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Ah, las elecciones, qué sexis
son. Siempre que entro al cuarto oscuro me parece entrar (como en mis días de
galán), a una discoteca donde se podía definir mi futuro al encontrar a la mujer
de mi vida; elegir, ser elegido. O elegir y ser rechazado, lo que no era poco
común. Y uno sale del cuarto oscuro henchido de orgullo, para meter el sobre en
la urna, que nos llama a consumar el éxtasis. Ah... tarea cumplida. Al fin la
puse.
Así como la elección del compañero/a es la consumación del ser hombre
o mujer (seas negro, blanco, gay o fanático de Arjona), meter el voto en la
urna es la del ciudadano. Hasta el aséptico acto de apretar el botoncito de
voto electrónico asemeja a apretar el ombligo del hombre/mujer elegida.
Pero si al poner el voto en la urna no sentís un cosquilleo de amor, o
de excitación, sino de odio o desprecio, o si apretaste el botón del voto
electrónico y en lugar de imaginar el ombligo de la persona amada pensaste que
era el botón de la silla eléctrica que exterminaría a tus enemigos, es porque
elegiste por descarte, o por odio, que es peor.
Elegir por amor es ponerle el pecho a la historia y hacerse cargo de
ser protagonista. Es elegir con ganas, con pasión, con cojones y ovarios. Es
pensar en un mundo mejor, en una vida mejor, en que nuestro trabajo, la soja,
el dólar y las guitarras valen lo que deben valer y (sobre todo) que podemos
pagarlos. Un mundo en el que tenemos casa, trabajo, auto, vacaciones. Sueños.
Elegir por descarte es como llegar a las tres de la mañana en la
discoteca y agarrar lo que venga ante la posibilidad de quedarse solo. Todos
hemos vivido esa situación en la vida o en el voto. Es un mal menor. Y con el
tiempo uno llega a creer que "es mejor solo que mal acompañado". Pero
si elegís por descarte no hay devolución, mi amor. Era lo que quedaba, la chica
del mal aliento, el pibe de los granos y los ojos chanfleados.
Elegir por odio es ilógico pero sucede. Es enamorar a la ex novia del
amigo que nos sacó el puesto de mejor alumno. O a la hermana de una ex novia
que nos dejó por otro más lindo. Rara vez funciona. El odio obnubila y uno pone
cualquier voto (o sea: la pone en cualquier lado) confiando en terminar la
noche en un buen motel pero con muchas chances de terminarla revolcándose en
los yuyos, donde hay cardos. El que vota con amor recibirá amor. El que vota
por despecho, despecho.
Si elegís a la chica/o nacional y popular (está en el fondo de la
discoteca, sin alharaca, con mirada de indomable) te va a obligar a juntarte
con la negrada, los domingos vas a comer choripán con tetrabrik, vas a pintar
paredes, bailar cumbia, e ir a toda reunión donde se hable de proyectos.
Probablemente vas a tener que aprender a cantar "la marchita". Eso
sí, nunca te va a dejar en banda cuando lluevan garrotazos y gases
lacrimógenos. En época de sequía, con un puñado de arroz te hace un asado.
La chica neoliberal está adelante del grupo. Brilla, es linda, sí. Más
que linda. Seguro que es rubia, pero a lo mejor es teñida. Los dos primeros
años van a ser pura noche de bodas, y cuando te haya secado (en todo sentido),
te va a remplazar por el primer Donald Trump que pase (los pagarés quedarán a
tu nombre). Pero, "quién te quita lo bailado", dirás a cada rato
cuando manejes tu taxi a pesar de tu título de ingeniero aeronáutico espacial
intergaláctico.
La chica troska lleva pollera de bambula, buzo comprado en La Salada y
tatuaje del Che en algún rincón del cuerpo (se lo tatuó antes de ser troska,
ahora el Che le parece de derecha, pero sacarse el tatuaje le resulta un señal
imperialista; vaya uno a saber por qué). Es buena piba, pero siempre te va a
llevar la contra. Pintaste una pared de azul el domingo, el lunes te va a pedir
que sea verde. Eso sí, te va a defender con uñas y dientes, y va a quemar gomas
en la puerta del almacenero cuando aumente el arroz cincuenta centavos. Otra
ventaja es que si viajás a New York, te vas a ahorrar el pasaje de ella.
La chica radical está en el medio del grupo. Es la mujer ideal, para
los que piden que "no hagan olas". Seguro que es un amor para toda la
vida. Buena madre, hijos educados sin ideas raras. Es probable que con el
tiempo la pasión desaparezca, pero no es grave si no te molesta hacer el amor
mientras Alfonsín e Illia te miran desde sus retratos. Si ella te garantiza que
se quiebra pero no se dobla, no hagas la prueba. Créele, eso es amor verdadero.
Las otras son un viaje de ida, sin garantías. Ayer no estaban ahí, y
hoy están. Visten bien pero no se sabe de dónde sacan plata para la ropa. Ríen
como en propaganda de cirugías estéticas o implantes dentales. Es imposible
saber qué piensan, qué van a hacer apenas te pongan una mano encima. Están las
que bailan por izquierda y te pisan por derecha, las que cuando te vean
despeinado te van a acusar de irte de joda con una iranívenezolana
entrenada en Cuba en el arte del amor, y las que prometen voluptuosas cabriolas
en la cama que nunca deberán cumplir porque seguro que vos dormís en la
habitación de servicio.
También existe el sexo sin amor y el voto sin amor. El sexo sin amor
es divertido, según dicen por ahí. Pero no es lo mismo el sexo sin amor que ser
empomado en una situación confusa. En el voto es igual: votar sin amor puede
ser un acto solidario, necesario, incluso republicano. Pero que otro vote por
vos, que decida lo que te conviene, no. Como sucedió con el voto en blanco en
CABA: gente que no quiso votar a ningún candidato para no verse involucrado
terminó decidiendo el resultado, que era justo lo que no quería.
Votar es elegir entre continuar o cambiar. Elegir la continuidad es
reconocer que uno está bien, algo que a los argentinos nos cuesta mucho, y más
si uno es heredero de la tradición piamontesalombarda
donde estar mal, verse mal, y quejarse a cada ocasión, es la vida misma. Bailar,
reír, vestirse de colores, en definitiva ser feliz, es una contradicción a esa
vida de sacrificio que heredamos, de miradas torvas, ropas grises, colchones
como cajas fuertes.
Votar por el cambio es darle forma a esa queja tan promocionada. No
importa si es una queja por el valor del dólar, por la muerte de Nisman, porque
el pan de Precios Cuidados tiene mucha miga. Es más fácil estar enojado que
contento, el enojo no lo tenés que justificar; en cambio la satisfacción es
sospechosa, sospechosa de estar sostenida por el alcohol, las drogas o planes
asistenciales.
A diferencia del matrimonio, el voto es perecedero. Es un acto de
amor, o de conveniencia, o de odio, o de inercia, que caduca. Y no es un acto
aislado, sino que se une a una tradición familiar o personal. Se recuerdan
votos anteriores, culpas, dolores, vergüenzas, aciertos. Cada voto, como cada
acción en la vida (incluso cada matrimonio), tiene la ventaja de enmendar el
anterior.
Tampoco es cuestión de pagar las deudas eternamente. Si fuiste un
boludo (todos los fuimos alguna vez) con dejar de serlo, basta. Si votaste al
Gran Dormilón, o al Turco que Lo Reparió, no es necesario que te vayas al
Himalaya en calzoncillos y ojotas ni anotarse en esa nave que va a Marte y
nunca regresa. Hay que pensar, aunque no sea comprobable, que los errores
políticos se subsanan con una buena práctica democrática que puede comenzar
ahora. Ya.
*Publicado en Rosario12
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