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Por Demetrio Iramain*
En Ucrania, en las filas de Krasnov, en Siberia, en el norte, las filas
de los imperialistas anglofranceses, hay buen número de antiguos oficiales que,
si no temiesen una justicia sumaria e implacable por sus actos pasados,
estarían ahora dispuestos a un arrepentimiento honorable ante la República
Soviética. Para ellos, para todos esos renegados arrepentidos, confirmamos lo
que antes dijimos acerca de toda la política del gobierno obrero y campesino:
sus actos están guiados por la utilidad revolucionaria y no por una venganza
ciega, y él abrirá sus puertas a todo ciudadano honesto que quiera trabajar en
las filas soviéticas." (León Trotsky, Koslov, 30 de diciembre de 1918).
"En 1951, Perón entregó la Medalla de la Lealtad al general Dalmiro Videla
Balaguer por su obediencia durante el alzamiento de Benjamín Menéndez. Pero en
1955, Videla se sumó a la Revolución Libertadora, que lo designó interventor en
Córdoba", recuerda uno en La Nación el pasado sábado. La referencia
histórica viene a cuento del general César Milani. Es paradójica la comparación
viniendo de quien viene: una derecha visceral, de a ratos previsible, por
momentos versátil, que acusa insistentemente de "camporista" al
gobierno y que, sin embargo, recurre a hechos mucho más atrás en la historia a
la hora de embellecer sus posiciones. Si Cristina es setentista, la derecha se
ha vuelto cincuentista.
Desde luego, el debate alrededor de Milani parte de un hecho fundacional: sus
definiciones en favor del proyecto nacional y popular. Hasta entonces a nadie
le importó su legajo. En los años posteriores al genocidio nunca un general del
Ejército había llegado tan lejos.
La historia enseña que los militares deben ser conducidos por el poder político
(y más aún si ese poder político es profundamente democrático y popular) porque
si no, se conducen solos. "El oficial en actividad se transforma en rehén
del poder de turno", contradice Horacio Jaunarena, ex rehén del poder
militar cuando era ministro de Defensa de Alfonsín (también lo fue de Eduardo
Duhalde).
El gobierno no creó a estas Fuerzas Armadas, sino que las heredó de un tiempo
histórico que no eligió, en un país que no deja de ser capitalista, bajo los
estertores de una sonora batalla de fondo: la democracia contra el poder real,
del dinero.
Las objeciones por izquierda, incluso de sectores kirchneristas, al ascenso de
Milani, parten de un eje equivocado. El proyecto nacional y popular no le exige
a la sociedad democrática confianza alguna en Milani, sino en la conducción
política que Cristina hará de él y, a través suyo, del Ejército, la más
importante de entre las tres armas. Se entiende entonces el temor de La Nación:
"Con los ascensos dispuestos en diciembre por la presidenta, el teniente
general César Milani se aseguró lealtad y confianza en la nueva conducción
superior del Ejército", alarma a sus lectores el lunes 13 de enero.
Es una pena que del reportaje que Hebe de Bonafini le hizo a Milani en
diciembre último, sólo se le haya prestado atención a lo que Clarín recortó de
esa entrevista. Es natural que a Magnetto lo único importante le haya resultado
la línea en la que el jefe del Ejército se refirió a la causa que lo involucra
en delitos de lesa humanidad, pero resulta grave que también lo sea para
quienes tienen su norte político en el kirchnerismo.
Ejemplo: nadie prestó atención a lo que Milani le dijo a Hebe al momento de
explicar el funcionamiento del programa "De soldado a general", que
busca democratizar socialmente las condiciones en que se desarrolla la carrera
militar de los soldados y volver igualitarias las posibilidades de ascenso.
"El soldado puede incorporarse a los 18 años a ser soldado (...); pasar
una serie de condiciones, el secundario y demás, y después pasar a suboficial o
a la escuela de oficiales. Y hacer el curso. Por eso se llama así el plan, 'De
soldado a general' (…) De a poco van a empezar a incorporarse soldados al
Colegio Militar, y esto es bueno porque antes el Colegio Militar era
absolutamente una elite. Y ni hablar de la Escuela Naval." Aunque con
otras palabras, Milani estaba hablando de la lucha de clases al interior del Ejército,
pero ningún marxista lo puso de relieve.
Desde luego, no hay dos casos iguales. Comete un error aquel que compara la
opción de Cristina por Milani con la confianza que Salvador Allende depositó en
Augusto Pinochet, tanto como quien transpola mecánicamente el Ejército
bolivariano de Venezuela a los cuarteles de Campo de Mayo. Las experiencias
históricas y regionales sirven, sólo si se las considera en perspectiva.
El caso boliviano también merece atención. El Ejército del país del Altiplano
estaba sumido en el mayor descrédito social de toda su historia. Los pobres de
Bolivia odiaban a su Fuerza Armada porque sus hombres habían sido el último
sostén de un gobierno neoliberal, violento y feroz, en caída libre, encabezado
por Gonzalo Sánchez de Lozada. Cómo habría de olvidar el pueblo que en 2003,
cuando resistió la exportación de gas a Estados Unidos través de puertos
chilenos, su legítima protesta fue salvajemente reprimida por el Ejército, con
un saldo de 64 muertes en La Paz y El Alto.
Cuando años después Evo Morales asumió la presidencia, coronando electoralmente
el proceso de ofensiva popular que había vivido el país, su política
estratégica respecto del Ejército consistió en ofrecerle la posibilidad de
reencontrarse con su pueblo a cambio de su decidido apoyo al proyecto
transformador. Desde la asunción de Morales, el Ejército asumió nuevas tareas,
entre ellas, su participación en el proceso de la nacionalización de los
hidrocarburos.
El reencuentro político entre pueblo y fuerza armada no significó
reconciliación, ni se salteó el juicio y castigo (como sí propuso Trotsky en la
cita que acompaña esta nota), y terminó con un jefe del Ejército que no dudó en
declarar el carácter "antiimperialista, socialista, comunitario y
anticapitalista" de la fuerza, en sintonía con la nueva Constitución del
país.
El corsé capitalista-dependiente sigue exigiéndoles a nuestros pueblos una
gimnasia definitoria: crear. Devolver con lo que hay a mano. Respuestas nuevas,
propias, siempre singulares, al viejo problema de la soberanía política y la
independencia económica. Un siglo y medio después de Simón Rodríguez,
"inventar o errar" sigue siendo la encrucijada latinoamericana.
*Publicado en Tiempo Argentino
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