempo se sabe que poseer información sobre un enemigo es
esencial para controlarlo. Obama tiene una serie de distinguidos predecesores
en esta práctica, aunque sus propias contribuciones han llegado a niveles sin
precedentes, como hoy sabemos gracias al trabajo de Snowden, Greenwald y
algunos otros.
Para defenderse del enemigo interno, el poder del Estado y el poder
concentrado de los grandes negocios privados, esas dos entidades deben
mantenerse ocultas. Por el contrario, el enemigo debe estar completamente
expuesto a la vigilancia de la autoridad del Estado.
Este principio fue lúcidamente explicado años atrás por el intelectual
y especialista en políticas, el profesor Samuel P. Huntington, quien nos enseñó
que el poder se mantiene fuerte cuando permanece en la sombra; expuesto a la
luz, comienza a evaporarse.
El mismo Huntington lo ilustró de una forma explícita. Según él, “es
posible que tengamos que vender [intervención directa o alguna otra forma de
acción militar] de tal forma que se cree la impresión errónea de que estamos
combatiendo a la Unión Soviética. Eso es lo que Estados Unidos ha venido
haciendo desde la doctrina Truman, ya desde el principio de la Guerra Fría”.
La percepción de Huntington acerca del poder y de la política de
Estado era a la vez precisa y visionaria. Cuando escribió esas palabras, en
1981, el gobierno de Ronald Reagan emprendía su guerra contra el terror, que
pronto se convirtió en una guerra terrorista, asesina y brutal, primero en
América Central, la que se extendió luego mucho más allá del sur de África,
Asia y Medio Oriente.
Desde ese día en adelante, para exportar la violencia y la subversión
al extranjero, o aplicar la represión y la violación de garantías individuales
dentro de su propio país, el poder del Estado ha buscado crear la impresión
errónea de que lo que estamos en realidad combatiendo es el terrorismo, aunque
hay otras opciones: capos de la droga, ulemas locos empeñados en tener armas
nucleares y otros ogros que, se nos dice una y otra vez, quieren atacarnos y
destruirnos.
A lo largo de todo el proceso, el principio básico es el mismo. El
poder no se debe exponer a la luz del día. Edward Snowden se ha convertido en
el criminal más buscado por no entender esta máxima inviolable.
En pocas palabras, debe haber completa transparencia para la población
pero ninguna para los poderes que deben defenderse de ese terrible enemigo
interno.
*Publicado en Página12
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