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A lo largo de estos años el
proyecto kirchnerista ha sabido ganarse un lugar entre los gobiernos
progresistas de la región. Aquellos gobiernos que, con marcadas y en algunos
casos sustantivas diferencias, se han enfrentado con distinto grado de éxito
pero idéntico convencimiento a la hegemonía neoliberal que inundó Latinoamérica
durante la década de los noventa. Esa ola neoliberal que también empieza a ser
cuestionada en Europa por el ahora partido gobernante griego y los militantes
de un Podemos con cada vez más presencia política en España.
Los unen no sólo discursos sino políticas públicas concretas en donde
los cambios producidos en el rol del Estado se materializan en políticas
sociales, redistributivas e intervencionistas de un mercado que ha dejado de
ser el reinado de la eficiencia para ser un campo de lucha.
Ese escenario supo ver al proyecto ganar y perder batallas contra los
más diversos actores. Tan poderosos fueron los enemigos que sirvieron, aun en
las derrotas, para generar cohesión y unión, no sólo en la militancia
kirchnerista sino también en la gente de a pie que apoya el proyecto. Sin
embargo el momento actual no es el mismo. Atrás parecen haber quedado las
cuestiones materiales que definen este proyecto. La pelea con los fondos
buitre, la posición frente al FMI, la construcción de una Latinoamérica unida y
soberana, las corridas cambiarias generando inestabilidad en el mercado, la
inflación, la inseguridad, la ley de medios, las peleas por las retenciones
(125 y Mesa de Enlace mediante), la nacionalización de las AFJP, de Aerolíneas
Argentinas, de YPF o la reciente del servicio ferroviario.
Estas cuestiones, nombradas sólo a modo de ejemplo, aunque persisten
en su importancia, en sus contradicciones, en sus políticas públicas, en sus
aciertos y errores, empiezan a ser empujadas fuera de la agenda por una
cuestión que lenta pero inexorablemente es crucial. Esa cuestión no es, como
algunos piensan, una pregunta existencial, por la esencia de este proyecto y su
relación con el Partido Justicialista y los movimientos sociales. Es una
pregunta más sencilla y, precisamente, es su sencillez la que va terminar
definiendo, en la práctica, en los hechos, es decir en la política, qué es o
qué no es el kirchnerismo. Es la pregunta por el candidato de carne y hueso que
va a intentar dar continuidad a este proyecto.
Si el enemigo poderoso unía y cohesionaba, la pelea por quién
representa la continuidad debilita y divide. El proyecto se enfrenta ahora
consigo mismo. Y he aquí el dilema.
Alinearse detrás de la lealtad de quien más posibilidades tiene o
consolidar una alternativa progresista detrás de un candidato que, aun en
desventaja, con respecto a los candidatos de la oposición, se presente como,
aun en la derrota, el representante más puro del proyecto kirchnerista. Desde una
vereda se asegura que el kirchnerismo construyó poder desde el poder, por lo
tanto el proyecto no puede darse el lujo de ceder espacios, abogan por una
teoría del “cerco” pero a la inversa de su versión setentista, afirmando que no
se puede rifar todo lo conseguido por cuestiones ideológicas. Desde la otra,
con un discurso fragmentado, lleno de matices y grises, se esfuerzan por gritar
que el kirchnerismo se muere si no se profundiza, que no todo intento por
mantener el poder es válido.
Este dilema, en apariencia central y excluyente, invisibiliza sin
embargo al actor principal que es, en definitiva, quien tiene el verdadero
poder y que es capaz de transformar al poder político en aquello que en Chiapas
se conoce como “mandar obedeciendo”. El candidato es el proyecto, decía un
cartel en la masiva plaza del 1º de marzo. Todos sabemos que sólo puede serlo
ideológicamente, pero la política y la ideología no son lo mismo. Cuán cerca
estará la política de la ideología no dependerá sólo del poder que puedan acumular
de un lado y otro de la vereda, sino principalmente de cómo el pueblo pueda
materializar su legítimo e indelegable mandato.
* Docente Colectivo Educativo Manuel Ugarte.
Publicado en Página12
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