Imagen Rosario12 |
Época de fiestas y una
pregunta: ¿Argentina y los argentinos somos solidarios? Seguramente no somos
menos solidarios que otros. Hemos enviado comida a países en crisis, médicos a
ayudar en tragedias; imposible no recordar la ayuda material de la gente cuando
lo de Malvinas. Que esa ayuda no haya llegado a quién la necesitaba demuestra
lo de siempre: que hay gente (argentinos también) a la que los otros les
importan un carajo. Quizá esa sea la mentada grieta.
Pero la solidaridad está sujeta a vaivenes emocionales fáciles de
condicionar: amor, odio, resentimiento. Hay gente solidaria con los wichis que
no aceptaría que un hijo se case con uno o que uno viva en su barrio. Se puede
ser solidario con los delfines pero odiar a un vecino por villero. Poner dinero
para salvar a un negrito en Africa y protestar por la asignación universal por
hijo; enojarse cuando un pibe te lava el vidrio del auto por un peso y aceptar
mansamente que la cochera te cueste medio sueldo. Ser solidario con el médico
de la prepaga que te hace esperar dos horas y putear a los empleados de un
hospital público por quince minutos.
La solidaridad ejercida desde el gobierno no es tal, es nada más y
nada menos que política, porque al fin de cuentas se hace con la plata de todos
los argentinos, frase usada incluso por gente que nunca pagó un impuesto en su
vida, o que para no pagarlos saca los dólares del país adentro del culo del
abuelo que va a visitar la aldea donde nació. Claro que el gobierno podría
elegir no hacer ese tipo de política (digamos solidaria), y usar ese dinero
para pagarle a los buitres, laminar de oro el obelisco o calentar el agua del
mar.
Como si no fueran pocas cosas las que inventamos los argentinos (el choripán,
la birome, la rabona, el dulce de leche, el deme dos, los chistes de gallegos,
la mano de Dios, etc.), ahora inventamos que la solidaridad puede ser mala. Es
un derivado de esa estúpida idea de "no hay que darle pescado sino una
caña y enseñarle a pescar" que repetían nuestros abuelos, que sin pescado
ni caña debían abandonar su tierra para buscar solidaridad en otro país.
La solidaridad es mala cuando es dirigida a los travestis. O cuando
los recursos se usan para ponerle dientes a la negrada. Es que si los travestis
hubieran seguido siendo machitos, pagado los impuestos, trabajado de sol a sol
calladitos la boca, no necesitarían ayuda del estado. Y que la negrada quiera
comer asado cada domingo, en lugar de fideos, es un escándalo. Los que se escandalizan
por eso no se escandalizan porque el estado subvencionacuras, obispos, jueces,
paga jubilaciones de privilegios a oligarcas, ex funcionarios que nadie
recuerda y una caterva que al lado de ellos una camionada de travestis es un
pesebre.
Hablando de solidaridad, va una anécdota: en los '90 trabajé de espía
en Europa. El trabajo me lo dio personalmente el Turco que lo Reparió luego de
tomarme prueba de malambo, pegarle a la pelota con tres dedos y cagar más alto
que el culo. Me dijo: "si te agarran, vean que ser argentino no es
chicharrón de laucha". Me dieron a elegir Siberia o Lausanne (Suiza), y yo
elegí Suiza aconsejado por una amiga que en Siberia había estado de novia con
un oso creyendo que era un ruso. Y no fue lo peor que le tocó vivir.
El entrenamiento consistió en hacerme ver Rambo seis veces, sobre todo
cuando el coronel dice que Rambo "ignora el dolor y el clima, vive de la
tierra y come lo que una cabra desecharía". Nada que yo no hubiera hecho
por ser argentino, excepto vivir de la tierra porque las penas son de nosotros
y la tierrita ajena. En Suiza no me vi obligado a comer lo que desecharía una
cabra pero sí un suizo: corteza de camembert y rascar el fondo de la olla de la
fondue. Rico es rico, pero vas al baño una vez por semestre.
Mi trabajo consistía en mandar informes y comenzar la etapa de
"relaciones carnales" con el primer mundo. (Eso no lo puedo contar:
secreto de sumario). Al principio mis informes eran datos, estadísticas. Pero
me quedé sin temas y empecé a mandar cualquier cosa: el precio de los relojes,
la receta de la raclette, los gritos de la vecina africana (el Turco que lo
Reparió me pidió una foto de la sospechosa), mis intentos de convencerla de que
un amante gaucho era mejor que el que tenía (cosa improbable a juzgar por los
gritos), la temperatura del agua del lago Leman.
El mejor informe fue la historia de un suizo que entre navidad y reyes
se instalaba en una carpa sobre el Grand Pont de Lausanne para evitar que la
gente se suicidara (aún lo hace, y mucha gente se ha sumado a darle un a mano).
El Grand Pont tiene una ventaja: es alto y garantiza una muerte inmediata. A
principios del siglo XX detuvieron a Mussolini cuando dormía debajo del puente,
huyendo del servicio militar de Italia (según Gay Talese en el libro "Los
hijos").
Recuerdo al suizo mirando la ciudad a sus pies, como si por un
instante él controlara sus vidas. Su tarea, de alta calidad moral, lo ponía por
sobre las personas comunes, que en lugar de estar salvando vidas se
emborrachaban en sus casas. Pero la solidaridad tiene su lado oscuro. El suizo
podía evitar el suicidio de un enfermo terminal y condenarlo a una agonizante
convalecencia en un hospital.
De la misma forma, alguien tan solidario como el suizo habría
compartido su pan y su mate cocido con Mussolini allá a comienzos del siglo XX.
Claro que Mussolini no era el cabeza de corcho asesino que hizo historia. Lejos
estaba de transformarse en el Duce. Era un homeless más que, según las reglas
de la solidaridad, se merecía una mano amiga, una palabra de aliento.
Qué curioso sería poder ir al pasado y ver a un joven y soñador
Mussolini estirando su mano para pedir ayuda, y nosotros ahí, en condiciones de
darle lo que el presente indica, o sea ayuda, o lo que el futuro indica,
tirarlo del puente para que se estrole. Había un juego donde te preguntaban qué
harías si pudieras volver al pasado y encontrarte con Hitler de niño: ¿acabar
con él, jugar con él? Obviamente la obligación de todos nosotros es matarlo;
pero, ¿matar a un niño? Pero matarlo sería solidario... en fin, un lío.
También se pueden ver los derechos humanos como una cuestión de
solidaridad. De política y de solidaridad. El estado se solidariza con aquellos
que fueron vejados por un estado anterior. Mientras que otros (herederos
simbólicos de aquellos que se quedaron con las bufandas que debían ir a
Malvinas), representados hoy por Massa y Macri, hacen solidaridad al revés, se
solidarizan con el que vejó, el que tuvo el poder y la fuerza de hacerlo, y lo
hizo. ¿Es correcto hablar en este caso de solidaridad? No hay que asustarse con
estas galimatías, igual que con las preguntas sobre Hitler y Mussolini; la
solidaridad genera estas preguntas, obliga a estas dispersiones. Y quizá ayudan
a entender de qué lado de la grieta estamos.
Quizá la solidaridad es una cosa que sólo puede verse en presente
perfecto. Del resto que se encargue la historia o la sociología. El presente
perfecto es lo que hacía el suizo, ayudar mientras podía y con lo que podía.
Subirse al puente y dar una mano. Que los que odian sigan odiando; eso no tiene
solución. Quizá están ahí para que nosotros veamos en lo que no queremos
transformarnos. Veamos si queremos subirnos al puente a ayudar o no. Y si por
error le damos una moneda a Mussolini, mala suerte, tendremos miles de oportunidades
de enmendarnos volviendo a ser solidarios.
*Publicado
en Rosario12
No hay comentarios:
Publicar un comentario