Páginas

domingo, 29 de noviembre de 2015

EL OPERATIVO DESKIRCHNERIZADOR

Por Edgardo Mocca*

El proyecto político que acaba de ser derrotado en el ballottage no nació de un lento proceso de acumulación social e institucional de un espacio preconstituido, ideológico y programático. Nació de un encuentro que pudo no haber ocurrido nunca. Fue el encuentro de una circunstancia nacional crítica con una memoria histórica y con una vaga identidad política, cualquiera de cuyas pistas lleva al peronismo original entrelazado con la resistencia, el Cordobazo y la lucha por los derechos humanos durante la última dictadura. Néstor Kirchner era en aquel 2003 uno de los tantos gobernadores peronistas de la Argentina, después de los tiempos en que el peronismo había sido cooptado casi totalmente por las nuevas certezas neoliberales en los años de la posguerra fría. Sin embargo, después de triunfar en la elección presidencial, la estructura justicialista –bajo una de cuyas fórmulas se había presentado– pasó a ser su base organizativa federal de apoyo. El encuentro contingente de circunstancias, lo que Maquiavelo llamó la virtü y la fortuna, estuvo en el origen del kirchnerismo. No puede sorprender entonces su heterogeneidad ideológica, sus tensiones internas, su débil o problemática organicidad y la radical centralidad de sus liderazgos, el de Néstor primero y el de Cristina después.

En la hora de la derrota, las huellas de su explicación llevan de una u otra manera a ese origen, a esos rasgos, a esa naturaleza. La candidatura de Scioli, como se dijo repetidamente, fue una síntesis entre la estructura tradicional del justicialismo y el liderazgo transformador de estos años que, dicho sea de paso, también impactó política e ideológicamente en esa estructura. Pero ¿fue una síntesis? Hasta cierto punto, la síntesis se fue construyendo en la medida en que el candidato fue acentuando sus rasgos de pertenencia al proyecto iniciado en 2003. Sin embargo, las “dos almas” del proyecto en curso, el discurso y la praxis transformadora por un lado y las formas tradicionales de la estructura justicialista por otro, no dejaron de ser visibles y operativas en toda la campaña electoral. Se mostraron en los discursos, en los rostros más visibles y hasta en tensiones muy fuertes y muy lesivas en la provincia de Buenos Aires. La queja por esa ausencia de síntesis o la conversión de su insuficiencia en una fuente para la agitación de viejos e inútiles rencores o como prólogo de diversos pagos de factura no son sino una expresión de inmadurez política o, peor aún, una estrategia legitimadora de reacomodamientos oportunistas: las síntesis son productos de desarrollos históricos y no logros de una afortunada estrategia electoral. De hecho la síntesis viene operando lenta y contradictoriamente desde el mismo inicio de la experiencia de estos años y contradiciendo tanto a quienes extrañan la comodidad de las sectas como a quienes están ansiosos de volver a la normalidad y a la paz del orden constituido. Hoy es necesario decir que sí, que la subsistencia de dos almas en el interior de esta experiencia política pudo ser una de las pistas de los problemas y de la derrota. Pero hace falta decir que sin el encuentro entre esas dos almas no hubiera habido ninguna de las victorias electorales y ni siquiera hubiera habido proyecto transformador en marcha en la Argentina.

El proyecto neoliberal triunfante en el ballottage tiene la dilución de ese encuentro histórico en el centro de sus prioridades. Se apoya en la interpretación de este período histórico como una gran simulación puesta en escena para justificar la acumulación de poder y de riqueza en un grupo de aventureros; casi no hay redactor de Clarín ni de La Nación que no recaiga en ese lugar común, que expresa una forma grotesca de interpretar la historia de los movimientos nacional-populares como el resultado de apuestas políticas concretadas por personajes salidos de la obra de Roberto Arlt. Así interpretaron al peronismo original, así interpretaron al kirchnerismo. Con variaciones, ese “método histórico” se usa también para explicar la insurgencia de los años setenta y la barbarie dictatorial como el resultado de cierto virus autoritario y violento que anida en los argentinos. Es un método que sirve para ocultar la existencia de viejos y reales antagonismos que recorren la historia argentina y que se inscriben además en una época de profunda crisis civilizatoria en cuyo centro está la descomposición moral y política de un modo global de dominación. Sobre esa negación de la historia nacional y de sus corrientes profundas así como de las razones profundas del desorden global y sus productos inevitables de hambre, colonialismo y violencia mortal, se monta el operativo ideológico que ha recibido un nombre que trae obvias reminiscencias, el nombre de la deskirchnerización.

La estrategia deskirchnerizadora gira en torno a una sutileza selectiva: en estos diez años, sostienen sus ideólogos, ha operado una fuerza destructiva, perturbadora e irracional que ha logrado copar al justicialismo y ponerlo al servicio de una aventura irresponsable. Sus servidores políticos e intelectuales han sido mercenarios bien pagados por la caja oficial o románticos ingenuos que creyeron en el cuento de la redistribución de la riqueza, la reindustrialización, la inclusión y la soberanía nacional. La diferencia entre ambos grupos se apreciará ahora cuando algunos confundidos acepten un lugarcito en el país reconciliado y sin grieta que ofrece el macrismo y publicitan los periodistas de los medios dominantes. Para los que acepten el nuevo tiempo habrá ventajas particularistas, para los que no lo acepten el ostracismo. La obvia reminiscencia de la operación es, claro, la desperonización puesta en marcha después del derrocamiento de 1955. Hay que reconocer, eso sí, que los métodos son diferentes, nadie habla de un nuevo decreto 4161 que prohíba, ahora, el uso público del apellido Kirchner. La especificidad que genera expectativa es que esta etapa de saneamiento sería el producto de un triunfo electoral y no de un bombardeo salvaje y un posterior golpe de Estado. Tal vez allí se cifre una esperanza neoliberal de que esta ilusión purificadora no desemboque, como la anterior, en una larga saga de combates y de tragedias que terminó con el monstruo peronista en un cada vez mejor estado de salud.

La Presidenta dijo en uno de sus últimos discursos que cuando se habla de irreversibilidad del proceso kirchnerista no se habla de las acciones que produjo sino del nuevo estado de conciencia de la sociedad argentina. Cambio que obligó incluso a que el candidato del establishment tuviera que prometer la permanencia de parte de las principales medidas dispuestas por los últimos tres gobiernos. Los anuncios iniciales y las caras y apellidos de los ministros designados insinúan que la intención es derribar los pilares fundamentales del rumbo de estos años: el desendeudamiento, las políticas contracíclicas, la regulación de los mercados de cambios y de capitales, la mejora del salario real y la extensión casi universal de las jubilaciones. Así también se insinúa un giro en política exterior orientado, como era de prever, por un regreso a la prioridad de la armonía con Estados Unidos; la cuestión no es menor porque si logran revertir la actual política y comprometer al país en acuerdos globales de “libre comercio” se habrán construido en la Argentina las bases de un largo período de dominación signado por la agudización de la desigualdad y la exclusión, y por la entrega total del patrimonio nacional a los capos del orden capitalista financiarizado global. Lo que hoy parece claro es que la suerte del proyecto de restauración neoliberal se juega en el territorio de la conciencia social de los argentinos. De todos los argentinos y no solamente de los que piensen de tal o cual manera.

Quienes intentan describir la realidad de estos años como el funcionamiento de un relato falaz y malintencionado deberían reflexionar cuál es el significado de ese relato en sí mismo. Deberían reconocer que la colocación del valor de la solidaridad (“la patria es el otro”) en el lugar que naturalmente ocupa el valor del éxito individual, el consumo y la distinción tiene una importancia extraordinaria. Acaba de publicarse en nuestro país un muy recomendable libro del sociólogo francés Francois Dubet, provocativamente titulado “Por qué preferimos la desigualdad (aunque digamos lo contrario)”. Ahí puede encontrarse la trama de cómo nuestras sociedades actuales producen desigualdad sobre la base del miedo a perder lo que se tiene o a ser alcanzado por quien está abajo y el consiguiente debilitamiento del sentimiento de solidaridad. En estos días hemos oído algún comentario favorable a la presencia abrumadora de empresarios en el nuevo gabinete designado, como un síntoma positivo dada la eficacia de esos hombres de negocios. Como en los años noventa, el éxito económico se presenta como valor excluyente. Tal vez volvamos a oír la cantinela de que quien habla de solidaridad se quedó en el pasado.

Los argentinos entramos en una etapa muy particular de nuestra vida en común. Tendremos que pensar y actuar en torno a un dilema que nunca se presentó tan claro como ahora. Esta vez los promotores de la desigualdad como potencia impulsora de las sociedades no sorprendieron sino que avisaron muy claramente en la campaña. Sin embargo, un vago impulso de novedad construyó a su favor una diferencia electoral exigua que le abrió paso a una diferencia política significativa. Ahora hay que lograr que esta vez la lucha inevitable por la conciencia de las mayorías se libre sin exclusiones, listas negras, ni violaciones de la legalidad como los que insinúan algunos gestos del nuevo elenco.

*Publicado en Pagina12

No hay comentarios:

Publicar un comentario