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Durante la semana pasada, el actual intendente de Lomas de Zamora y
primer candidato a diputado del Frente para la Victoria se hizo cargo de
un tema recurrente en la agenda política argentina, un tema delicado
porque provoca posiciones enfrentadas: la cuestión de la edad a partir
de la cual los menores de edad son punibles penalmente. Se trata de un
tema con importante repercusión pública pero escasamente debatido a
fondo, lo que da lugar a posiciones ya prefijadas de antemano e incluso a
planteos que privilegian como ejes centrales algunos puntos que en
realidad no lo son.
Abrir esta discusión en épocas electorales supone enormes riegos: hace
tiempo que ganan protagonismo actores que plantean que el castigo, más
aún, la reclusión, es la llave maestra para resolver los problemas de
seguridad. Se trata de los mismos actores políticos y civiles que han
tenido altas responsabilidades en la desintegración del tejido social
argentino durante los años noventa. Pero a la vez, estos actores han
tenido mucho éxito en asociar el concepto de seguridad ya no con la
seguridad social, sino con la seguridad policial.
¿Puede ser, sin embargo, que la apertura de esta discusión signifique, a pesar de sus riesgos, una oportunidad? En este sentido, hay un punto que parece difícil controvertir: la legislación penal juvenil, en Argentina, es anacrónica. En efecto, en la actualidad nuestro país mantiene una legislación penal juvenil que data de la época de la dictadura y que establece que los menores de 16 años no son punibles, lo que significa que no pueden ser culpabilizados ni penados por los delitos que hubieran cometido, aunque pueden ser recluidos -sin que esté establecido el límite de tiempo- si el juez a cargo del menor así lo dispone, como ocurre efectivamente en numerosos casos.
Dicha legislación penal juvenil vigente se corresponde con los lineamientos provistos por la Ley de Patronato de Menores sancionada en 1919, a partir de la cual se implementó un sistema tutelar sobre la infancia y la adolescencia que habilitaba a la justicia a disponer discrecionalmente de los menores en "peligro moral o material". Casi un siglo después, en el año 2005, nuestro país derogó la Ley de Patronato y sancionó la Ley de Protección Integral de los Niños, Niñas y Adolescentes, conforme los lineamientos basados en la Convención Internacional de los Derechos del Niño. Esta ley expresa un cambio profundo de concepción estatal acerca de la infancia y la adolescencia, ya que deja atrás la idea de tutelaje y establece los puntos fundamentales a partir de los cuales transitar un proceso de adecuación en materia penal juvenil.
Sin embargo, como la Ley de Protección Integral de los Niños, Niñas y Adolescentes establece un marco pero no regula la acción del Estado ante infracciones de la ley penal por parte de menores de edad, la ley penal que efectivamente se aplica a los menores es la que se corresponde con el viejo sistema de tutelaje. En efecto, la ley vigente establece que en el caso de existir imputación contra un menor, "la autoridad judicial lo dispondrá provisionalmente, procederá a la comprobación del delito, tomará conocimiento directo del menor, de sus padres, tutor o guardador y ordenará los informes y peritaciones conducentes al estudio de su personalidad y de las condiciones familiares y ambientales en que se encuentre. En caso necesario pondrá al menor en lugar adecuado para su mejor estudio durante el tiempo indispensable. Si de los estudios realizados resultare que el menor se halla abandonado, falto de asistencia, en peligro material o moral, o presenta problemas de conducta, el juez dispondrá definitivamente del mismo por auto fundado".
En consecuencia, la legislación penal juvenil vigente resulta abiertamente inconstitucional, en tanto no se ajusta a los principios definidos por la Declaración de Derechos del Niño, a los cuales adhiere nuestra Constitución. Aún más, la norma esconde tras la idea de tutelaje la privación de derechos y garantías a los menores que se encuentren en conflicto con la ley penal a la vez que hace hincapié en el perfil del actor, menores en peligro moral y material acusados de cometer un delito penal, y no en el acto ni en el tipo de tratamiento que recibirán por parte del Estado.
Hubo ya intentos de cambiar esta legislación penal juvenil. En este sentido, en el año 2009, un dictamen de Comisión del Senado de la Nación envió a la Cámara de Diputados un proyecto de ley denominado "Sistema legal aplicable a los adolescentes en conflicto con la ley penal". Pero dicho proyecto perdió estado parlamentario, entre otras cosas, porque la discusión se trabó justamente en la edad de aplicación de la norma, si debía sostenerse el límite punible de los 16 años o el mismo debía bajarse a 14 (cabe destacar que durante la última dictadura se modificó de 16 a 14 la edad de punibilidad de los menores y luego la propia dictadura volvió a establecer los 16 años como edad punible). Este proyecto de ley, por cierto, recogía la necesaria distinción entre imputabilidad y punición, por lo que estaba prevenido de asignar a los menores penas que sólo corresponden a los adultos. Así lo establecía su artículo primero: " En ningún caso una persona menor de dieciocho (18) años a la que se le atribuya la comisión de un hecho tipificado como delito en el Código Penal o en las leyes especiales podrá ser juzgada por el sistema penal general, ni podrán atribuírsele las consecuencias previstas para las personas mayores de dieciocho (18) años de edad".
Así las cosas, nos encontramos con una situación típicamente conflictiva. Por un lado, existe en la actualidad una legislación penal juvenil que está caduca, porque es autoritaria (ya que confiere capacidad de tutelaje a un juez y judicializa a los menores sin respetar de manera plena la Convención de los Derechos del Niño). Y porque además no ofrece soluciones, ya que se estima que los menores bajo este sistema vuelven en gran proporción a delinquir, tanto los que están recluidos como los que son “devueltos” a sus familias.
Pero, por otro lado, el hecho de que la legislación penal juvenil esté caduca no significa que estén claras las opciones de su reemplazo. Por eso es necesario el debate y, junto con él, tener en cuenta las aristas complejas de la situación. Entre ellas, habría que considerar que la crisis de la legislación penal juvenil es solidaria con la crisis del Código Penal vigente y con la necesidad de abordar los problemas que presentan las actuales instituciones penitenciarias federales y provinciales. Y sobre todo, privilegiar la discusión acerca de qué actos serán severamente sancionados y sólo como derivación de esta discusión atender cómo serán penados los actores que incurran en ese delito. Porque si la discusión se focaliza sobre las características del actor, y no del acto, se corre el riesgo de criminalizar a ese actor. Lo cual no sólo significaría un retroceso en materia de discusión democrática, sino también en materia de seguridad. Porque los discursos –y la legislación surgida de esos discursos- que se han dedicado a criminalizar a diversos actores –los jóvenes, los pobres, etc.–, están orientados a producir cierto alivio en sectores sociales que demandan más seguridad, pero no han contribuido en ningún caso ni a pensar de manera democrática la cuestión de la integración social ni a bajar las tasas de delitos contra las personas o contra la propiedad.
¿Puede ser, sin embargo, que la apertura de esta discusión signifique, a pesar de sus riesgos, una oportunidad? En este sentido, hay un punto que parece difícil controvertir: la legislación penal juvenil, en Argentina, es anacrónica. En efecto, en la actualidad nuestro país mantiene una legislación penal juvenil que data de la época de la dictadura y que establece que los menores de 16 años no son punibles, lo que significa que no pueden ser culpabilizados ni penados por los delitos que hubieran cometido, aunque pueden ser recluidos -sin que esté establecido el límite de tiempo- si el juez a cargo del menor así lo dispone, como ocurre efectivamente en numerosos casos.
Dicha legislación penal juvenil vigente se corresponde con los lineamientos provistos por la Ley de Patronato de Menores sancionada en 1919, a partir de la cual se implementó un sistema tutelar sobre la infancia y la adolescencia que habilitaba a la justicia a disponer discrecionalmente de los menores en "peligro moral o material". Casi un siglo después, en el año 2005, nuestro país derogó la Ley de Patronato y sancionó la Ley de Protección Integral de los Niños, Niñas y Adolescentes, conforme los lineamientos basados en la Convención Internacional de los Derechos del Niño. Esta ley expresa un cambio profundo de concepción estatal acerca de la infancia y la adolescencia, ya que deja atrás la idea de tutelaje y establece los puntos fundamentales a partir de los cuales transitar un proceso de adecuación en materia penal juvenil.
Sin embargo, como la Ley de Protección Integral de los Niños, Niñas y Adolescentes establece un marco pero no regula la acción del Estado ante infracciones de la ley penal por parte de menores de edad, la ley penal que efectivamente se aplica a los menores es la que se corresponde con el viejo sistema de tutelaje. En efecto, la ley vigente establece que en el caso de existir imputación contra un menor, "la autoridad judicial lo dispondrá provisionalmente, procederá a la comprobación del delito, tomará conocimiento directo del menor, de sus padres, tutor o guardador y ordenará los informes y peritaciones conducentes al estudio de su personalidad y de las condiciones familiares y ambientales en que se encuentre. En caso necesario pondrá al menor en lugar adecuado para su mejor estudio durante el tiempo indispensable. Si de los estudios realizados resultare que el menor se halla abandonado, falto de asistencia, en peligro material o moral, o presenta problemas de conducta, el juez dispondrá definitivamente del mismo por auto fundado".
En consecuencia, la legislación penal juvenil vigente resulta abiertamente inconstitucional, en tanto no se ajusta a los principios definidos por la Declaración de Derechos del Niño, a los cuales adhiere nuestra Constitución. Aún más, la norma esconde tras la idea de tutelaje la privación de derechos y garantías a los menores que se encuentren en conflicto con la ley penal a la vez que hace hincapié en el perfil del actor, menores en peligro moral y material acusados de cometer un delito penal, y no en el acto ni en el tipo de tratamiento que recibirán por parte del Estado.
Hubo ya intentos de cambiar esta legislación penal juvenil. En este sentido, en el año 2009, un dictamen de Comisión del Senado de la Nación envió a la Cámara de Diputados un proyecto de ley denominado "Sistema legal aplicable a los adolescentes en conflicto con la ley penal". Pero dicho proyecto perdió estado parlamentario, entre otras cosas, porque la discusión se trabó justamente en la edad de aplicación de la norma, si debía sostenerse el límite punible de los 16 años o el mismo debía bajarse a 14 (cabe destacar que durante la última dictadura se modificó de 16 a 14 la edad de punibilidad de los menores y luego la propia dictadura volvió a establecer los 16 años como edad punible). Este proyecto de ley, por cierto, recogía la necesaria distinción entre imputabilidad y punición, por lo que estaba prevenido de asignar a los menores penas que sólo corresponden a los adultos. Así lo establecía su artículo primero: " En ningún caso una persona menor de dieciocho (18) años a la que se le atribuya la comisión de un hecho tipificado como delito en el Código Penal o en las leyes especiales podrá ser juzgada por el sistema penal general, ni podrán atribuírsele las consecuencias previstas para las personas mayores de dieciocho (18) años de edad".
Así las cosas, nos encontramos con una situación típicamente conflictiva. Por un lado, existe en la actualidad una legislación penal juvenil que está caduca, porque es autoritaria (ya que confiere capacidad de tutelaje a un juez y judicializa a los menores sin respetar de manera plena la Convención de los Derechos del Niño). Y porque además no ofrece soluciones, ya que se estima que los menores bajo este sistema vuelven en gran proporción a delinquir, tanto los que están recluidos como los que son “devueltos” a sus familias.
Pero, por otro lado, el hecho de que la legislación penal juvenil esté caduca no significa que estén claras las opciones de su reemplazo. Por eso es necesario el debate y, junto con él, tener en cuenta las aristas complejas de la situación. Entre ellas, habría que considerar que la crisis de la legislación penal juvenil es solidaria con la crisis del Código Penal vigente y con la necesidad de abordar los problemas que presentan las actuales instituciones penitenciarias federales y provinciales. Y sobre todo, privilegiar la discusión acerca de qué actos serán severamente sancionados y sólo como derivación de esta discusión atender cómo serán penados los actores que incurran en ese delito. Porque si la discusión se focaliza sobre las características del actor, y no del acto, se corre el riesgo de criminalizar a ese actor. Lo cual no sólo significaría un retroceso en materia de discusión democrática, sino también en materia de seguridad. Porque los discursos –y la legislación surgida de esos discursos- que se han dedicado a criminalizar a diversos actores –los jóvenes, los pobres, etc.–, están orientados a producir cierto alivio en sectores sociales que demandan más seguridad, pero no han contribuido en ningún caso ni a pensar de manera democrática la cuestión de la integración social ni a bajar las tasas de delitos contra las personas o contra la propiedad.
*Publicado por Telam
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