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Durante muchos años las fuerzas avanzadas del país postularon el “no
pago de la deuda externa”. Lecciones prácticas obtenidas en los momentos más
dramáticos de la historia nacional –el empréstito de la Casa Baring Brothers–
llevaron a muchos hacia una idea soberanista de cuño jacobino que cautivó a una
parte importante de las fuerzas políticas, sobre todo del nacionalismo de
izquierda y del socialismo latinoamericanista. Sucesora de la idea de esquivar
la deuda denominada ilegítima fueron las propuestas, apenas un poco más
moderadas, de distinguir por un lado entre débitos que eran deudas reales y,
por otro lado, compromisos con quienes nada prestaron y sólo compraron papeles
devaluados a la espera de dar un tóxico aguijonazo. Con un grano aún mayor de
moderación, se ensayó la denominada reestructuración de la deuda, obligaciones
tomadas en épocas anteriores del país –como la del Club de París–, con la que
la época actual demostró la continuidad del Estado argentino, al retomar
compromisos contraídos con mucha anterioridad, en períodos históricos a los que
este gobierno les destinó duras críticas en el balance de la historia, aunque
sin romper la idea de constituirse en sucesor responsable de esos gravámenes
generados por otros estilos gubernativos y bajo otras condiciones de conciencia
cívica en torno del endeudamiento financiero externo.
El fallo de la Corte norteamericana
y la acción del juez Griesa, de quien se dice que “perdió la paciencia con
Argentina” (¿qué clase de juridicidad encerraría el concepto de paciencia?),
son hechos de extraordinaria significación, que remueven los cimientos
–precarios, como se quiera– que durante varios siglos fundaron las complejas
naciones contemporáneas periféricas. Pero incluidas también las centrales, a
pesar de que sus organismos económicos, militares y jurídicos tienen las
mayores posibilidades de control y hasta de intervención en economías
subordinadas. Admitido esto, sin embargo subsiste el principio de la nación
como órgano dador de identidades y aglutinador de relevantes funciones de
autonomismo económico y cultural. No obstante, no es conveniente el
nacionalismo autocomplaciente o las tentaciones costumbristas del “ser
nacional”. En cambio, tenemos a mano la posibilidad de reconstruir el “Epos
nacional”. ¿De qué se trata? El “Epos” es la historia narrada como epopeya
autorreflexiva, entrecruzada de las interpretaciones que les asigna libremente
cada colectivo social para justificar sus prácticas y deseos. Saquemos ya de
circulación la palabra relato, que lamentablemente pasó a significar impostura.
Por eso la infortunada decisión de Griesa y la Corte norteamericana permiten un
debate sobre el Epos nacional, en este caso ligado a la gran cuestión: ¿cómo
hablar del tema? Comenzando por la palabra “buitre” y siguiendo por la palabra
“extorsión”, las palabras a ser usadas constituyen verdaderos cuerpos
ideológicos que marcan rumbos diversos para la interpretación del estatuto
autonomista de una ética democrática de la nación. La nación comienza por yacer
implícita en la lengua. El punto justo en que debe establecerse el autonomismo
nacional debe ser una primicia política. La patria es el otro. Por lo tanto, ni
apoteosis patrioterista ni torpes acusaciones de “falta de profesionalismo”
hacia el ministerio público nacional (en sentido amplio, denominamos así al
conjunto constitucional-político que conforman la presidencia, los propios ministerios,
las instancias públicas de argumentación y negociación). Esto debe reflejarse
en el vocabulario, las instituciones oratorias de una nación, que son las
pulsaciones anunciadoras de toda justeza argumental. De ahí que lo que llamamos
un nuevo Epos nacional debe hacerse cargo de las “estructuras de sentimiento”
que sondeen más lúcidamente el recinto práctico y conceptual adecuado, para
redescubrir el interés nacional, en este tramo de la historicidad universal en
que se halla nuestro país. Se reclama más democracia invencional, globalización
no agresiva, pacifismo ejemplar y crítica teórica a los estadios del
capitalismo que llevan a guerras territoriales y neocolonialismos financieros.
Entonces: ¿por qué no se puede
decir que hay extorsión, cuando aun para los mismos institutos jurídicos
universales aceptados por la propia “pax armada” de la razón capitalista, la
decisión de la Corte norteamericana es facciosa? ¿Hay que hablar de fracaso de
los negociadores argentinos y de los “errores cometidos” antes de señalar la
gravedad de que en el seno más problemático del capitalismo mundial se tome una
decisión tan catastrófica? ¿No son más culpables los gobiernos precedentes que
tomaron la deuda, antes que el gobierno actual que, sin contar con otras posibilidades,
aceptó como sede de litigio a la ciudad de Nueva York? Pero además: ¿se dará
rienda suelta a un nacionalismo vulgar; se irá a negociar envueltos en banderas
épicas que no cuenten con la necesaria sabiduría? ¿O habrá propuestas de decoro
nacional –la epopeya honrosa y sobria– que evite la acomodaticia postulación de
que hay que pagar y se acabó? ¿Nos expondremos al default técnico o surgirá una
veta de acuerdos necesaria y no deshonrosa, que se inspire en las epopeyas de
la juridicidad democrática y busque soluciones imaginativas para el trato con
estos poderes desmandados? Por otra parte: ¿reafirmaremos derechos soberanos
con intrepidez o volveremos cabizbajos al mercado de capitales, desfinanciados
e implorantes? Y sobre todo: ¿podrán subsistir autónomamente las naciones?
Muchas de estas preguntas ya cuentan con respuestas adecuadas.
En uno de sus discursos, la
Presidenta afirmó: “No se trata de una disputa jurídica ni legal sino de la
discusión de un modelo de negocios, que si prospera va a producir tragedias
inimaginables, en las que ya no será necesario explotar a nadie sino contar con
gobiernos dispuestos a negociar comisiones desorbitantes”. ¿No abre este
pensamiento una discusión fundamental que conviene seguir estudiando? Desde
luego, no cuadra abandonar el “epos nacional”, es decir, la epopeya bien
escrita como hilo significativo de una historia. Pero tampoco es posible, ante
tamaña coyuntura nacional y mundial, devolverse mutuamente la acusación de
“mentirosos” entre los partícipes de la querella intranacional, que nunca cesa,
pero debe encontrar otros cauces. Cuando dos parapetos se lanzan el epíteto de
falsarios, no gana nadie el debate porque no hay debate. Liberemos las cápsulas
que retienen a las palabras como si brotaran ya interpretadas, refutadas y
escarmentadas de antemano. No es desacertado decir que ésta es una disputa por
el “Epos” de las sociedades, que por cierto, también aparece como “una
discusión por el modelo de negocios”, el de la “extorsión” o “comisiones
desorbitantes”. ¿Qué se opondría a esto? Una supuesta racionalidad en el
intercambio de la producción de mercancías y dinero en una nueva escala mundial
de circulación de productos (informaciones, imágenes, consumos, deuda, tiempo,
lenguajes, símbolos, los “productos” de los nuevos dominios imperiales).
Pondremos sin embargo alguna reticencia en esta cuestión.
Max Weber veía una épica de
salvación en la “ética protestante”, considerándola uno de los motores del
capitalismo. A la inversa, debemos recurrir ahora a otro tipo de épica de
movilización democrática que cuestione el “espíritu del capitalismo”,
representado por este modelo de negocios, que no es sólo tal: son ideologías
que cubren groseramente la revolución tecnológica, como la “teoría de la
información”, y también superestructuras jurídicas fusionadas por lógicas
complejas de la globalización. Léase por ejemplo lo que escribe Carlos Pagni
para demostrar que no se puede cambiar la sede de pago. Dice: son bonos que
“están depositados en la Depositary Trust Company, una especie de Caja de
Valores de alcance global. Quiere decir que la hipótesis de profugarse de la
jurisdicción norteamericana presenta inconvenientes logísticos casi
insolubles”. ¡Linda noticia! Se da por natural que la mera existencia de esas
misteriosas organizaciones inhabilita cualquier otra reflexión o alternativa
que no sea pagar en las condiciones dictaminadas por un juez que hace de su
ciencia jurídica un grave hecho intempestivo. Porque no es fácil decir quién es
Griesa. No hay duda de que fue amasado lentamente en los pliegues de las nuevas
derechas norteamericanas, sorbiendo el té vespertino del mando imperial que en
ciertas esferas ha fusionado la circulación del derecho con la circulación de
la destemplanza financiera. Muy lejos ahora de los tiempos de Jefferson o
Beccaria, en países como Estados Unidos, una parte sustancial del orden
judicial se convirtió en un fino oído de las necesidades de algunas de las más
alienadas y oscuras formas del dinero “derivado”, como postrera forma
fetichista del gobierno abstracto de la humanidad: la globalización. Sin
innecesarios vituperios, conocemos quién es el juez en tanto arquetipo
paradójico de una justicia infundada, por más que algunos de sus fallos
anteriores fueron “pacientes” con el país. Evaluando toda su actuación, será
valeroso exigirle nuevas condiciones de negociación.
En la contemporánea historia
jurídica de los Estados Unidos tenemos de todo: la historia del fiscal
Garrison, develador del asesinato de Kennedy, o grandes culturas del
liberalismo ético y democrático, descendientes de Emerson, Withman o Henry
Thoreau. Mencionemos una recordable narración basada en el género dramático
jurídico, el film de Sidney Lumet, Doce hombres en pugna (1957), con la
formidable actuación de Henry Fonda. Es una joya del humanismo judicial que
también existe en el país del Norte. ¡Qué diferencia con Griesa! Avergüenza el
sector de la prensa escrita argentina que, desconociendo éstas y otras
historias, actúa como parte de un razonamiento que brota de pliegues soterrados
de una conciencia infecunda que grita, desde los sótanos del alma: “¡Como sea,
paguemos ya!”, “¡El juez tiene razón!”, “¡Autogolpe!”, “¡El Depositary Trust
nos conmueve!”, “¡Los fondos buitre evocan el ‘ave totémica’ que le conviene a
nuestro país!” Detalle: los grandes diarios de este país... ¿no titulan sus
notas con la expresión autoinculpatoria, fondos buitre, sin entrecomillar?
Las tesis del valor-trabajo de
David Ricardo y Smith fueron citadas por la Presidenta. Son las que le dan
desemboque a las teorías de la plusvalía, cuya historia realiza Marx en la
Historia crítica de la plusvalía. Por su parte, éste sería el verdadero “Epos”
del capitalismo, que ahora adquiere novedosas máscaras. Contienen en verdad
nuevas formas de explotación. La Presidenta suele afirmar que las mutaciones
del dominio económico globalizador importan más que los actos de explotación.
Debemos llamar la atención sobre el interesante problema planteado, pero es
conveniente seguir empleando también el concepto de explotación, de larga
memoria en los movimientos sociales universales. Es cierto, sin embargo, que
adquiere nuevos rostros. En los años ’60, Baran y Sweezy –la izquierda
intelectual norteamericana– hablaron de excedentes económicos potenciales. La
modalidad irracional que éstos vehiculizan constituye otra forma de
explotación. Tampoco han desaparecido las fórmulas novedosas de plusvalía. Sin
ir más lejos, la propia decisión de la referida Corte Suprema es un tipo específico
de plusvalía jurídica, vinculada con extremos intereses financieros de cuño
arbitrario. Hay un tipo reestructurado de plusvalía que lleva a situaciones de
explotación basadas en acciones del “dinero a futuro”, vinculadas con
ideologías punitivas: swap, warrants, turbowarrants, over the counter,
calificaciones de países según su “riesgo”, estilos de gerenciamiento, compra
de bonos defaulteados, todo combinado con guerras interreligiosas o
interétnicas, knowledge management y regencias sobre las conciencias
universales de un único tipo monolítico de industria cultural, demasiadas veces
ajena a los grandes legados intelectuales, basada en un modelo humano lejano al
genuino goce artístico.
Son muchas las formas que pueden
llevar a novedosos estilos de explotación. Es preciso no abandonar estas
palabras al desván de los bártulos antediluvianos, ni dejárselas a las partes
ociosas del lenguaje. Son también la garantía que permiten responder a los que
creen que se caerá en la “tentación heroica” por falta de madurez de los
argumentos. No parece ser así, no será así, pero la negociación que haya
revestirá formas de epopeya democrática. Porque puede y debe haber un “epos”
nacional basado en la democracia y en la justicia autonomista, maduro en el
reconocimiento de sus propias fuerzas y de los poderíos trágicos de la compleja
mundialización de los flujos económicos y vitales. Es preciso buscar el tertium
datur entre cumplir humillados o recaer en la facilidad teatral
neonacionalista. Recrear la propia actividad social democrática del país,
indagar en un soberanismo renovado, hablar con dignidad frente al mundo,
mostrar las pasiones colectivas y forjar una firme serenidad al expresarlas,
son los imperativos del momento.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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