Imagen Página12 |
Por Ricardo Forster*
Es ésta una discusión –la que ha surgido a partir del nombramiento de
César Milani como jefe del Ejército– que toca la médula de la política, que
pone en evidencia las tensiones continuas entre la trama de valores y las
demandas implacables e impiadosas de una realidad carente de sutilezas a la
hora de exigir pronunciamientos y, sobre todo, acciones afirmativas que, en
algunos casos, chocan de frente con la estructura ética de un pensamiento
crítico que se mueve entre los territorios del compromiso político, la dura
lucha por el poder y el debate de ideas liberado del día a día de las
exigencias que emanan de una actualidad compleja, complicada y difícil para un
proyecto gubernamental de por sí atravesado por sus propias demandas y
debilidades. En el reino de las ideas no existen límites argumentativos ni se
rechazan las tensiones, contradicciones y/o ambigüedades que no suelen
encontrar un lugar legítimo en el espacio de la política, un espacio que exige
aserción y contundencia. Lo difícil es entremezclar fortaleza y fragilidad.
Siempre resulta ardua la búsqueda
de vasos comunicantes entre estos territorios tan disímiles que, sin embargo,
constituyen la trama de nuestras acciones y de nuestras preocupaciones de ayer
y de hoy aunque, en este tramo de la vida histórica argentina, nos han colocado
en un extraño y novedoso lugar que no imaginábamos. El camino recorrido desde
el 2003 –incluso si retrasásemos la fecha a diciembre de 2001– no sólo ha
redefinido dramáticamente la marcha del país sino que nos ha interpelado de un
modo como ya no parecía posible. De la desilusión y el escepticismo, de la
profunda crisis de las ideologías progresistas y populares a una visión
pesimista de la época dominada por un capitalismo hegemónico y despiadado,
hemos pasado, con sus más y sus menos, a una intensa repolitización acompañada
por la reaparición del entusiasmo y de la fuerza del pensamiento crítico
asociado a prácticas políticas que desafían, en Sudamérica, el orden neoliberal
hegemónico a nivel global. Es en este contexto en el que hay que intentar
situar y comprender el debate alrededor de Milani y la política de derechos
humanos.
No somos los jóvenes
revolucionarios de los ’70 que pensábamos la política como instrumento para la
creación de una nueva sociedad y que soñábamos –bajo la lógica de lo absoluto e
innegociable– tomar el cielo por asalto llevando adelante nuestros ideales
blindados e implacables con nuestras debilidades y/o contradicciones; tampoco
somos, por suerte, los escépticos contempladores de una sociedad devastada que
parecía haberse tragado ideales y posibilidades de habitar la política desde la
perspectiva de una incidencia efectiva sobre una realidad viscosa; tampoco
somos, estrictamente, aquellos intelectuales que, con nuestras revistas a
cuestas y a contracorriente de las hegemonías culturales de los ’90,
insistíamos con la crítica del mundo sabiendo de la corrosión de nuestras
propias tradiciones político-intelectuales o, para decirlo casulleanamente, de
una crítica capturada, ella también, por un sistema voraz que ni siquiera
dejaba lugar para imaginarnos fuera de sus tenazas y de su fuerza de absorción
cuando todo discurso, por más radical que pareciese o fuera, quedaba como “un
florero en el living del burgués”; tampoco somos, después de diez años de
kirchnerismo, los portadores de los mismos entusiasmos que, principalmente, nos
conmovieron desde el 2008, pero tenemos (tengo) la certeza de seguir viviendo
los mejores años de la democracia argentina, años de profunda reparación no
sólo del país sino, fundamentalmente, de nosotros mismos, de nuestra manera de
estar en la escena nacional y de repensar muchas cosas. Sin la marca que en
nosotros han dejado estos años sorprendentes, sin lo que he denominado en otro
lugar “el nombre de Kirchner”, su tremenda interpelación a una sociedad
incrédula, nada de lo que ha ocurrido hubiese sucedido del modo como sucedió.
El giro de la materialidad
histórica habilitó el advenimiento, bajo nuevas condiciones, de esa relación
siempre tensa y compleja entre intervención política y mundo de ideas. Lo que
parecía desahuciado por la inclemencia de hegemonías pospolíticas y
poshistóricas, un abigarrado mundo de tradiciones intelectuales que por
comodidad llamo de “izquierda”, pudo regresar sobre la escena de otra realidad
para intervenir sobre esa misma realidad. Estos diez años también han rescatado
de sus confusiones y crisis, de sus imposibilidades y estrecheces, de sus
dogmatismos y sus parálisis, a esas tradiciones nacidas de ideales
emancipatorios e igualitaristas. Inclusive ha posibilitado un salto cualitativo
para los propios movimientos de derechos humanos, que han visto cómo se
concretaban sus demandas cuando nada parecía abrir esa posibilidad en un país
dominado por la impunidad y el cinismo. Se pasó de lo testimonial a una
política de Estado. Y se lo hizo tanto para reparar una deuda con la memoria de
los desaparecidos como para dotar de legitimidad ética a una reconstrucción de
la política y de la sociedad.
El kirchnerismo conmovió
creencias, certezas, sospechas, olvidos, negaciones y, también, nos permitió
ser más generosos con los ideales de antaño al mismo tiempo que, para nuestra
sorpresa, nos puso en el centro de la escena para disputar una pelea que ya no
soñábamos. No nos prometió las certezas de ayer ni sus blindajes ideológicos
(por suerte); tampoco nos aseguró que su marcha por el tiempo iba a ser
impoluta. Todo lo contrario. Siempre supimos de las contaminaciones, de la
resaca, de los límites y de las tramas canallas que se encierran en el
peronismo (y que por extensión podríamos ampliar a las experiencias de
izquierda que recorrieron el siglo pasado). Sabíamos que íbamos a incursionar
en la política desde un lugar insólito para la mayoría de nosotros: defendiendo
al gobierno nacional, siendo “oficialistas” y, claro, poniendo en debate, otra
vez, la relación entre ideales y política en la época en la que se acabaron las
certezas que cobijaron nuestra comprensión de la historia y de su marcha triunfal
hacia el socialismo o lo que fuera su equivalente argentino.
Vamos en gran medida avanzando
sin brújula y casi a ciegas por el escenario de un mundo dominado por un
capitalismo implacable que seguirá intentando arrasar con esta anomalía
sudamericana que tiene uno de sus enclaves más provocadores en la Argentina
(eso sería bueno siempre recordarlo a la hora de ser duros con las políticas
oficialistas, es decir, no subestimar lo que significan las ofensivas brutales
de la derecha contra nosotros, ofensivas, como ya se ha señalado
insistentemente, que ponen en evidencia la enorme provocación que el
kirchnerismo le ha hecho al poder real). Pero, sobre todo, no podremos dejar de
sentir las tensiones entre las exigencias de la política como lenguaje positivo
–seguro de sí mismo y sin fisuras ni ambigüedades– y las demandas de la lengua
crítico-intelectual (esto no significa que deba leerse la política sólo desde
la linealidad afirmativa y a la crítica como deudora de instancias no políticas
o definidas bajo la lógica de una negatividad libertaria). Habitamos esta
tensión. Carta Abierta, su especificidad, tiene que ver con esta problemática a
la hora de intervenir en la disputa política. Nada nos es fácil ni lineal
porque intentamos conjugar sensibilidades distintas, lenguas que no reconocen
el mismo origen ni los mismos énfasis. Y sin embargo, Carta Abierta es ambas
cosas y debe seguir siéndolo si es que quiere insistir con su contribución (que
creo sustantiva) al proyecto emancipatorio que, recuerdo, se inició
inesperadamente en mayo de 2003.
2Milani, su ascenso y su
nombramiento tienen que ver directamente con estas preocupaciones y con estas
contradicciones, nuestras y del proyecto. Lo inmediato, no sé si lo más
sencillo, es responder bajo la exclusiva demanda de los principios y de la
actividad crítica y, claro, desprendernos de las exigencias de la razón
política a la hora de rechazar a quien, supuestamente, está manchado por los
crímenes de la dictadura (no es difícil hacer lo que hace el CELS, y eso independientemente
de que admire y valore su enorme trabajo en defensa de los derechos humanos,
porque su lógica es otra y su manera de colocarse ante las demandas de la feroz
disputa política es inversamente proporcional a la nuestra, que no somos una
ONG ni un centro de investigaciones que se deben a sus fundamentos normativos y
a sus protocolos. Nosotros somos un extraño y algo extravagante colectivo
político que navega por aguas tormentosas y para nada cristalinas y que debe
asumir posiciones sabiendo que, del otro lado, hay un enemigo dispuesto a
aprovechar absolutamente todo lo que digamos y hagamos, pero sabiendo también
que no se contribuye a avanzar bajo la lógica de la complacencia y el
seguidismo acrítico. Esta tensión nos atormenta y nos enriquece).
Un difícil y a veces imposible
equilibrio entre las demandas implacables de la lucha política y las demandas,
distintas y complementarias, que nacen del ámbito de las ideas y de los
dispositivos éticos. Una vieja y siempre renovada controversia que viene acompañando,
al menos desde la Revolución Francesa y pasando por todas las experiencias
revolucionarias del siglo veinte, cualquier intento de avanzar en una línea
popular enmarcada en el interior de la vida democrática. El debate que ha
suscitado el ascenso y el nombramiento del general Milani debe inscribirse en
esta larga y no saldada tradición, que sólo habita el universo de los proyectos
progresistas. A la derecha jamás la desveló este tipo de polémicas (salvando
excepcionales reticencias morales de algunos escasos intelectuales provenientes
de ese sector). Seguramente es esa condición la que ha sostenido moralmente
–tanto en la victoria como en la derrota– a las tradiciones de izquierda y
nacional populares. Para ellas nada es lineal ni se resuelve bajo la exclusiva
lógica de la razón de Estado. Por eso nos preocupa y nos ocupa la “cuestión
Milani”.
Horacio González ha escrito un
texto importante que nos exige reflexionar sobre nosotros mismos. El, eso creo,
está convencido de la opción, voy a llamarla por comodidad, “ética” que, no por
ser tal, deja de ser política. Su planteo, complejo y profundo, nos lleva a
debates que no pueden resolverse en algunas líneas o de manera unívoca. Es el
debate de la decisión moral, de la permanencia de los principios y de la
capacidad de todo individuo de elegir, inclusive en las peores circunstancias,
si hacer el mal o no. Pero es también la discusión, nada menor, de los cambios
en la vida de una persona (los ejemplos que ha dado Horacio, igual que otros
que han intervenido en el debate, son multiplicables e involucran muchas
experiencias –incluyo acá al ejército israelí, como para complicar todavía más
la cuestión–. Siguen siendo indispensables, eso creo, las tremendas reflexiones
de Dostoievski en Los demonios para también incorporar no sólo a quienes
cometieron actos repudiables desde una maquinaria de derecha sino también para
interpelar las prácticas revolucionarias y sus violencias). Y, surge con fuerza
irrecusable, la cuestión de la culpa y de la responsabilidad. Vale, eso creo,
seguir estas discusiones, que son imprescindibles.
Pero también vale establecer las
sutiles, y no tanto, diferencias entre un debate crítico-intelectual, ese mismo
que puede recorrer argumentaciones difícilmente asimilables por el sentido común,
y la controversia política atravesada por las demandas de una realidad
implacable. Vivo esas tensiones, no las rechazo. De la misma manera, y de eso
estoy convencido, de que no se trata de una involución del Gobierno ni de un
cuestionamiento a la política de derechos humanos que ha sido y sigue siendo
extraordinaria, única en el mundo (por eso mismo no se la puede debilitar ni
supeditar a “otras” exigencias de la hora, pero tampoco se puede cuestionar,
corriendo por izquierda, a quienes han encabezado un proceso de reparación que
sigue avanzando sin dejar de lado a los responsables civiles y eclesiásticos
–recuerdo la condena a Von Wernich y el procesamiento de Blaquier–). Sigo
teniendo una confianza última y profunda en quien lidera el proyecto, al mismo
tiempo que reconozco las grandes dificultades que nos seguirán desafiando en
estos dos años. No haría de la “cuestión Milani” el centro de lo que hoy
necesitamos disputar políticamente, aunque considero que no debemos ni podemos
eludir lo que su emergencia ha suscitado entre no- sotros, al precio de arrojar
por la borda una parte sustancial de nuestras herencias ideológicas y de los
valores que ellas contienen. Es un debate que nos incumbe y nos exige. Sus
consecuencias no son ni podrán ser unívocas allí donde arrastran logros y
virtudes indudables, oscuridades y ambigüedades. Lo sabemos.
*Publicado en Página12
No hay comentarios:
Publicar un comentario