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Por Edgardo Mocca*
La estrategia política de la derecha argentina tiene tres líneas
principales: la desestabilización económica, la erosión de los apoyos
gubernamentales en el territorio federal del justicialismo y el desorden en la
calle. Las tres líneas se suceden entre sí, convergen y se alimentan
mutuamente. Con diferente intensidad y dramatismo, todas convergen en un punto
imaginario, el de la creación de un clima de absoluta ingobernabilidad. El
núcleo del discurso propiciatorio de la desestabilización no entraña ninguna
novedad histórica: la inseguridad (antes se estilaba decir “desorden”), la
corrupción y la bancarrota económica fueron el decorado retórico de todas las
usurpaciones cívico-militares dirigidas a cuidar los intereses de los grupos
más poderosos del país. Hasta aquí, la novedad más importante es la voluntad
política del Gobierno, ya bastante extendida en el tiempo, de mantener no
solamente un rumbo político sino un discurso que no hace concesiones en las
cuestiones cardinales que conciernen a ese rumbo.
Con aire de inocencia, ciertos
analistas pretendidamente independientes “aconsejan” al Gobierno que modifique
sus políticas y sugieren que ese cambio traería la tan ansiada paz social.
Ninguna de las experiencias históricas relativamente recientes autoriza esa
expectativa: las concesiones de los gobiernos de origen popular a la derecha
siempre han sido el prólogo de su debilitamiento progresivo, su aislamiento y
su caída. A esta altura parece claro que no será ése el curso de los
acontecimientos actuales y ésa parece ser la fuente de la visible exasperación
del bloque desestabilizador. Los grupos mediáticos dominantes han abandonado
cualquier racionalidad que los aleje de su obsesión política, la recuperación
en los tiempos más cortos y en las formas que sean necesarias del poder
político para el establishment económico del país. Ni las formas ni los tiempos
son indiferentes: de lo que se trata no es de vencer eventualmente a un partido
de gobierno, sino desplazarlo de tal modo que pase mucho tiempo hasta que a
alguna otra fuerza política se le ocurra repetir el desafío a los poderes
establecidos.
La índole de los malestares –las
chispas con las que se pretende iniciar el incendio– es muy variada. Como en el
caso de la actual crisis en la distribución de la energía eléctrica en la
ciudad y el conurbano bonaerense, sus raíces tocan algunos nervios sensibles de
la estructura económica que diseñó el neoliberalismo en el país. No es por una
catástrofe natural que tenemos empresas privadas al frente de esa distribución;
claro que el control que ha ejercido el Estado se muestra claramente
insuficiente, lo que no alcanza para opacar que son las privatizaciones de los
años noventa, y las formas contractuales bajo las que se desarrolló,
tributarias de la atmósfera político-cultural antiestatista de la época, las
que están en la base del problema actual. También la cuestión de las fuerzas
policiales nacionales y provinciales es un viejo problema, cuyas huellas más
directas llevan a la época de la dictadura; la democracia, incluidos los
últimos gobiernos, no ha encarado –más que en formas episódicas y siempre
inconclusas– un proyecto serio de reestructuración policial. Sin embargo, la
necesaria crítica de esas insuficiencias no puede ignorar la fuerza histórica y
estructural que adquirieron los cambios en este país, a partir de la dictadura
instalada en 1976. Es una fuerza que se expresa en la configuración del poder
económico, en su concentración, centralización y extranjerización, en la
estructura de la tenencia y el uso de la tierra, en el peso del mundo
financiero en la actividad económica. Pero se expresa también en el
debilitamiento de las estructuras sindicales, en el desprestigio de la política
y, sobre todo, en el peso históricamente desconocido entre nosotros que
adquirió la cultura hiperindividualista en todos los aspectos de la vida
social. Claramente se trata de transformaciones que no son patrimonio exclusivo
de los argentinos; han atravesado el mundo desde mediados de la década del
setenta del siglo pasado y el proyecto político que las sustentó sigue
ejerciendo la hegemonía global, aun en condiciones de una grave crisis
sistémica.
Es muy interesante cómo las
fuerzas sociales y culturales que impulsaron durante décadas esa
reconfiguración raigal de la sociedad argentina utilizan las dramáticas
consecuencias que acarreó como argumentos en contra de un gobierno al que
consideran, con mucha razón, su enemigo. Los problemas del sistema de
transporte ferroviario, destruido con premeditación y alevosía en los años
noventa, se presentan, por ejemplo, como actas de acusación contra el gobierno
actual. Claro que la perduración de los problemas opera como una señal de los
límites actuales y de las demandas que esos problemas proyectan hacia el
futuro. Pero no es ése, naturalmente, el espíritu y el sentido político de las
actuales campañas de hostigamiento antigubernamental al que asistimos de modo
permanente y con intensidad creciente desde hace por lo menos siete años. Luce
muy elegante el discurso crítico realizado desde veredas que se autodefinen
como “progresistas” y no faltan en ese terreno aportes lúcidos sobre los
problemas no resueltos. Pero la política no es una suma aritmética o algebraica
de enunciados críticos y plataformas de “solución” a los problemas. No parece
muy eficaz un pensamiento con pretensiones críticas que se abstiene de
considerar cómo se manifiesta la lucha por el poder, esa que no se propone
escribir buenos documentos críticos sino gobernar al país realmente existente.
¿Puede pensarse seriamente que la disyuntiva política en la Argentina es hoy la
que enfrenta al actual proyecto político en curso con un bloque
político-cultural más avanzado y enérgico en la voluntad transformadora? Aceptemos
hipotéticamente que esto pudiera ser pensado así; se abren entonces varios
interrogantes: cuáles son las fuerzas sociales que lo impulsarían, cuál sería
en esas circunstancias la posición de los poderes fácticos que hoy bombardean
al Gobierno, aun con insuficiencias fáciles de reconocer, cómo se modificaría
la correlación de fuerzas sin enfrentar a esos poderes y practicando una
política de “diálogo y reconciliación”.
El diálogo que suelen proponer
los sectores de oposición es un diálogo que deja afuera la cuestión del poder.
Y termina siendo, valga el juego de palabras, un diálogo sin poder: el poder
está fuera del diálogo. Se presupone la existencia de una práctica llamada
“políticas públicas” que conforma un territorio de dilucidación técnica: hay
problemas y hay soluciones, todo lo demás es ideologismo estéril. Desde otra
perspectiva: hay derechos de las personas y hay un aparato, el Estado, que es
una empresa proveedora de derechos. Es la manera de pensar la política propia
del neoliberalismo, incluida alguna vertiente que viene de tradiciones
avanzadas. La sola mención de la palabra hegemonía produce escándalo en el
neoliberalismo de derecha y de “izquierda”. Es una antigüedad ideológica, cuya
sola evocación convoca a los demonios de la intolerancia, el autoritarismo y la
violencia. Solamente diálogo, entonces. No se sabe cómo se definen los
eventuales desacuerdos,como no sea por los mecanismos hoy vigentes de la
soberanía popular. Menos aún se sabe qué pasa si los resultados de ese diálogo
no les satisfacen a los sectores del complejo agro-financiero-mediático que hoy
articula el ataque contra este gobierno. Tal vez se crea que, impactados por el
alto nivel de convivencia política alcanzado, esos sectores se avengan, ¡por
fin!, a aceptar pacíficamente el dictado de la política aunque afecte sus
intereses.
Hay, sin embargo, un diálogo
posible, aunque su futuro no esté asegurado. Es el diálogo que parte de la
premisa de que hay una importante franja de la sociedad que no forma parte
orgánica ni de las fuerzas que apoyan al Gobierno ni de las que lo sabotean,
pero que quiere seguir viviendo en democracia y no quiere ser utilizado como
herramienta de planes desestabilizadores. Es un sector que no quiere la
violencia institucional –como la que se desarrolló hace unos días en el partido
de San Isidro contra un grupo de militantes que pasaba cine para los chicos en
una plaza– y que rechaza la especulación y el desabastecimiento como armas
políticas. Si ese sector realmente existiera –así parecen insinuarlo las grandes
oscilaciones de las preferencias entre elección y elección y así es la forma de
pensar en la que está sustentada la democracia– sería necesaria una discusión
entre los que sostienen el actual proyecto político sobre cómo generar una
comunicación dialógica que los incluya. Es justamente a debilitar la relación
del Gobierno con este sector donde se dirige el fuego principal de las agencias
desestabilizadoras. La concepción de una política de trincheras que separan
entre sí a minorías intensas es lo contrario de lo que necesita una política
transformadora. Es una mirada maniquea y estancada del mundo.
Los recientes cambios de gabinete
y la modificación de ciertos estilos de gobierno parecen indicar el
reconocimiento de la necesidad de ese diálogo. No estaría mal la exploración de
iniciativas políticas que apunten a darle forma. Eso contribuiría a aislar a
los halcones de la derecha mediático-política.
*Publicado en Página12
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