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Por Sandra Russo*
Cuando se habla de movilidad
social ascendente, lo más probable es que uno piense en alguien que accede al
primer auto, o en alguien que pasa del usado al cero kilómetro, en esa medida
extraña e involuntaria que hace que confluyan en esa idea los sueños que
impregnó en el inconsciente colectivo la industria automotriz. El techo propio
y el auto fueron desde el surgimiento mismo de la clase media, en el siglo XX,
los elementos constitutivos de una identidad.
Si uno lo piensa un poco más,
cuando comenzaron a aplicarse las políticas del Consenso de Washington y sus
razzias sociales expulsivas, recordará otros ejemplos de movilidad social
ascendente en otra franja social, la de los que se salvaban. Aquella etapa tuvo
ese rasgo: la mayoría corría el riesgo de ser excluida, pero los que se
salvaban lo hacían en grande. En los ’90, un sector al que las revistas de
actualidad le dieron gran visibilidad accedió al lujo. Vaya si aquel diseño
social que propició el neoliberalismo no era binario. Los últimos informes
sobre desigualdad, como el que dio a conocer en Davos esta semana la ONG Oxfam,
traduce esa verdadera polarización tan finamente invisibilizada. Pobres o
ricos, y muy poco en el medio.
Lo que reflejaban aquellas
revistas de actualidad en los ’90 era la puntual movilidad social ascendente de
ese período: eran tan pocos los que ascendían que casi todos merecían al menos
una doble página a todo color. Eran los nuevos ricos menemistas, siempre tan afectos
a Versace, los que mostraban sus casas, sus perros, sus sillones, sus cuadros,
sus piletas, sus hijos, sus vestidores, y no faltó el juez que mostró su
placard y se delató.
Eso no irritaba. O si lo hacía,
esa irritación no era pública. Eso era tendencia. Los ganadores del modelo
neoliberal no tenían empacho, ni restricción cultural ni política, ni pudor ni
problema en exhibir su propia movilidad social ascendente. A grandes rasgos,
aquella fue una gran operación simbólica, que duró muchos años: el modelo y los
medios afines sacaban a la luz pública –adjetivada siempre con pueril
admiración en los epígrafes y las notas breves que acompañaban a las
fotografías– esas raras vidas ejemplares que se le proponían a la clase media,
que era la que consumía esos productos. Era aspiracional. Era también un modo
de imprimir en la conciencia de ese sector que después de 2001 quedó del otro
lado, la chance falaz de llegar a ser como uno de esos nuevos ricos cuyas
mujeres usaban mucho dorado y animal print.
El programa Progresar que fue
anunciado por la Presidenta esta semana se vincula con la movilidad social
ascendente desde otra perspectiva, una sin antecedentes. Porque arranca mucho
más abajo que el auto usado que se cambia por el cero kilómetro. Pone el foco
en una franja de esta sociedad a la que el Estado nunca le dirigió una política
específica, salvo para hundirla más. Y lo primero que hay que marcar acerca de
ese millón y medio de jóvenes de entre 18 y 24 años que hoy no estudian ni
trabajan, es que los pone en una situación de ciudadanía. El Estado los mira y
les dice: esto es para vos, a cambio de que estudies.
La presencia en el acto del nuevo
titular de la Sedronar, el sacerdote Juan Carlos Molina, y también la de las
Madres del Paco y las Madres del Dolor, da un paneo de las problemáticas que
envuelven a esa franja de jóvenes que si son “hijos del neoliberalismo”, como
dijo en el acto CFK, es porque han nacido en familias en cuyas cadenas
generacionales, desde hace treinta años, nunca existió un empleo decente, un
derecho respetado, escolaridad, salud, aspiraciones, metas o cuidados. Esa
franja de jóvenes no está “descarriada” porque nunca en su vida hubo un carril
al que pudiera asirse. Si se habla de ellos es por cosas puntuales: o por sus
vínculos con el delito o por sus vínculos con la droga, que en general son una
sola y misma cosa.
La medida llega, además, en un
momento en el que es necesario romper con urgencia el tejido que le ofrecen a
esa franja de jóvenes sin horizonte las bandas de narcos que en varias
provincias le pelean el territorio al Estado. Hay ciudades como Rosario en las
que en 22 días hubo 21 homicidios, muchos de ellos vinculados con ajustes de
cuentas narcos, y es increíble que esos temas no sean abordados desde la
temática tan insistente de “la inseguridad”. Pero más allá de esa agenda
política alterada, lo necesario es entender que los primeros que están
inseguros, en el origen de esa cadena de violencia, son los jóvenes que no
tienen ninguna herramienta para pensarse a sí mismos siendo otros, siendo
mejores, viviendo en paz con sus afectos, convirtiéndose en alguien con nombre
y apellido, no con prontuario. Gran parte de esa franja de jóvenes ya nacen
prontuariados.
El nombre del programa, que alude
explícitamente al progreso, les comunica también que están adentro de un
sistema que les dirige una política por lo menos para que puedan optar. Que a
eso, el progreso, al espíritu de la clase media que siempre quedó cuatro o
cinco escalones más arriba de la base de fango en la que ellos viven, también
pueden acceder. Y de paso, nos propone cambiar la mirada a todos, y asimilar la
idea de que la movilidad social ascendente, en una sociedad que demanda vivir
más tranquila, es algo que hay que romper como cliché, porque para que sea
verdadera debe empezar por esa parte de abajo, por debajo de todo.
El movimiento es doble, porque la
soga tiene dos extremos. No hay que ser psicólogo para entender que si la vida
vale algo, no se arriesga. Este es un mensaje posible: decirles, a través de un
hecho político, que son visibles, que forman parte, que hay una salida, que si
quieren pueden ser como cualquier otro. Esto no muchas veces se ha asociado con
la movilidad social ascendente, pero si uno lo piensa un poco, sin políticas
como ésta, focalizadas en lo profundo de la deuda que esta sociedad tiene con
algunos de sus sectores, la igualdad de oportunidades es y ha sido solamente
una manera de decir, un giro retórico o una frase que en cualquier discurso
queda bien.
*Publicado en Página12
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