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Las decenas y centenas de
despidos fueron calificados como necesarios. El neoliberalismo siempre busca
achicar el Estado. Uno puede argumentar: se comprende, el Estado, por ejemplo,
de la Alemania de Bismarck y el kaiser Guillermo I, fue en sus inicios liberal
pero de inmediato proteccionista. Porque el proteccionismo le sirvió para
desarrollar la gran industria. El canciller de hierro –Bismarck– derrota a
Francia en la guerra –precisamente llamada– “franco-prusiana” y logra, en 1871,
la unidad de Alemania. En Francia estalla la Comuna de París. Y Alemania les
devuelve a Thiers y Napoleón III todos los prisioneros que les ha tomado para
que ahoguen esa revolución obrera, de la que Nietzsche (que esto no oblitere la
necesaria lectura que se le debe al loco de Turín) y Marx dirán cosas muy
diferenciadas.
El primero, en carta al barón Carl von Gersdorff del 21/06/1871, dirá:
“Sobresaliendo por encima de la lucha de las naciones, nos asustó la espantable
cabeza de la hidra internacional” (Friedrich Nietzshe, Epistolario, Biblioteca
Nueva, Madrid, 1999, p. 95). Marx, en La Guerra Civil en Francia, escribe:
“Este ejército (el de Thiers) habría sido ridículamente ineficaz sin la
incorporación de los prisioneros de guerra imperiales que Bismarck fue
entregando de a plazos (...) para tener al gobierno de Versalles en abyecta
dependencia con respecto a Prusia”. A plazos o no, Francia pudo aplastar a los
revolucionarios de la Comuna por los prisioneros que Bismarck le devolvió para
esa tarea esencial que lo involucraba a él mismo, pues lo nacional unía a la
burguesía de los dos países enfrentados y lo internacional (la lucha del
proletariado) les producía un escozor intolerable: la visión de un mal que
amenazaba a las clases dominantes de todos los países. Así, anota Marx, se
produce, ante la Comuna, un hecho sin precedentes: “El ejército vencedor y el
vencido confraternizan en la matanza común del proletariado (...) La dominación
de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional: todos los
gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado” (Marx escribe este
texto entre abril y mayo de 1871). La represión de Thiers, al frente de 45.000
soldados franceses y también alemanes, fue de tal brutalidad, de tal
ensañamiento, como jamás la ciudad de París había presenciado. Se calculan
treinta mil muertos, cuarenta y cinco mil detenidos que continuaron siendo
masacrados en las mazmorras y decenas de miles condenados al destierro o a
trabajos forzados. (Vos, Lopérfido, musa: son cifras de Eric Hobsbawm y otros
historiadores serios. Además, estas cifras se consolidan con un valor
simbólico. Expresan el sadismo de los matarifes. Decir que fueron más o menos,
desmerece el valor de cada vida. Por ejemplo: si los nazis mataron cuatro en
lugar de seis millones de judíos, ¿qué se busca demostrar? ¿Qué, al fin y al
cabo, no eran tan malos?)
Aquí, en nuestro país, se presenta un problema. Si se achica el
Estado, si se despide a la gente, se crea la desocupación. La desocupación
lleva a la protesta social. Si se la criminaliza hay que reprimir. Y cuidado:
la policía “tiene hambre”. Tiene bronca. Le han impedido actuar durante doce
años y –para colmo– durante las manifestaciones se la injuriaba con insultos y
escupitajos. Ahora quiere tener las manos libres para cobrarse esas (no tan)
viejas deudas. Lo mismo sucede con el neoliberalismo en el resto del mundo. En
Francia, muy especialmente. Ahora son los sumergidos, los inmigrantes
indeseados los que salen a pedir comida, cobijo, un país. Ya no son los jóvenes
rebeldes de la pequeña o la alta pequeña. Ya no son los que creaban magníficas
consignas. Los que escribían: “Debajo de los adoquines está la playa”. Estos,
los de hoy, no creen ser la poesía. Para ellos debajo de los adoquines están
los adoquines. No quieren tomar el poder. Quieren afirmar su presencia en una
sociedad que los niega. Francia es el espejo en que el occidente capitalista
debe mirarse. Es su inevitable futuro. Los monstruosos, los negados, los
escondidos salen a la luz. Sus modales no son buenos porque nadie les enseñó
modales. Nadie les enseñó nada.
¿Cómo se atreven? ¿Acaso es posible que salgan de sus madrigueras y
escupan en el centro o en los arrabales de la ciudad destellante? Los bárbaros
se han despertado y actúan como bárbaros. No saben hacerlo de otro modo, y
cualquier otro modo, hoy, les parecería sospechoso. Los buenos modales son los
de los imperios que los han explotado. Las buenas costumbres. Las buenas
vestimentas. La cultura del hombre occidental. Africa y Oriente han vivido
humillados por esa cultura. Hoy, en el actualísimo 2016, los matutinos publican
en letras catástrofe: “Alarma en Europa por el caos en Francia”. Europa no sólo
hace agua, tiene miedo. Los monstruos salieron de las catacumbas.
Caída la bipolaridad, el capitalismo se ha desbocado. Nada lo frena.
Entregado a su codicia infinita (y a su infinita torpeza y a, insistamos, su no
menos infinita falta de sensibilidad, de humanitas), el capitalismo nuevo
milenio concentra la riqueza en manos cada vez más escasas y hunde en la
miseria a la mayor parte del planeta. Esto lo saben todos. Lo que hoy ocurre en
Francia no es fruto de las malas políticas de asimilación. La asimilación es
imposible. Los hambreados, antes de morir, invaden la casa de los amos. Los
amos no saben recibirlos, no saben qué hacer con ellos. Europa acabará por
encerrarse como los ricos de la Argentina se encierran en sus countries, con
custodios armados y armados ellos mismos.
El capitalismo crea exclusión y no puede sino crearla. Si no la creara
no sería el capitalismo de mercado. El mundo de las corporaciones es de las
corporaciones. Y las corporaciones se devoran todo. Devastan la tierra y abandonan
a los hombres al hambre y la exclusión. Europa no puede asimilar porque el
capitalismo nuevo milenio impide toda asimilación. Saquea la periferia. ¿Qué
hace la periferia, qué hacen sus sobrevivientes? Emigran al Centro para
sobrevivir. Aceptan cualquier cosa. La humillación. El racismo. Sólo se trata
de subsistir. Hasta que un día (estos días) todo estalla. Se hartan. Dicen: no.
Un no que no tiene ideología. No saben cómo superar lo que hay. No sueñan con
un mundo mejor. Querrían vivir y trabajar en éste. Pero este mundo (el del
capital, el del mercado) no da trabajo, impide vivir. Entonces sólo resta
destruirlo. Salen como locos a quemar autos y destruir propiedades. Si un
europeo con buenas intenciones saliera a hablar con ellos no lo escucharían. Si
yo (que escribo estas líneas en las que intento abrir una hendija de
comprensión) me apareciera entre ellos me escupirían. Soy, como todos nosotros,
un blanquito de mierda, con trabajo, casa, derechos. La sociedad nos da un
lugar. A ellos no. Para ellos, los márgenes. Todo incluido es un enemigo porque
ocupa un lugar que podría ser de ellos.
“Alarma en Europa”, se lee. ¿Y no- sotros, y los argentinos de la
culta Buenos Aires? Lo que hoy pasa en París sea acaso el espejo del peor de
nuestros rostros futuros. Cuando los “zurdos” o los tontos progres como
nosotros pedimos equidad social, democratización de la riqueza, distribución
del ingreso, no sólo lo hacemos porque somos incurablemente idiotas y amigos de
las buenas causas. Francia ha descubierto la cara del Otro demonizado. Siempre
se niega lo Otro. Siempre se tapa la alteridad. El lenguaje del lacanismo tiene
una expresión para esto. Cuando habla de “forclusión” quiere decir eso. La
forclusión es la negación de la alteridad. No queremos ver lo Otro, lo negamos.
De ahí, en los sujetos, estalla la psicosis. Bien, el capitalismo es psicótico.
Niega lo Otro. Primero lo saqueó, lo explotó. Ahora lo niega. No sabe cómo
asimilarlo. No sabe y no puede. Entonces lo demoniza.
La alarma que vive Europa debe hundir sus raíces entre nosotros.
¿Acaso no es Buenos Aires la París de América latina? ¿No fue ese título el que
orgullosamente asumió esa oligarquía nuestra que, en lugar de un país, sólo
construyó una ciudad? Una ciudad hermosa, como hermosa es París. ¿Cuántos excluidos
esperan a las puertas de Buenos Aires? No son los piqueteros. Los piqueteros
queman neumáticos y tienen una previsibilidad fatigosa. Son los que habitan el
subsuelo de los piqueteros. Los que están en silencio, esperando o no. Los que
se mueren de hambre. Los que miran las luces de la gran metrópoli desde las
sombras de la alteridad, de la lejanía. No habrá Protocolo que los frene. ¿Cómo
habrían de expresar en cinco minutos la interminable tragedia de sus vidas?
*Publicado en Página12
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