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Las dos últimas frases del
comunicado que la Unión Cívica Radical emitió, con la firma de Ernesto Sanz, el
último 25 de agosto para denunciar un supuesto fraude en las elecciones de
Tucumán rezan así: “La UCR nunca consentirá que se siga utilizando la pobreza
como medio de sometimiento ciudadano” y “democracia y transparencia para
Tucumán y para todo el país”. Su redactor no se sintió obligado a hacer alusión
a hecho concreto alguno que justificara una denuncia cuyo calibre alcanza
además para alertar sobre el peligro de que el país regrese, en materia
electoral, a la situación “previa a la ley Sáenz Peña”. En reemplazo de la
descripción de los hechos concretos, la denuncia se apoya en una vaga
referencia a “un sistema electoral tramposo, con violencia y sometimiento de
los votantes a prácticas electorales aberrantes que buscan transformar en
clientes a los ciudadanos”. De lo que habla una y otra vez el comunicado (y,
podríamos generalizar, toda la pirotecnia opositora de estos días) es, en
realidad, del voto de los pobres. A eso, muy obviamente se refieren cuando
hablan de ciudadanos y clientes. La alusión al “sistema electoral tramposo”
carece de contenido, y la “violencia” se refiere a un puñado de situaciones de
ese tipo protagonizadas por el oficialismo y también por la oposición que de
ninguna manera podría decidir el resultado del comicio. De modo que el fraude
estaría alojado en la manera en que se consiguen los votos de los pobres.
Fraude es, entonces, el nombre con que se designa un corte social del
voto que, en Tucumán quedó expresado en el predominio de la oposición en la
ciudad capital de la provincia y en la amplia victoria oficialista en las
localidades más pobres de la provincia. Fraude es una forma engañosa de
presentar un argumento sobre lo que es o, mejor, sobre lo que debería ser la
democracia. Es un argumento muy antiguo y que tuvo una eficacia muy alta en los
períodos iniciales de los procesos de ampliación democrática de los regímenes
liberales oligárquicos. Fue ni más ni menos que el argumento que se usó en
defensa del voto “censitario”, que consistía lisa y llanamente en la limitación
del derecho electoral a aquellas personas de sexo masculino que pudieran
demostrar un cierto nivel de renta. El voto, se decía, es un derecho de las
personas “independientes” y no de los que viven de un salario, ni de las
mujeres, ni de los niños; estas categorías de personas se expresan a través del
patrón y del jefe de familia. De otro modo, las personas dependientes no harían
sino multiplicar artificialmente el peso del elector “independiente”.
Hay que volver a mirar la escena de la elección presidencial argentina
de 2007. También en aquella ocasión se habló de fraude; fue Elisa Carrió quien
lo denunció después de haber salido segunda detrás de Cristina Kirchner por una
diferencia superior a 23 puntos porcentuales. Nunca presentó prueba alguna que
insinuara algún fundamento para la desaforada denuncia. Pero su retórica no
terminaba ahí; decía además que el futuro de la república dependía de liberar,
de la mano de la clase media, a los pobres de la “jaula del clientelismo”. Una
vez más, el fraude era el voto de los pobres. No hay sistema electoral que
solucione este problema porque no se trata de un problema técnico sino de un
problema político. Es, ni más ni menos que el problema de las masas, la
obsesión de los poderosos en las sociedades modernas; cómo congeniar la
ampliación del derecho al voto –difícil de revertir de modo estable y duradero
en la mayor parte del mundo– con el orden social. En las últimas décadas al
orden social se le llama gobernabilidad o seguridad jurídica pero sigue siendo
la misma cuestión, es decir la estabilización política del régimen de
desigualdad social en el que viven las sociedades modernas. Toda la teoría y la
práctica de la construcción institucional gira alrededor de ese problema clave,
cómo compatibilizar la igualdad de los ciudadanos con la desigualdad de las
personas. Las soluciones liberales al problema sostienen la necesidad de un
tejido institucional complejo, capaz de mediar los conflictos, de atemperar las
contradicciones. Los partidos políticos y el sistema que conforman son una
parte esencial de ese tejido. En Europa, por ejemplo, se organizó, después de
dos terribles guerras, un sistema de partidos depurado de los llamados
“partidos antisistema”. En los países como Italia, donde existía un fuerte
partido comunista, la amenaza fue conjurada, primero por el pacto de exclusión
implícito entre todos los demás partidos que bloqueaba la participación
comunista en el gobierno y después por el progresivo y voluntario deslizamiento
de lo que fue el PCI –por el camino de sucesivos cambios de nombre– a
posiciones totalmente compatibles con la reproducción del statu quo político y
social dominante.
Esos sistemas estables de partidos políticos que tienden hacia el
centro y constituyen una partidocracia estable, indiferente a los giros
ocasionales del electorado, concentrada en la conservación de su modo de vida y
propensos a la colaboración “transversal” en su interior, sufren una amenaza
principal: es la crisis. Es el momento en que una parte considerable del pueblo
ha dejado de sentirse incluido y representado por la política de los partidos.
Es lo que pasó en la Argentina de 2001, en varios países sudamericanos en los
primeros años de este siglo y lo que está pasando en la Europa pobre y
dependiente, en esta etapa. Las instituciones existentes dejan de contener las
demandas sociales o, dicho de otra manera, están ante el desafío de
transformarse en medio de la crisis. Son tiempos conflictivos, de agudización
de las contradicciones. La partidocracia se defiende. Se impacienta por volver
a la normalidad. Denuncia el conflicto como la obra de demagogos y populistas
irresponsables. Y propugna cerrar la grieta, volver al consenso, reconciliar a
las partes, siempre en torno a los pilares del orden constituido.
Estamos hablando de estas cosas en un país, cuyas clases privilegiadas
tuvieron muchos problemas para construir un orden de dominación estable y
duradero. Después de la ley Sáenz Peña sancionada en 1912 –es decir del
sufragio universal (masculino), secreto y obligatorio– emergió el yrigoyenismo,
un movimiento popular de clases medias que impugnó el orden de la “república
posible” vigente e inauguró la democracia moderna en la Argentina. Y las clases
poseedoras no volvieron a asegurar su dominio por medio de un partido político
capaz de reunir voluntades mayoritarias y construyeron la “institución”
argentina que rigió hasta 1983, el golpe de Estado. La intervención pretoriana
de las fuerzas armadas pasó a ser, junto con el fraude –el verdadero, no el
televisivo–, la proscripción y la violencia, el mecanismo de ajuste de las
crisis políticas, el atemperador del conflicto social y la carta contra el
movimientismo populista, el de Yrigoyen primero y luego el peronismo. Después
de la recuperación democrática de 1983, la derecha preservó el orden sobre la
base de la influencia tecnocrática –particularmente la de los economistas del
establishment– en la vida y en la acción de los dos grandes partidos de origen
popular. Desde este hilo de razonamiento se puede decir que estos últimos años
son una novedad histórica: gobierna un movimiento surgido del peronismo y
nacido en la crisis más profunda de las últimas décadas, bajo el asedio
sistemático de los sectores sociales que estuvieron detrás de cada uno de los
golpes de estado oligárquicos del siglo XX, en plena vigencia del estado de
derecho y sin hacer concesiones, en lo fundamental a la extorsión de esos
sectores.
Llegados a este punto, podemos contextualizar mejor el operativo
político de la denuncia de fraude en Tucumán, como parte de la estrategia de la
derecha en el país. Desde la perspectiva de la coyuntura “corta”, el alboroto apunta
a mellar electoralmente al kirchnerismo y a su candidato: no casualmente los
columnistas orgánicos del privilegio ponen el conflicto tucumano en la suma de
los problemas que acumuló Scioli desde su triunfo en las PASO. La pregunta, en
estos tiempos, es cuántos puntos le suman o le restan a tal o cual candidato
las escenas políticas que se suceden. Y lo mejor para la derecha es que esas
escenas definitorias se relacionen lo menos posible con el proyecto de futuro
que cada uno tiene para el país. Eso obligaría, por ejemplo, a Macri a sacar
del closet a su hipotético futuro ministro de economía para defender,
públicamente y en su nombre, la idea de la devaluación y del ajuste. O por lo
menos a retomar la fugaz pirueta populista previa a las primarias por la que
hizo suyas las políticas fundamentales de lo que suele presentar como un
gobierno desastroso. Hay otro plano de la operación que apunta más allá de las
elecciones y consiste en imponer la descripción del kirchnerismo en términos de
régimen. Es decir, no como un legítimo ocupante del gobierno sino como un
usurpador que usó del Estado y sus políticas para construir una nueva hegemonía
política para lo cual alteró las reglas institucionales. Ese es el filo de la
palabra fraude. Así se hizo contra el yrigoyenismo y contra el peronismo. Se
los situó fuera de la lógica democrática y se los despojó de títulos
habilitantes para participar en la competencia electoral. En los treinta fue el
mero fraude electoral consentido por la tristemente célebre “concordancia”, de
la que formó parte el radicalismo alvearista. Desde 1955 en adelante, hasta la
corta primavera democrática de 1973, el mecanismo fue una sutil innovación en
el sistema electoral argentino, mucho más eficaz que el voto por computadora:
consistió en prohibir la participación peronista en las elecciones, con lo que
se “liberó” drásticamente el voto de los pobres. Combinada con la periódica
intervención militar, la proscripción impedía el regreso del denostado
“régimen”.
El movimiento popular, en el país y en la región, ha aprendido a
crecer, a ganar elecciones y ejercer el gobierno sobre la base del
reconocimiento de la legalidad constitucional con la consecuente obligación de
revalidar sus títulos en las urnas en elecciones limpias. Es un avance extraordinario.
El comportamiento de la derecha en estos tiempos está señalando un déficit en
su capacidad de vivir el drama democrático sin la llave mágica de la alteración
de los tiempos institucionales que, en estos tiempos, ya no se expresa con las
formas clásicas del golpismo militar sino bajo el rótulo más flexible y
socialmente más presentable de la “ingobernabilidad”. Fraude es el nombre de un
proyecto restaurador del control de las clases privilegiadas sobre el Estado y
la política, apoyado en la deslegitimación del voto popular.
*Publicado en Página12
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