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La palabra conciencia se nos
escurre entre las manos. Es raro tener una palabra entre las manos. Pero ella
significa muchas cosas, que tan pronto terminan de insinuarse, se diluyen en
múltiples equivalencias. También resbaladizas: razón, intención, lenguaje,
discurso, inconsciente, juicio, conocimiento, sabiduría, cuidado, alma,
escrúpulo, ego, espíritu, persona. ¿No usamos la palabra conciencia, cuando la
solicitamos en nuestra lengua común, para cualquiera de estas acepciones? Con
este ambiguo repertorio, la palabra conciencia ha estado siempre en el
estrellato de la filosofía y se convierte en el trasfondo de todo lo que
estamos discutiendo actualmente. Porque no puede dejar de ser invocada
precisamente por su equivocidad. Postulamos a la conciencia cuando preguntamos:
¿En qué creer? ¿Se induce el voto? ¿Qué es el clientelismo? ¿Qué es la
conciencia respecto a las normas o las leyes? ¿Hay conciencia de clase? ¿Lo
popular es una forma de la conciencia? ¿Un gesto político es una forma de la
conciencia? ¿O ya no es posible, salvo para los sempiternos fenomenólogos y
existencialistas tardíos, elaborar nociones sociales y políticas sobre la base
de las expresiones de la conciencia?
En mi opinión, aun una teoría de la conciencia (o de las creencias)
nos es necesaria para proseguir las discusiones acuciantes en relación a la
justificación de porqué los conglomerados humanos producen sus acciones políticas.
Se discuten las razones del voto y una cámara judicial de Tucumán propuso una
justificación para anular las elecciones –ya suficientemente comentada por
muchas voces críticas– que encerraba la teoría de la conciencia en una suerte
de cámara aséptica. La congelaban en un recinto no susceptible a las
compulsiones del contexto histórico. Ignorando que las conciencias son un
diálogo de la compulsión con la pulsión, prácticamente la resumía en el “alma
bella” que en su pureza “se consume a sí misma”. Así lo proclamaba el maestro
Hegel, que tomaba este tema (en forma crítica) de todo el romanticismo alemán.
En este caso tucumano, eran las huellas palpables de la imposibilidad judicial
de preguntarse por el origen de las creencias, las adhesiones y las escalas de
materialidad que siempre operan, lo que no necesariamente son el sinónimo para
abandonar los votos “a las contaminaciones del bolsillo”. Rara cuestión, que
por la negativa, en las pasadas elecciones en la Capital Federal, un candidato
resolvió, sin pretenderse clientelista, con la consigna de “vote con el
bolsillo”.
Pues bien, el momento del voto, en todas nuestras perfectibles mas no
perfectas democracias, es el más apropiado para observar estos movimientos de
la conciencia, donde los distintos planos del interés objetivo y subjetivo
están dramáticamente en juego. El voto representa una conciencia en actividad
electiva, solicitándose a sí misma en una torsión de decisión entre opciones
diversas. ¿Cómo actúa allí una conciencia, si no es impregnada de formas de
encendido (como si fuera un motor) donde el elemento iniciador son compromisos
tanto materiales como inmateriales, siempre plurivalentes ante sí mismos? Tanto
pueden ser persistencias ideológicas como fragmentos disueltos de antiguas
creencias, compromisos complejos con el entorno o cálculos ante la solidaridad
comunitaria y a veces conjeturas fatalistas sobre el “mal menor”. Y el
consabido “mal menor” puede componerse de elementos moralizantes, hipótesis
catastróficas o conveniencias puntuales. Muchas de estas facetas son
susceptibles de ser catalogadas en el libro infausto del clientelismo, la forma
más baja de la ciudadanía.
En torno del complejo caso Nisman, se ha conjeturado sobre la figura
del “suicidio inducido”. En verdad, esta expresión resulta una verdadera
redundancia, pues no hay ningún elemento en ese comportamiento extremo que no
sea “inducido”. Arriesgamos la idea que la discusión sobre la “personalidad” y
la “decisión” de Nisman, contiene los mismos elementos que la discusión sobre las
fórmulas de creencia en relación al voto. Las sociedades en las que vivimos
padecen una compulsión consensual que se torna persistente bajo toda clase de
incitaciones. En general, incitaciones genéricas al consumo, cuestión que no
debe llevarnos a moralismos “marcusianos” anti-consumistas sino a nociones de
consumo más despojadas de la coacción simbólica del mercado de imágenes
banales. Este mercado, a la vez que critica el clientelismo de los viejos
punteros (comida por voto, en un inmediatismo que falsifica toda creencia
social) produce el clientelismo mediato de la “inducción inmaterial” (canje de
votos por las imágenes del más pobre hedonismo que ha imaginado una larga y
rica historia del mundo moderno).
Pesada forma de inducción, con clientelas medidas en ratings y escalas
de deseos estamentalizados por agencias especializadas según el modelo de
“inducción” en que se han dividido las nuevas clase sociales. Esto es, conforme
al modo en que son inducidas a un comportamiento, que por un lado restringe libertades
abstractas valiosas, pero deja un resquicio para la libertad en la necesidad,
que puede o no manifestarse como tal en el momento del voto. De todos modos, la
imagen banal nos pone en peligro, pues no se trata de que ella no sea elaborada
con las tecnologías artísticas más destiladas, sino que banaliza los problemas
que trata. Ejemplo: el programa de Mirtha Legrand donde se trató el caso Nisman
con la pregunta “¿es culpable o no Lagormarsino?” Fórmula insustancial para una
cuestión esencial, pero también: alta tecnología de escrutamiento visual,
televisión judicial, ficcionalización de una mesa familiar, simulacro de
conversación burguesa, perfidia telenovelesca, inimputabilidad del intento de
imputar en primera y última instancia, en suma, temas cruciales tratados bajo
una abrumadora sandez. Filosofía del clientelismo estólido en el seno de
discusiones fundamentales de la nación. Ese clientelismo existe porque las
fuerzas populares no han encarado como debían una necesaria crítica del gusto
colectivo.
Las campañas electorales, a pesar de que están casi totalmente tomadas
por la inmediatez de esa inducción, algo tienen todavía de los antiguos torneos
en los que válidamente se disputaban porciones de la creencia colectiva. Estas
creencias siguen existiendo incluso en casos sobradamente estudiados en donde
reinan formas obtusas del clientelismo (el peronismo nació en contra del
clientelismo conservador: “acepten lo que les dé el patrón y luego voten lo que
quieran”) pero también subsiste en acciones practicadas más de medio siglo
después por importantes secciones del peronismo ya mimetizado con las añejas
formas conservadoras. (En Tucumán, el peronismo ganaba igual la elección, pero
precisaba, por razones que ese curioso mimetismo de la historia debe esmerarse
en explicar, la onomatopeya del más rancio conservadorismo. “Acepten lo que les
damos e igual voten por nosotros”). Admitamos que siempre hacemos algo con lo
que nos hacen y solemos considerar a ese segmento de auto-deliberación el
precio de nuestra libertad. El problema de ambos clientelismos, el costumbrista
y el de la globalización de las conciencias, debe originar un único debate
sobre el estado de las creencias autónomas en las sociedades contemporáneas.
De la resolución de este dilema depende el futuro de los movimientos
populares. Gramsci esperaba “elevar los sentimientos del sentido común popular”
con un original enfoque de las herencias intelectuales de la nación. Pero en su
época, se podía pensar en este tema de otro modo. Prácticamente no había radio
y no existía la televisión. Gramsci era crítico teatral y Pirandello solicitaba
la atención de todos los sectores culturales populares e intelectuales. Hoy
todo el universo es teatro, pero teatro donde se puntúa a sectores de la vida
popular según canten, bailen o forjen su intimidad pública en torno a un
patronazgo que ya tiene incorporadas sus formas de imitación (y de allí ese
tipo de mímesis operando como clientelismo simbólico). Laclau, por su parte,
intentó la hazaña conceptual de ligar el populismo a la forma plena de la vida
intelectual como método de la conjunción lógica de “intereses desinteresados”,
cuando en su diversidad, coinciden con interpelaciones que se les dirigen a
ellos, y que ellos también desean.
La doctora Carrió fue la que inauguró entre nosotros la crítica al
populismo no como “la elevación de los pobres” sino como la “política que
produce pobres”. Era una nueva versión contrahecha y maligna del contrato
social: se precisan pobres para que voten a los populistas que dicen que se
ocupan de los pobres, y de allí, el clientelismo pasa ser el fondo teórico de
esta idea recaudadora de votos. Igual que en el dictamen de la cámara de
Tucumán, las elecciones quedaban anuladas por deficiencias estructurales en la
conciencia inducida del elector. En la teoría de Carrió, más profunda de lo que
imaginamos en sus alcances obtusamente elitistas y en su fondo,
antirepublicana, se imagina un sistema que se retroalimenta de los daños
sociales que produce. En este caso solo quedaría espacio para una estrecha
política crudamente moralizadora. No en términos de una necesaria moral pública
que mediatiza siempre la existencia social, sino de una moralización
correccional bajo el modelo (sin duda involuntario, pues no calcula las
consecuencias fácticas de sus decires) de una república penitenciaria.
No es posible la postulación de una conciencia transparente de punta a
punta, la cual es imposible de conseguir aun para el republicanismo más
combatiente. La conciencia, si seguimos postulándola, es porque siempre tiene
un repliegue que se dirige hacia sí misma: es la magia de la autoreflexión. El
poder pensar sobre sus actos, aunque sea como un balbuceo penitente. Ese
plegarse opaco sobre sí es la base de las religiones, las plegarias, la
autocrítica, la astucia, la responsabilidad o el lenguaje. Y por supuesto, del
populismo en todas sus versiones, desde la toscamente clientelista hasta la más
refinadamente teorética. Este acto auto-reflexivo nunca podría tener una ilusa
transparencia, pues el yo se construye en la imposibilidad de pensar todas sus
prácticas aunque en la desesperación quimérica de querer hacerlo. ¿Qué tiene
que ver esto con el clientelismo y la idea de que las conciencias siempre son
inducidas?
Un enjambre de creencias (eso es una sociedad) es siempre un juego
mutuo de inducciones. Pero en todo caso, de una inducción democrática, con
emisores visibles y poseídos públicamente por su argumento, no del silogismo
surgido del subsuelo anónimo de las operaciones que imprimen “creencias” a
través de sus líneas de montaje en las penumbras. Con todo, hay en nuestro país
un debate profundo sobre las creencias. Como en todo el mundo, se discute no
solo sobre lo que se cree sino sobre lo que sería necesario para un retorno
activista del reino de las creencias. Más allá de la “inducción”, es decir, de
las formas coactivas de los tratos colectivos. Pero sería un error situar las
creencias firmes y remanentes tan solo en la zona de las minorías activas de
carácter ideológico, cultural, electoral o confesional. La disputa es por las
creencias populares, donde el clientelista las confirma en su apatía, pero el
pensamiento popular lucha por darles su horizonte libertario, que siempre les
fue inherente. Hay una querella en el seno de los movimientos populares para
reconstruir autonomismos, para que vivan en su siempre anhelada mayoría de
edad, para que no los alcancen las críticas al clientelismo. Críticas a ese
clientelismo tosco que torna hueca a la vida popular, pero críticas que en
general emanan del clientelismo de las ideologías financiarizadas que ultrajan
simbólicamente a esa misma vida popular.
* Sociólogo, director de la
Biblioteca Nacional.
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