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Casi en simultáneo al acatamiento de la grilla de canales por parte de
Cablevisión, hecho inédito de la política antimonopólica en materia de
comunicación de este gobierno, la religión del dólar volvió a ocupar el altar
de los debates nacionales, de manera excluyente. Estos son los dos extremos que
atraviesa hoy la tan meneada batalla cultural.
En el primero de los casos,
después de una verdadera odisea de cuatro años, ya se dijo que es un gran
triunfo simbólico, verificable además mediante el uso del control remoto: Canal
7 desplazó a TN del sitial de privilegio que ocupaba entre Canal 11 y Canal 13.
Es decir, la producción pública de contenidos audiovisuales compite ahora de igual
a igual con los licenciatarios que amasaron fortunas entendiendo la
comunicación como una mercancía y no como un derecho humano básico, tal como
prescribe la norma democrática impulsada por el kircherismo que suplantó al
decreto-ley de la dictadura cívico-militar.
En el segundo de los casos, sin
embargo, hay un amargo retroceso. El dólar se vio espectacularmente reinstalado
como valor de referencia de todas las variables económicas, después del intento
oficial por pesificarlas. La resonancia noventista es indisimulable. Ocupar
horas y horas de los noticieros en cadena con la imagen del verde billete que
enmarca la figura de George Washington, desnuda varias cosas: a) una mentalidad
semicolonial que ejerce influjo determinante en un sector importante de la sociedad
argentina; b) el intento del establishment por consagrar una nueva corrida
bancaria que erosione el nivel de reservas hasta volver indomesticable la
economía y logre eyectar el kirchnerismo del gobierno; y c) la vocación de
cientos de miles de argentinos por atesorar sus ahorros en moneda dura y evitar
ser víctimas de la profecía autocumplida de los grupos concentrados que
promueven una estampida inflacionaria, arrolladora y definitiva. Podría
agregarse: disciplinante.
Con la realidad hay que hacer
cualquier cosa, menos enojarse. Lo que sucede está ocurriendo en este contexto:
unas miles de toneladas de soja en silobolsas que la Mesa de Enlace ordenó no
vender para debilitar las reservas, un ataque especulativo furioso al peso
desatado desde bancos y empresas, el veto militante de las corporaciones al
gobierno insumiso que se animó a enfrentarlas, un incremento exagerado de
precios justificado en la devaluación del dólar oficial y en el índice PPP
("por lo que puta pudiere"), el impacto real en los salarios y el
consecuente recalentamiento paritario en manos de la burocracia sindical de
derecha e izquierda, un Papa que atiende a Duhalde en el Vaticano, todo parece
contribuir a la tormenta perfecta que haría escarmentar al kirchnerismo –y a la
porción mayoritaria de la sociedad que lo eligió en 2011– hasta su naufragio.
Con estas señales, la prensa
opositora se hace un festín de sentidos y busca que todo remita a la
devaluación del '75 (Isabel), a la híper del '89 (Alfonsín) y a la crisis del
2001 (De la Rúa). Mencionan el Rodrigazo (Isabel), festejan los desgajamientos
de la alianza oficial (De la Rúa) y deslizan la posibilidad de una salida
anticipada del gobierno (De la Rúa, Alfonsín e Isabel). Pero omiten, siempre,
visibilizar y hacer algún juicio crítico sobre los beneficiarios concretos de
esos trances oscuros de la historia de medio siglo para acá. Son los mismos
actores sectoriales cada vez, con "soluciones" idénticas, según pasan
los años. La única diferencia es el kirchnerismo, una máquina de poder que
difícilmente se deje empujar al abismo sin resistir. Si los desestabilizadores
no se anotician pronto de esta singularidad política de época, es probable que
las cosas terminen peor de lo que imaginan: pero para ellos.
La memoria flaquea. Cuando el
dólar valía un peso, el país no valía nada. Los hijos no reconocidos de Domingo
Cavallo que de golpe inundan los pisos de TV pidiendo un plan antiinflacionario
evitan con prolija indecencia decir lo que esconden detrás de eso que balbucean
como rutilantes opinadores en programas que van de la chismografía farandulera
al falso oráculo de las finanzas domésticas. Quieren ajustar el gasto, echar
empleados públicos, reducir la inversión social, promover un shock y devaluar
no un 20 por ciento, sino un 300 por ciento de una sola vez, para que los
salarios sean pulverizados. Necesitan lastimar la economía para que la
desocupación no sea el 7%, sino del 25, y los trabajadores acepten con obligada
mansedumbre que para ellos, este país, va a ser indefinidamente un país de
vacas flacas.
Cuando Hugo Moyano junto a
Mauricio Macri habla del dólar y elogia el Foro de Davos, mientras Julio
Piumato toca los acordes de la marcha peronista al piano para sonorizar la
cumbre con su ex archienemigo Luis Barrionuevo, el procesado por el
"Megacanje" Federico Stturzeneger y "La Piba" Patricia
Bullrich Luro Pueyrredón, los dueños del poder y del dinero se frotan las manos
y se ríen porque comprueban que si la memoria no flaqueara, no fuera tan
endeble y vaporosa, estos personajes que simbolizaron en el pasado cosas tan
contradictorias, tendrían al menos el pudor de no mostrarse en público.
Pero ahí están. Para quejarse
porque el gobierno no va al Foro de Davos e ignorar el encuentro de la CELAC en
La Habana. Para refrescar la idea de que la vieja política, como la vieja
economía, tienen más vidas que Lázaro. Y acá convendría, nuevamente, ocuparse
de la batalla cultural que hoy se expresa, no tanto ni tan solo en la cumbre
borrascosa en la Usina del Arte boquense o en el fragote patronal que se dio
cita en la sede palermitana de la Sociedad Rural, sino en cuáles son los
valores que movilizan a una sociedad a sentarse a hablar alrededor del dólar
como se hacía en torno del fuego en la antigüedad, evitando la explicación
facilista –no mentirosa– de la inflación como única variante porque aún durante
la inexistencia de esta, en la primera etapa de la Convertibilidad, se elegía
el billete verde y no el peso para ahorrar, y en teoría tenían el mismo valor
con el apoyo del Departamento de Estado, el Tesoro estadounidense y el sistema
financiero mundial, nada menos.
Se sabe que las clases
subalternas copian a las dirigentes. La élite económica nacional siempre usó la
divisa extranjera para fugar sus ganancias y ponerlas a buen resguardo de
cualquier política de desarrollo con inclusión. Desde siempre, se sabe, tienen
amputada la lógica del bien común. Cada cero que el peso fue perdiendo en todas
estas décadas, resultado de programas económicos recesivos, fue una oportunidad
colectiva perdida y una ganancia extraordinaria de la que se beneficiaron
cuatro vivos con una corrida. Ni siquiera en los tiempos de la dictadura, donde
los derechos políticos y sociales entraron en letargo y una generación completa
de cuadros militantes fue exterminada de modo salvaje, la clase dominante
argentina reinvirtió sus ganancias para, al menos, sostener el Frankestein que
ellos mismos habían generado. Aún consagrando la utopía sangrienta que alababan
desde solicitadas que llevaban la firma de la Rural, la Unión Industrial
Argentina, la Asociación de Bancos Argentinos y las cámaras patronales de todos
los rubros, para lo único que usaron el Estado terrorista fue para limpiar las
comisiones obreras reclamantes y licuar sus deudas, como Cavallo les concedió
en 1982 desde el Banco Nación, y comprometerlo a su vez como garante de nuevos
créditos frescos, que jamás pagaron, y fueron a engrosar sus cuentas en el
extranjero. Se calcula que hay un PBI completo del país en manos de un puñado
de argentinos en el exterior. Ese puñado son los dueños de casi todo.
Ni siquiera con Menem y Cavallo,
que cumplieron con todos los mandamientos que la Biblia del empresariado
fugador exige para entrar en el Paraíso del nuevo orden económico mundial,
estos trajeron los dólares que atesoraban afuera. El famoso "boom de
inversión" de los '90 se basó en la privatización de empresas estatales y
en la toma de créditos en dólares, que todavía hoy se siguen pagando en formato
de deuda estatizada.
El egoísmo forma parte del instinto
capitalista básico. Pero aun dentro del sistema global, parte de la diferencia
entre las naciones que se desarrollan y crecen y las sociedades fallidas que no
lo hacen, reside en la autopercepción que sus propias élites tienen de sí
mismas. Las que no pueden sustraerse de la glotonería y la rapiña, crean países
irresueltos. Las que suponen que su lugar de poder deviene de algún
destino trascendente, construyen naciones, y en esto, como casi en todo, el
tamaño es lo de menos. Nuestra élite adolece de ese sentido de misión
histórica. Está en la eterna fuga hacia el pasado. Porque si la Argentina no
tuviera Estado democrático, y todo dependiese del derrame por goteo propuesto
por sus mandamases tradicionales, seguiríamos viviendo en el Siglo XIX. Con eso
no alcanza, y el problema es que a los profugadores de la soja atada no se les
ocurre ninguna otra cosa como país que replicar una estancia rural a escala
gigante. Que venda materia prima y coloque ganancias afuera, lejos de la
peonada. Cuando el Estado moderno interviene en esa renta extraordinaria, la
distribuye y genera industria, clase media, protección social y sentido
integral de Nación, entonces sus administradores eventuales dejan de ser útiles
y se vuelven odiosos y descartables.
La sensación es que el país
siempre está parado en el mismo lugar. Con ciclos en los que avanza y prospera,
y otros en lo que debe replegarse porque el Estado, cuando desobedece el
mandato de los dueños del poder y del dinero local, entra en su fase de
inestabilidad y con él todas las variables de la economía. Esto no es
literalmente cierto: todo avance deja una secuela, una semilla donde anida el
futuro. Pero la reacción de muchos, con estos cíclicos tropiezos, es
parapetarse en una idea fija que dice que no hay destino colectivo posible, y
que el refugio del trabajo y el esfuerzo individual es una moneda extranjera,
usada por la élite en fuga y que ofrece certezas que por acá no abundan. Aunque
pueda ser moralmente puesta en cuestión (hay argentinos beneficiados con
subsidios a la luz y el gas, y con el ahorro acumulado que eso les genera
increíblemente reciben autorización de la AFIP para atesorar en divisa
extranjera), es una lógica blindada, impenetrable, el síntoma en pequeña dosis
de un malestar cultural de otra envergadura que escapa incluso de la coyuntura.
No es solamente la inflación, que existe. Es principalmente la baja densidad
que el sentido de Nación tiene entre nosotros, porque esta es una idea huérfana
de élite empresaria dirigente, salvo cuando el Estado –y no cualquier Estado,
sino uno que contemple los intereses nacionales y populares–, ocupa ese lugar
vacante y lidia con los especuladores. La moneda nacional tiene esta debilidad
congénita, es insuficientemente apreciada porque lo nacional tiene valor escaso
para los dueños del poder y del dinero. No es por abrumar con Juan José
Hernández Arregui, acusado de anacrónico por la inteligencia que jamás lo leyó.
Para empezar a hablar en serio, bastaría con que la cultura no la cuente solo
Tomás Bulat y la élite en fuga.
Contra el consenso bastardo
existente, lo saben tanto los kirchneristas como los antikirchneristas, en
algún momento los argentinos vamos a tener que dejar de hablar del dólar como
principio y final de todas las cosas.
Ese día vamos a entrar en el
futuro, el lugar donde pasaremos el resto de nuestras vidas, y los hijos de
nuestros hijos también.
*Publicado en Tiempo Argentino
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