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Pocas cosas resultan más
vinculadas al origen de nuestra independencia que la entonces (y actual)
necesaria reforma judicial. Basta evocar al bueno de Monteagudo: “Cuando un
pueblo ha llegado a establecer un gobierno propio, como ha sucedido ya
felizmente entre nosotros, su libertad estriba casi enteramente en el manejo de
los jueces... la libertad civil a cada paso es atacada por la administración
judicial, si los jueces son corrompidos... ¡Provincias Unidas que a costa de
tanta sangre derramada habéis probado que deseáis vuestra libertad! Velad
siempre sobre la conducta de los jueces. No olvidéis lo que sufristeis de los
antiguos: examinad la de los presentes: juzgad y comparad”.
No podía ser de otra manera. La independencia de los jueces hace a un
elemento nuclear de la revolución liberal y democrática de los siglos XVIII y
XIX. Si no recordar a Voltaire que titula su obra postrera: El precio de la
justicia y la humanidad.
La trascendencia de una magistratura independiente –no sólo del poder
político, sino así también del económico, del religioso– llega a su culminación
cuando el judicial es encargado no solamente de aplicar la fría ley sino de
garantizar los valores constitucionales nacidos del pueblo y del poder
constituyente. Esta independencia es el nudo gordiano de la discusión acerca de
la posición institucional que debe corresponderle al judicial.
Porque le cabe a todo juez garantizar la sumisión del poder al
derecho, para lo que necesita una ausencia de subordinación en el ejercicio de
sus funciones –lo que nunca puede ser considerado un privilegio de casta, sino
una garantía del justiciable– frente a cualquier actuación al margen del orden
jurídico, provenga de quien sea.
Pero esta clásica visión, siempre tan necesaria, deviene insuficiente
para hacer frente a las nuevas exigencias derivadas del mundo actual y de las
sociedades contemporáneas. En éstas, el poder aparece distribuido en una
pluralidad de factores y cuerpos, tantas veces ajenos a la organización del
estado, cuyo cimiento –siempre es bueno recordar– es la separación de la esfera
pública respecto de la privada, o sea, el divorcio entre el poder político y el
poder económico (hoy fundamentalmente mediático), que hace al ejercicio de su
soberanía.
Por ello, esta independencia de jueces entendida sólo desde una
perspectiva clásica, constituye la historia de nuestro último cuarto de siglo
pasado, cuando el control fue ejercido básicamente por la exclusión de los
jueces de áreas de conflicto políticamente importantes, y luego también por
formas de disciplinamiento interno, lo que les garantizó a los funcionarios una
supervivencia relativamente disimulada –y siempre pretendidamente aséptica– por
lo menos hasta el día de hoy.
Se trata de una independencia meramente corporativa, como enseña
Boaventura de Souza Santos, esto es, un desempeño burocrático y reactivo
centrado en el microlitigio clásico y políticamente neutralizado. Contra esto
se alza una independencia democrática, donde se defiende la responsabilidad
política del judicial a través de un desempeño más activo. Este punto de vista
democrático y no corporativo, no sólo asegura resolver un conflicto con
ausencia de presiones de los poderosos, sino –y por sobre todo– decidir contra
los intereses sectoriales que pugnan por mantener un statu quo inequitativo que
en nada contribuye al avance de la vigencia de los derechos.
En definitiva, una noción fuerte de independencia entendida
democráticamente, además de abarcar la garantía de no manipulación del
poderoso, también se integra con una determinada configuración del poder
judicial con capacidad institucional para la ampliación de los derechos. Esta,
y no otra, es su fuente de legitimidad.
* Juez de la Cámara Federal
de Casación Penal.
Publicado en Página12
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