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Días atrás, Luis D’Elía me comentaba que entre quienes convocaron por
las redes sociales al cacerolazo del 13N algunos habían colocado su imagen en
una horca. Son autores anónimos o escudados en apodos irreales, y ejercen el
perverso poder de herir a distancia. Lo que no imaginé es que algún día se
produciría una extraña colaboración entre el periodismo y los barrabravas de la
red. Desde la Presidenta hasta los ministros, funcionarios y referentes del
kirchnerismo o intelectuales que simpatizan con él, pasando por diversos
sectores sociales, todos son destinatarios de mensajes denigrantes en la red
que llevan firmas que en muchos casos pueden ser falsas, garantizando así la
impunidad de quien insulta.
Esta clase de insultos están en
el conjunto de las redes sociales, pero principalmente emplean como sede los
diarios online, y son hoy un fenómeno tan extendido que, según el artista
Roberto Jacoby, autor de la muestra plástica Diarios del odio, en esos medios
ocupan más espacio que la información. Saturan las páginas online de los
diarios La Nación, Clarín, InfoBAE y otros medios opositores. El hecho de que
hoy formen parte constitutiva de aquellos diarios online lleva a preguntarnos
si esos exabruptos son en ellos un injerto forzado o, al revés, un complemento
de su discurso “periodístico”. En otras palabras, y parangonando a Von
Clausewitz, si el insulto en la red es el discurso editorial por otros caminos.
La primera razón para sospecharlo
es el generoso espacio que esos medios conceden a los “trolls”. La segunda, la
afinidad de pensamiento, en el sentido de que los “trolls” suman su “aporte”
violento a algunos de los artículos de sus medios y nunca para cuestionar el
enfoque editorial, sino como una extensión brutal de sus textos. Da toda la
impresión de que se sienten arropados por esos medios y que más bien dicen lo
que éstos no pueden decir sin violentar las reglas de la comunicación
periodística.
No vamos a juzgar las baterías de
insultos que pueden ser orquestadas por los propios medios desde oficinas
privadas, tal como lo denuncia Víctor Hugo Morales en su libro Audiencia con el
diablo. Nos vamos a ocupar de los mensajes espontáneos, de quienes los escriben
y envían convencidos de que ejercen una forma –rara– de ciudadanía
independiente.
Pero nos preguntamos: ¿para qué
serviría a los fines de los medios opositores difundir cataratas de insultos
hacia los funcionarios y las personas públicas que ellos cuestionan
editorialmente?
Por una parte, para mostrar un
presunto estado de ánimo colectivo que crece en indignación. El discurso
periodístico exige un tono profesional. Mientras que las frases duras de
“José”, “Miguelito” o “Catalina” jugarían como “el pueblo” expresándose sin
vueltas en la misma dirección en que lo hace la prosa en apariencia
prescindente del discurso periodístico. Ya no es el medio aislado el que
cuestiona al poder político. Está acompañado del viejo coro griego, la voz
popular, cuanto más tosca más verosímil. Pero impregnándolo de dramatismo.
Si el Gobierno hace valer a cada
paso –y exhibe con movilizaciones multitudinarias– el apoyo popular, los
diarios empresarios opositores le oponen la “voz” del otro pueblo, que no se
congrega tanto en el espacio público, y menos aún detrás de agrupaciones
políticas, sino que se presenta como masa en el espacio virtual, pero actuando
como los sujetos independientes que se sienten. El insulto “trolleano” es, por
un lado, una forma de impugnación al poder político, sus seguidores y sus ideas.
El exabrupto como expresión política es un acto individualista. Es probable que
quien lo profiere en las redes rechace las exigencias de la militancia –de
derecha o izquierda–, que suponen integrarse a alguna fuerza, acordar con los
otros, negociar, fundamentar, cuidar las formas. O que sea “trabajito extra” de
algunos militantes.
Si se examina el insulto por su
intensidad y por la necesidad que tiene de denigrar al otro (las palabras
usadas aluden a la mierda, a las cloacas, a enfermedades terribles como el
cáncer o a la muerte), este gesto extremo da una idea de que está interpelando
a otro que tendría un gran poder de daño (y por eso se lo convierte en palabras
en la cosa más abyecta, o bien en el virus más dañino). En muchos casos, la
fuerza de la agresión verbal actúa como un reconocimiento del poder del
enemigo, sea del poder político de quienes lo ejercen, sea del poder de las
palabras de los intelectuales impugnados. En otros casos se despotrica contra
otros que, aunque carecen de poder, producen un gran daño a la autoestima de
quien los interpela, poniendo en riesgo la identidad del ciudadano “indignado”.
Dicen los autores de la muestra
plástica: “Todo odiante necesita de su objeto, ya que define su identidad por
relación con lo odiado. Así vemos que los comentaristas se perciben argentinos
por relación al bolita, al paragua, al perucho. Se perciben blancos en tanto
denigran a los que llaman negros, hombres en cuanto destituyen a la mujer,
educados en la medida en que estigmatizan a los ignorantes. Se sienten clases
medias porque detestan a los pobres”.
Hay también alguna conexión entre
el insulto denigrante y la idea de fin de ciclo promovida justamente por los
medios opositores y los periodistas e intelectuales que editorializan en ellos.
Una idea de fin de ciclo que, más allá de su falta de fundamento, hay que
admitirlo, la oposición mediática y partidaria ha conseguido instalar en muchos
sectores (al menos desde el oficialismo hay una permanente necesidad de
desmentirla).
El insulto exhibe un estado de
ánimo de ruptura, de “¡Basta!”, de “¡Esto no da para más!”. Y pone fin a
cualquier comunicación. Quien insulta anuncia que se llegó al límite, que se
terminó el tiempo del otro; sólo cabe imaginar con inquietud cuál sería su
nuevo paso.
Parece que hubiera un fuerte
contraste entre el “empaque” de un diario como el de los Mitre, que denuncia y
condena la presunta violencia y actitudes autoritarias del Gobierno y, por otro
lado, la procacidad, que es el lenguaje de muchos de sus lectores. Pero esta
cohabitación lleva a preguntarse, más que por el contraste, por la continuidad
en los textos periodísticos propiamente dichos, y por el grado de violencia que
se ejerce en ellos valiéndose de una prosa elegante e informada en la que
abundan los prejuicios ideológicos, de clase y de género, los juicios
lapidarios en los cuales se habla del presunto desequilibrio de la Presidenta,
y todo tipo de descalificaciones.
En estos días en que un
periodista y un empresario periodístico son juzgados como cómplices del terrorismo
de Estado, es oportuno preguntarnos cuánta violencia podemos esconder los
periodistas bajo la retórica del oficio.
*Publicado en Página12
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