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El viernes recibimos la
invitación de ir a compartir unas bogas asadas a la casa de los amigos Beto y
Ariana. Nos recibió en la puerta Lorenzo de cuatro años disfrazado de Martín
Fierro, al menos así se presentó mientras se encargó de aclarar que el sombrero
(uno de esos multicolores típicos de fiestas) no era el de Martín Fierro. Su
madre nos cuenta que el cambio hecho por su hijo derivó de considerar aburridos
los sombreros gauchos. En el último verano Lorenzo ya había experimentado esto
de hacerse amigo de personajes presentados en el dibujito Zamba, transmitido
por los canales Paka Paka y Encuentro. De hecho, Martín Fierro ya había tenido
su turno, homenajeado con un atuendo con facones de palitos y todo. ¿Pero qué
era lo que esta vez superaba el encanto que otras veces había sentido cuando
escuchaba a Lorenzo decir Soy Martín Fierro?
La diferencia radicaba en que ahora veía confirmada una de las impresiones
que encuentro más claras al momento de ver Zamba: Este dibujito invita a hacer
historia. Fernando Ulloa decía que hacer historia para no ser mera hechura de
la misma, tiene algunas condiciones que a mi criterio los autores de Zamba
logran comunicar con asombrosa lucidez.
Para empezar, una condición que se enlazaría a la subjetividad del
protagonista: "el nene que dice me aburro", no es un niño aburrido,
sino un ser curioso con sed de excursiones, de experiencias, como Lorenzo.
Sucede que la escuela, con un formato en el cual conviven los paseos
inquietantes con el objetivo de la provisión de informaciones generales,
produce el síntoma del aburrimiento en Zamba, que más que querer saber un poco
de todo, desea vivenciar desde adentro eso que le cuentan, para recrearlo, para aprender aprehendiendo experiencias.
Pero para que esto sea posible, además de reconocer cuando se aburre,
el pequeño tiene que transgredir algunas pautas. Allí estamos antes la segunda
condición: la de no resignarse al aburrimiento y buscar salidas, que no siempre
se alinean a la disciplina institucional; Zamba primero pregunta, después
anuncia que se aburre y luego transgrede. Entonces toma asiento donde no se
debe, toca el botón que no hay que tocar, se separa un poco del contingente
ordenado de niños, y repara en detalles que sólo un observador atento advierte.
Así logra su pasaporte para viajar en el tiempo y encontrarse con los héroes de
la independencia, o ser abducido por una pintura del movimiento antropofágico
que lo envía directamente desde el Museo de Bellas Artes al taller de Tarsila
do Amaral, sólo por no correr "todos juntitos" como le dirá su seño
para quedarse un instante más, perplejo ante la belleza del arte.
Zamba es un niño que necesita de sus adultos pero que no es
condescendiente con estos. Pregunta y señala contradicciones con espontaneidad
y sin temores. Pero tampoco es un niñoadulto
preocupado gravemente por las injusticias del mundo como sí lo fuimos muchos de
las generaciones nacidas en los años 60 y 70 que identificados con Mafalda
engrosábamos contradicciones leyendo Billiken. Él se preocupa como un niño y
como tal va participando en los acontecimientos de la historia, desde su
cotidiano en Clorinda y al mismo tiempo viajando por los cotidianos de otros
tiempos. En esos encuentros con personajes como San Martín, es donde los
sentimientos y los recorridos por los escenarios vivos arman la coreografía en
la cual el niño es escuchado en sus preguntas y sus observaciones por un adulto
que tiene algo para ofrecerle, pero que también es capaz de sorprenderse, que
es un héroe pero también un humano que se enamora, se equivoca y envejece. Este
estatuto que se le otorga a los niños como potenciales hacedores de la historia
desde el juego y la ficción, hace que otro niñito cercano me diga que Niña la compañera de aventuras de Zamba
cosió la bandera para el Cruce de los Andes "de verdad". Los pequeños
dejan de ser meros espectadores pasivos para devenir lúdicamente en
protagonistas de los acontecimientos de la historia. Me pregunto ¿cómo
impactará generacionalmente esta forma de trasmisión que invita con tanto
énfasis a la experiencia durante la misma situación pedagógica? No creemos que
los niños de ayer hayan ido al Convento de San Lorenzo o al Museo Histórico
Nacional con el mismo entusiasmo con el que muchos van hoy.
El modelo de la Escuela Nueva nos proponía la mirada del niño como
faro, Freyre, una pedagogía dialógica. Tomándonos de estos antecedentes volvemos
a nuestro dibujito para decir que la operación de igualación que organiza aquí
las relaciones, no por tal rompe las disimetrías necesarias entre Zamba como
niño y los personajes adultos. Los autores apelan a dejar bien en pie lo
infantil, ya no sólo del lado de los guiones, sino también del montaje.
En lo formal se utilizan recursos ya conocidos por los niños,
funcionales a la estrategia que apunta a una llegada que si bien aún no es
masiva, sí está siendo apropiada por muchos pequeños independientemente de su
pertenencia social.
Que un prócer sea elevado a la categoría de superhéroe (el hijo de
otra amiga pidió la torta de San Martín para su tercer cumpleaños), o que junto
a Niña el pequeño formoseño recorra el Cabildo en plena Gesta de Mayo como si
las escaleras fueran los niveles del videojuego Mario Bros, da cuenta de una
mirada que logra romper con el adultocentrismo nuestro de cada día, en favor no
sólo de los niños, sino también de nosotros, los adultos.
Al recordarnos que también podemos jugar, releer la historia y
humorizar con lo que nos contaron, ser menos solemnes con el uso de las
palabras (como cuando Zamba le pregunta a Emilio Petorutti si un cuadro suyo es
un "vanguardismo" o a Botero, si su pintura es un
"Boterismo"). Quizás sea esta invitación a que juguemos Con los niños
como adultos con capacidad de asombro, lo que nos haga seguir creciendo
mientras los vemos crecer, confiando en que si encuentran en Zamba un espejo
donde mirarse, habremos ganado unos porotos (no de soja) en el duro camino de
la Batalla Cultural, contra aquellos que prefieren que seamos meros
espectadores de la historia, o de su fín (Fukuyama's dixit).
*Publicado en Rosario12
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