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Hay
lugares, remotos lugares del mundo, en los que el nombre de Lampedusa se
pronuncia con un halo de esperanza. A pesar de que esa isla italiana
comenzó a ser conocida porque en ella se apiña la “inmigración ilegal”
africana, y por los naufragios recurrentes de las barcazas atiborradas,
en los lugares de donde ellos vienen Lampedusa es, sin embargo, una gran
idea, el triste Dorado de los desahuciados. Sortear esos ciento trece
kilómetros que separan a las costas africanas de Europa es la única
chance de sobrevivir. Esos lugares tienen nombres extraños y nunca
escuchamos hablar de ellos. Mogadicio, Afar, Asmara, Bossaso. Ciudades
de los países del cuerno de Africa. Actualmente, son los más pobres y de
los más violentos del planeta. Ahí hay guerras, sequía, hambruna,
dictaduras, desplazamientos de población forzosos. A los que intentan
huir los persiguen los traficantes, los policías, los soldados, los
paramilitares, las guerrillas.
Lampedusa brilla en un Mediterráneo que ya no es el de Serrat. O en
todo caso es su parte oscura. Un mar recorrido por pesqueros italianos
que tienen prohibido socorrer a las barcazas africanas que llegan con
inmigrantes ilegales, aun si las ven naufragar. Habían muerto ocho
pasajeros de un pesquero tunecino en junio, cuando el flamante papa
Francisco se dirigió a la isla. Allí dijo que la noticia de los ocho
muertos del último pesquero hundido se le había “clavado como una espina
en el corazón”. Por lo que siguió diciendo, uno supone que la espina no
era solamente aquel naufragio, sino además su circunstancia de
impiedad. “¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos y
hermanas? Ninguno. Todos respondemos: yo no he sido, yo no tengo nada
que ver, serán otros. Hemos perdido el sentido de la responsabilidad
fraterna. Vivimos en la globalización de la indiferencia.”
Hace diez días, en el naufragio de una embarcación más grande,
aquella espina se volvió estilete: esta vez fueron rescatados más de
trescientos cadáveres y se ignora el número de desaparecidos. Hubo unos
150 sobrevivientes. La visita del Papa hace unos meses y la magnitud de
la tragedia puso a la UE en su módica acción, al menos con reflejos para
organizar una reunión entre algunos de esos sobrevivientes y el primer
ministro italiano, Enrico Letta, con José Manuel Barroso, presidente de
la Comisión Europea, y con Cecilia Malmstroen, comisaria europea de
Asuntos de Interior. Es decir: los que tienen la llave de la puerta de
entrada. La mayoría de los sobrevivientes y los muertos provenían de
Eritrea y Somalia. Hace poco eran de Etiopía y de Sudán. En esa reunión,
el portavoz de los sobrevivientes, el eritreo Binyam –los nombres que
cita Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, son falsos, porque
todos ellos corren el riesgo de ser deportados y la publicidad de sus
identidades constituiría una condena anticipada–, les contó su historia.
Y esa historia obliga a mirar más allá de Lampedusa, porque la
información siempre parte de ahí, de los naufragios, en un mecanismo
periodístico parecido al que nos mantiene siempre informados de los
cortes de rutas o calles, pero al mismo tiempo desinformados de sus
motivos. La historia de Binyam obliga a ir más allá, a aquellos
territorios sacrificables en los que fluye pimpante el comercio de armas
porque la guerra es eso, lo que mantiene activa a la industria que,
vamos, no es africana.
Binyam tiene 25 años y llegó a las costas de Lampedusa procedente de
Asmara, la capital eritrea. A los 17 años se vio obligado a alistarse
en el ejército de su país, como todos sus hermanos. El servicio militar
es obligatorio, no remunerado y dura tres años, pero eso es en teoría.
Una vez alistados y en un país de guerra constante, los soldados nunca
reciben la baja. Uno de los hermanos mayores de Binyam lleva en el
ejército más de veinte años, el tiempo de vida de su país, que hace dos
décadas se separó de Etiopía. Después de siete años de vida militar,
Binyam, que aspira a estudiar Bellas Artes porque le gustan la pintura y
el dibujo, decidió salir de Eritrea.
Huyó al norte. Llegó a Sudán y allí fue trasladado al campamento de
refugiados de Shagarab. Estuvo allí hasta que encontró un traficante al
que pudo pagarle para que lo llevara a Jartún. Su esperanza era reunirse
con un hermano que vive en el Reino Unido o con una hermana que vive en
Alemania. Solicitó legalmente entrar a la UE, pero fue rechazado. No
podía volver a Eritrea, donde sería ejecutado por desertor. Trabajó en
Sudán hasta que logró reunir los 1600 dólares para pagarse el viaje a
Libia y desde allí volvió a pagar para cruzar el Mediterráneo hasta
Italia. Algunos en Europa están lamentándose por haber derrocado a
Khadafi: desde entonces las costas libias son el punto de partida de los
inmigrantes, que no son inmigrantes: son refugiados.
Los que llegan a esas costas y suben a esas barcazas ya han probado
otros modos de salir y no han podido, ya han meditado lo suficiente y
están decididos a todo, hasta a morir en el naufragio. Dejan atrás otro
tipo de muerte. Binyam les dijo a los funcionarios europeos que se
siente culpable de haber sobrevivido, porque el amigo con el que se
embarcó murió en el mar. Se habían conocido en el norte de Africa, en
los campamentos, y se habían dado fuerza mutuamente.
Binyam, al igual que sus compatriotas, no quiere entrar a Europa
para aguarle la fiesta a nadie, aunque sabe que su máxima aspiración,
ser aceptado, incluye un futuro de pobreza y exclusión. Pero a Binyam y a
los eritreos que escapan de Africa la miseria europea les sabe a
mieles. Vienen de un lugar de esos de los que sólo sabemos algo cada
tanto porque algún fotoperiodista gana el World Press con una imagen que
quita el aliento. Pero el aliento se recupera al rato y la vida sigue.
Igual que en Eritrea. En 2012, en Ruanda, la selección de fútbol de
Eritrea pidió permiso para salir de compras un rato antes del horario
del vuelo de regreso. No volvieron nunca. El equipo entero más los
técnicos pidieron asilo político.
Gobierna Eritrea Isaias Afewerki, con mano dura. Mantiene cerrado el
país. No se puede entrar ni salir. Amnistía Internacional denuncia que
en ese país los sospechosos de disidencia son arrestados y que nadie
informa a sus familias de esas detenciones. Según Reporteros sin
Fronteras, Eritrea es el país del mundo con menos libertad de expresión.
No tiene ni salud ni educación pública. De acuerdo con Unicef, 300.000
niños, ahora, están en riesgo de morir por las miles de minas
antipersonales sembradas junto a los caminos por un ejército compuesto
en su mayoría por púberes y niños, ya que los mayores han muerto. A los
que quieren escapar y son detenidos, los acusan de intentar aliarse a
alguna facción armada antigubernamental, de modo que son tratados como
terroristas. Hoy hay más de 40.000 refugiados eritreos en Israel, 87.000
en Etiopía y 125.000 en Sudán. Este año a Lampedusa han llegado cerca
de 30.000.
Así es el diseño del mundo, con su reparto de roles centrales,
periféricos, emergentes o de basurero. Lampedusa, la puerta europea para
los desesperados africanos, brilla en el Mediterráneo con una corona de
ahogados. En las aguas esmeraldas y profundas yacen los que no pudieron
llegar a cumplir el sueño de vivir en paz. Nuestra impertérrita
indiferencia es parte de ese diseño.
*Publicado en Página12
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