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Había una vez un tipo muy
particular, que por su fortuna cambiante era llamado el tipo de cambio.
Pertenecía en verdad a una raza que habitaba diferentes países, y tenía primos
y parientes en todos lados, pero sólo aquel que vivía en el lejano Norte pudo
hacerse inmensamente rico y fue reconocido por los otros como su verdadero jefe
o patrón, ante cuya presencia debían doblegarse o rendirle pleitesía.
Víctima de banqueros y especuladores y de su adicción al juego ese
tipo se había arruinado durante la depresión de los años ’30, como muchos de
sus conciudadanos, y en ese entonces no daban un centavo por él. Con asombro
observaba en fotos colgadas en paredes de bancos o casas de cambio, campos
castigados por la sequía y los precios irrisorios, filas de desocupados que
esperaban ansiosos por sus ollas de comida, y se daba cuenta de que antiguos
amigos ricos lo miraban con desprecio. No había podido caer más bajo.
Recordaba la buena vida que había llevado antes, cuando muchos lo
mimaban porque era un guardián ideal de sus tesoros. Disponía, en una gran casa
oculta a los ojos del mundo, de un patrimonio incalculable, que algunos creían
pertenecía a gente de todo tipo, pero que en realidad tenía por base el tesoro
acumulado por grandes corporaciones cuyas riquezas venían de muchos lados y sus
dueños eran industriales y financistas sin escrúpulos, aunque también guardaba
parte del ahorro de gente honesta que confiaba en él. Entonces le tenían gran
estima, se cotizaba mucho y era recibido con honores por la alta sociedad y las
Bolsas de Valores. Pero todo se derrumbó un día y el tipo desesperado estuvo a
punto de suicidarse, aunque lo salvaron a último momento, cuando con ese
propósito se había tirado al río atado al último lingote de oro que le quedaba:
Houdini el mago no tuvo la misma suerte. En verdad lo necesitaban. No había
otro tipo tan voluble como él para poder manipularlo y rentabilizar negocios;
aunque valiera poco era insustituible.
De modo que pudo renacer de sus cenizas como el Ave Fénix recobrando
parte de su poder hasta el punto de que en un lugar llamado Bretton Woods, en
1944, terminaron por reconocerlo como el tipo ideal, alguien que podía servir
de ejemplo y medida en el mundo a todos los demás. Los billetes que volvía a
guardar en su recuperada y suntuosa mansión oculta tenían en una faz la verde
cara de Washington y en la otra el dorado color del metal más precioso.
Eso duró 27 años. Sus apetecibles riquezas fluyeron hacia otros lados,
donde se creía iban a dar más beneficios, económicos o políticos, y un nefasto
día de agosto de 1971 el presidente de su país dijo que ahora el tipo debería
sostenerse con las dos caras del billete pintadas igualmente de verde. Lo
curioso es que no perdió su poder porque ese dinero era la moneda universal y
todo el mundo lo necesitaba. Si bien aquel país vivía endeudándose, el tipo no
tenía problemas porque enseguida le fabricaban más billetes verdes que le servían
para mantener su prestigio y valor.
Para sus primos pobres del Sur, la historia fue distinta. En aquellos
lugares se usaba en los intercambios con el mundo la misma clase de dinero que
el otro guardaba en sus arcas, e incluso, si les quedaba algo, se lo daban
también en custodia. Esos tipos de cambio dependían de su hermano mayor, que
tenía un poder inmenso y se había consolidado como un gran patrón. La
diferencia es que en los rincones del mundo pobres y endeudados, la solución a
sus problemas no podía provenir de respaldarse en su propia moneda como el tipo
del Norte. Dependía de las divisas que les proveía aquél, a tasas de interés o
costos cada vez más altos. La única solución que tenían cuando estaban ahogados
por las deudas era comer menos y así los tipos de cambio enflaquecían
rápidamente y se los veía escuálidos salir a mendigar por las calles de dios.
Es claro que muchos pícaros ricos en los mismos países pobres, a
quienes el desorden y la falta de controles les habían permitido acumular, en
parte en secreto, el dinero verde que el tipo de cambio necesitaba para
robustecerse, lo escondían en oscuras cuevas y lo vendían a un valor mayor para
obligarlo a aquél a caer de rodillas.
Un día, en uno de esos países con problemas, un economista algo tocado
dijo que el tipo de cambio no se movería más, lo ató fuertemente a una ley y
afirmó que ahora valía igual que su hermano del Norte. Una mentira que mantuvo
por un tiempo contra viento y marea y muchos incrédulos creyeron.
El país siguió endeudándose y el tipo de cambio debió finalmente
sincerarse cuando se terminó por reconocer que nunca existieron en verdad los
billetes verdes para sostenerlo y todos se dieron cuenta de que sólo se había
tratado de un simple acto de magia. Eso produjo un gran pánico que atrapó el
dinero de la gente en una trampa llamada corralito y la zarandeada economía de
aquel lugar entró en una crisis casi terminal o con pronóstico reservado.
Los que vinieron después comprendieron bien que el problema consistía
en desprenderse de las cuantiosas deudas asumidas irresponsablemente, cuando
muchos suponían que el tipo de cambio era tan robusto que nunca podía ser
derribado. Ahora consideraban que la única solución realista en adelante debía
pasar por acostumbrar a la gente a vivir de sus propios recursos y trabajo.
Mientras tanto, el tipo debía caminar por las calles con cuidado evitando los
pies que le ponían aquellos que querían que se cayera y no pudiera levantarse
pronto, en tanto recibían de afuera el dinero verde que ocultaban rápidamente o
enviaban de nuevo al exterior para disfrutar los paraísos fiscales. Además,
revoloteaban buitres importados del Norte que habían comido la carroña de la
deuda y ahora pretendían terminar la fiesta. Mandaron a preparar especialmente,
a un viejo juez a quien sostenían con sus picos para que sus manos temblorosas
pudieran confeccionarla, una gran torta de billetes, decorada por una vela que
pretendían soplar para festejar su triunfo frente a ese país molesto.
Pero el tipo de cambio resistió. Las autoridades locales eran
conscientes del daño que las bruscas inundaciones de agua o de pesos traían a
la población y tomaron las medidas necesarias para defenderlo. Era proteger los
bolsillos de la mayoría y alejar al malhadado tipo de la influencia de compañías
nefastas. No había que dejarlo emborrachar nuevamente con el festival de
deudas, cuyo sabor a champagne ocultaba el acre gusto del cianuro. Y ahí
llegamos, esperando de una buena vez que el tipo de cambio deje de jugar
definitivamente a favor de los prestamistas y los especuladores. En otras
palabras, poder manejarlo nuevamente con criterio propio, en beneficio de los
intereses del país, como siempre debió haber sido.
*Publicado en Página12
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