A las 11: 05 a.m. del jueves 9 de agosto de 1945, un bombardero de la fuerza aérea de Estados Unidos arrojó sobre la ciudad japonesa de Nagasaki una bomba fabricada a base de plutonio 239 en laboratorios controlados por el Pentágono, que provocó 100 000 muertos (39 000 al momento de estallar). Apenas tres días antes, a las 8:15 a.m. del lunes 6, un piloto estadounidense había lanzado en Hiroshima otro artefacto nuclear construido a partir de uranio 235, que causó 260 000 muertos (50 000 por el impacto inicial). El presidente Harry S. Truman justificó el genocidio con el argumento de que resultaba necesario concluir la guerra contra Japón, para «traer los chicos a casa». Lo logró: el 15 de agosto el emperador Hirohito realizó una alocución radial para todo el país, en la que anunció a sus cerca de ochenta y seis millones de súbditos la rendición incondicional. Un testigo presencial narró que los sobrevivientes de Hiroshima iban bajando la cabeza poco a poco, a medida que lo escuchaban. Muchos lloraban, pero todos en silencio, sin una voz, sin una protesta (Arrupe, 1952: 94).
La diplomacia atómica ensayada en Hiroshima y Nagasaki por la
Administración Truman causó un total de 360 000 víctimas en 1945, pero
sus secuelas llegan hasta hoy y afectan a varias generaciones. Todo ser
humano sensible debiera hacerse una pregunta: ¿cómo pudo ocurrir tal
barbarie?
El año en que concluyó la Segunda Guerra Mundial
En 1945 la victoria de la coalición antihitleriana era cuestión de
poco tiempo: a fines de enero en el Frente Occidental los aliados
finalmente consiguieron contener la contraofensiva alemana en los densos
bosques y montañas de Las Ardenas, mientras que en el Frente Oriental
el Ejército Rojo había arrollado las defensas nazis en Polonia para
avanzar, incontenible, hasta Frankfurt del Oder, a menos de cien
kilómetros de Berlín. Nadie dudó de la capacidad de la URSS,
que había soportado el peso fundamental de la guerra y recibido los
embates más potentes de la maquinaria militar fascista, para asestar el
golpe definitivo contra Hitler. Henry Kissinger ha reconocido que los
círculos de poder en Estados Unidos vieron con suma preocupación cómo
«los ejércitos soviéticos ya habían rebasado todas sus fronteras de 1941
y se encontraban en posición de imponer unilateralmente el dominio
político soviético al resto de la Europa oriental» (Kissinger, 2004:
396).
El escenario era propicio para organizar una conferencia entre los
máximos líderes de Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS, que
convinieron reunirse entre el 4 y el 11 de febrero de 1945 en Yalta, un
balneario en la península de Crimea recién liberada del invasor nazi.
Para el día inaugural, el alto mando militar de las fuerzas aliadas
preparaba una sorpresa destinada a impresionar al máximo representante
soviético: un golpe aéreo masivo cuyos posibles blancos eran Berlín o a
la ciudad de Dresde, antigua capital de Sajonia. Intimidar a Iósif
Stalin significaba potenciar la capacidad de negociación del presidente
Franklin D. Roosevelt, hombre de amplia educación y cierta ética
política, que había apostado al fortalecimiento de la alianza
norteamericano-soviética para preservar la paz. El general David M.
Shlatter, comandante en jefe del ejército del aire de la Fuerza Aliada
Expedicionaria, lo confirmó en una nota: «Creo que nuestra fuerza aérea
es la mejor baza que podemos aportar en la mesa del tratado de
posguerra, y que esta operación le añadirá mucha más fuerza, o mejor,
hará que los rusos conozcan mejor su poder» (Pauwels, 2004: 91).
Entretanto, en Estados Unidos avanzaba hacia la fase de prueba el
proyecto Manhattan, destinado a diseñar y producir bombas nucleares.
Habían sido invertidos cerca de dos mil millones de dólares e
involucrados más de ciento treinta mil trabajadores bajo la dirección
científica de Julius Robert Oppenheimer y Enrico Fermi.
Franklin D. Roosevelt tenía la salud gravemente quebrantada. Alarmado
por las constantes fluctuaciones de la presión arterial, su médico lo
alertó de que solo podría reponerse si evitaba el estrés. No hizo caso.
Viajó 14 000 millas para llegar a Yalta, donde quería ultimar las bases
para la Organización de Naciones Unidas (ONU), que iba a ser constituida
en el mes de abril en San Francisco, California. Otro tema prioritario
dentro de la agenda de Roosevelt fue garantizar la incorporación de la
URSS a la guerra contra Japón.
El presidente norteamericano salió satisfecho de la Conferencia de
Yalta; de la mayor importancia resultó el compromiso soviético de
declarar la guerra al imperio japonés, tres meses después de la derrota
de Alemania.
Las inclemencias del tiempo postergaron hasta el 13 de febrero la
operación sobre Dresde; ese día la «Florencia alemana» fue pulverizada
por el impacto de 750 000 bombas incendiarias que elevaron la
temperatura por encima de los 100 oC, y las llamas abrasaron toda
materia orgánica. Un informe de la policía local calculó que cerca de un
cuarto de millón de personas murieron quemadas o por asfixia.
Un desenlace fatal sepultaría la alianza entre Estados Unidos y la
URSS: el 12 de abril de 1945 falleció Roosevelt como consecuencia de una
hemorragia cerebral. Lo sucedió Harry S. Truman, granjero de clase
media que combatió durante la Primera Guerra Mundial. Sin haber pasado
de la enseñanza secundaria, era un típico producto de la maquinaria
política de Kansas City, en Missouri, que con frecuencia habló y actuó
impulsivamente, pero su eficiente labor en el senado como presidente de
la Comisión Investigadora del Programa de Defensa Nacional lo catapultó a
la fórmula presidencial demócrata en 1944. Sin experiencia en política
exterior, ni invitado a participar en ninguna decisión clave durante sus
tres meses como vicepresidente, su ascenso al despacho oval debió de
preocupar al liderazgo soviético, pues tras el ataque nazi contra la
URSS en 1941 Truman había propuesto un curso de acción extremo: «Si
vemos que Alemania va ganando, debemos ayudar a Rusia, y si Rusia va
ganando debemos ayudar a Alemania, y de ese modo hacer que maten a todos
los que puedan […]» (Kissinger, 2004: 412).
A las 7:00 p.m. del propio 12 de abril, Truman se juramentó como
presidente y sostuvo un breve intercambio con el gabinete. Al finalizar
la reunión se le acercó Henry L. Stimson, secretario de la Guerra y
veterano político en Washington que había ocupado cargos en varias
Administraciones desde William McKinley. Le dijo que necesitaba
informarle sobre un asunto de la mayor urgencia, referente a un vasto
proyecto en curso para producir un explosivo de poder destructivo
increíble. Según afirma Truman en sus Memorias, esta fue la primera
noticia que recibió sobre la bomba atómica. Al día siguiente James F.
Byrnes, exdirector de movilización de guerra de la Administración, le
explicó con «tono muy solemne que estaban perfeccionado un explosivo
capaz de destruir el mundo entero»; poco después Vannevar Bush, jefe de
la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico, le dio una versión
detallada sobre el proyecto Manhattan (Truman, 1956: 24-25, t. I).
Impresionado con lo que escuchó sobre la bomba atómica, el flamante
mandatario decidió que después de la Conferencia de San Francisco,
nombraría a James F. Byrnes como secretario de Estado, en sustitución de
Edward R. Stettinius.
Desde su entrada al despacho oval en la Casa Blanca, Truman se
planteó un problema que quería “resolver”: la alianza con la Unión
Soviética, pero varios de los principales jefes militares
estadounidenses reclamaban mantener la cooperación. Los generales George
C. Marshall y William F. Deane le plantearon que el Ejército Rojo
actuaba con mucha seriedad en el cumplimiento de sus compromisos, y su
entrada en la guerra contra Japón era básica para solucionar el
conflicto en el Lejano Oriente. Sin embargo, otro actor político era
favorable a sus propósitos: Winston Churchill abogaba por la ruptura y
cablegrafiaba constantemente a Washington para transmitir su
preocupación por los intereses «expansionistas» de la Unión Soviética en
Europa Oriental y el presunto incumplimiento de los acuerdos de Yalta
respecto a Polonia, tras la instauración de un gobierno en Varsovia que
calificaba de títere al servicio soviético, pues no fue incluida la
oposición anticomunista polaca exilada en Londres. Al respecto, el
primer ministro británico proponía realizar una declaración
anglo-norteamericana que cuestionara a Stalin en términos duros.
Un informe del Departamento de Estado presentado al presidente
evaluaba que las presiones antisoviéticas de Churchill estaban
condicionadas por su interés de preservar una relación de iguales con
Estados Unidos, pues como resultado de la guerra Gran Bretaña se había
convertido en potencia de segundo orden. Tras profundizar sobre el tema
con Stettinius y con Charles Bohlen, experto en cuestiones soviéticas
que actuó como intérprete en todas las entrevistas celebradas entre
Roosevelt y Stalin, Truman apuntó el día 13 de abril: «Yo comprendí que
la colaboración militar y política con Rusia era todavía tan importante
que el tiempo no estaba aún lo suficientemente maduro como para hacer
una declaración pública sobre aquella situación difícil, y aún no
resuelta, de Polonia» (Truman, 1956: 42, t. I).
El 25 de abril el presidente Truman intervino ante el plenario de la conferencia constitutiva de la ONU en San Francisco:
Nada es más esencial para la futura paz del mundo, que una continuada
cooperación de las naciones que tuvieron que reunir la fuerza necesaria
para derrotar la conspiración de los poderes del Eje por dominar el
mundo. Aunque estos grandes Estados tienen la responsabilidad especial
de imponer la paz, su responsabilidad se basa en las obligaciones que
recaen sobre los Estados, grandes y pequeños, de no emplear la fuerza en
las relaciones internacionales, salvo en defensa de la ley (Kissinger,
2004: 413).
Tras esta retórica se escondían propósitos adversos a la paz mundial.
Al convertirse Estados Unidos en garante global del capitalismo, la
Unión Soviética se constituyó en una amenaza para sus intereses
geopolíticos, pero a Truman le resultaba imposible desconocer el rol de
la URSS en la derrota del fascismo: el 30 de abril los sargentos Mijaíl
Yegórov y Melitón Kantaria escalaron hasta lo más alto del Reichstag
protegidos por el fuego de su pelotón y colocaron la bandera roja,
teñida con la sangre de millones de soviéticos. Poco después, el martes 8
de mayo de 1945 el mariscal Wilhelm Keitel firmó en Berlín el acta de
capitulación incondicional de Alemania.
La diplomacia atómica a nombre de la libertad
Concluida la Conferencia de San Francisco, Truman comenzó a valorar el empleo de la bomba atómica
para conminar a Japón a rendirse. Algunos de sus asesores le sugirieron
crear una comisión que presentara una propuesta fundamentada y designó a
Henry L. Stimson para presidirla, pero el resultado final estaba
decidido de antemano. Consultaron a científicos del proyecto Manhattan y
evaluaron consideraciones del Departamento de Estado y el Pentágono; a
saber: el gran poder destructivo de una bomba atómica, la situación en
Japón, la magnitud de las bajas estadounidenses si Hirohito no aceptaba
la rendición incondicional, y la prometida intervención soviética en el
conflicto. También analizaron una variable que pone en evidencia la
temprana preocupación de Estados Unidos por preservar su rol como
gendarme mundial: qué tiempo demoraría la URSS en fabricar un arma
nuclear, razón que tuvo un peso inobjetable en el proceso de toma de
decisión que condujo a pulverizar Hiroshima y Nagasaki.
El 1.º de junio de 1945 la comisión presentó su recomendación: lanzar
la bomba atómica sobre Japón sin previo aviso, lo antes posible. Según
manifestó Truman en sus Memorias, el general Marshall aseguró que la
invasión del archipiélago nipón para forzarlo a rendirse, costaría 500
000 vidas estadounidenses. El presidente aprobó el dictamen. Calificaba a
los japoneses de «salvajes», «despiadados» y «fanáticos», y según
decía, solo los militares japoneses serían la meta de esta operación;
las mujeres y los niños no serían afectados. Nunca dijo cómo podrían
evitarlo.
Los japoneses no podían ya sostenerse en el conflicto, y Estados
Unidos conocía que en el plano militar estaban en una situación
estratégica desesperada. Un informe publicado con posterioridad a los
hechos por la Secretaría de la Guerra, estableció que se hubieran
rendido probablemente antes del 1.º de noviembre de 1945, y, sin duda,
antes del 31 de diciembre. Así lo apreciaron los cientos de jefes
militares y civiles japoneses entrevistados cuando se realizó el
estudio. La inteligencia norteamericana estaba al tanto, había
descifrado el código de comunicaciones nipón e interceptaba sus
mensajes. El 13 de julio el canciller Shigenori Togo telegrafió a su
embajador en Moscú: «La rendición incondicional es lo único que
obstaculiza la paz». Solo pedían a cambio de deponer las armas preservar
la figura del emperador Hirohito, sagrada dentro de su cultura (Zinn,
2004: 307).
Un día antes de que comenzara en Potsdam, dentro de la zona de
ocupación de la URSS, la conferencia que sostuvieron Truman, Stalin y
Churchill entre el 17 de julio y el 2 de agosto de 1945, se produjo en
Alamogordo, Nuevo México, la prueba de efectividad de la bomba atómica.
Era el aviso de los términos en que se plantearía el nuevo orden
mundial, y a la vez un anuncio del instrumento que serviría para esos
fines: el arma nuclear.
Los tres estadistas se encontraron en Cecilienhof, casa de campo
situada en un gran parque que sirvió de residencia al último príncipe
heredero de Alemania. Fue un diálogo de sordos. Churchill tuvo que
marcharse el 25 de julio porque perdió las elecciones en su país y lo
sustituyó Clement Attlee. El resultado práctico de la reunión fue el
principio de un proceso que dividió a Europa en dos esferas de
influencia. El incidente de mayor significación no estaba en la agenda:
Truman trató de intimidar a Stalin con la noticia de que Estados Unidos
contaba con la bomba atómica. Se lo llevó aparte y observó su reacción
mientras se lo informaba. El representante soviético se mantuvo
impávido, sin mostrar ningún interés especial. Solo agradeció el gesto.
Durante la Conferencia de Potsdam, Truman retomó el tema del Lejano
Oriente y Stalin prometió ayudar en el esfuerzo de guerra contra Japón,
pero en realidad el interés norteamericano formaba parte del golpe que
preparaba Estados Unidos. El 28 de julio el secretario de la Armada
James Forrestal registró en su diario que apreciaba a James F. Byrnes
«con muchas ganas de acabar con el tema de Japón antes de que entren los
rusos» (Zinn, 2004: 308).
Cuatro días después de que se despidieran los «Tres Grandes», un
bombardero B-29 arrojó la carga de muerte sobre Hiroshima. En la ciudad
vivían unos cuatrocientos mil habitantes, que a las 8:15 a.m. preparaban
confiados la primera comida del día. A una primera explosión que semejó
el rugido de un huracán de fuerza 5, siguió otra cuando la bomba
estalló a 570 metros de altura de la ciudad, con una violencia
indescriptible. El padre Pedro Arrupe, rector de la orden jesuita en
Nagatsuka, localidad ubicada a unos seis kilómetros del centro urbano,
describió el efecto del impacto:
En todas direcciones fueron disparadas llamas de color azul y rojo,
seguidas de un espantoso trueno y de insoportables olas de calor que
cayeron sobre la ciudad, arruinándolo todo: las materias combustibles se
inflamaron, las partes metálicas se fundieron, todo en obra de un solo
momento. Al siguiente, una gigantesca montaña de nubes se arremolinó en
el cielo; en el centro mismo de la explosión apareció un globo de
terrorífica cabeza. Además, una ola gaseosa a velocidad de quinientas
millas por hora barrió una distancia de seis kilómetros de radio. Por
fin, a los diez minutos de la primera explosión, una especie de lluvia
negra y pesada cayó en el noroeste de la ciudad, un mar de fuego sobre
una ciudad reducida a escombros (Arrupe, 1952: 66-67).
El sacerdote narró en sus memorias que apenas se podía avanzar entre
tanta ruina, de la que intentaban salir unas ciento cincuenta mil
personas que huían a duras penas. No podían correr, como quisieran, para
escapar cuanto antes de aquel infierno, a causa de las espantosas
heridas que sufrían. Lo más impresionante eran los gritos de niños que
corrían como locos pidiendo socorro o que sollozaban sin encontrar a sus
padres. De repente, unas doscientas mil personas por auxiliar, pero de
los 260 médicos que vivían en la ciudad, 200 murieron en el primer
instante, y entre los que salvaron la vida, muchos estaban gravemente
heridos. Todos estaban conmocionados, nadie comprendía lo sucedido. Solo
al día siguiente, cuando llegaron personas de otras ciudades para
socorrer, lo supieron: «¡Ha explotado la Bomba Atómica!». «¿Pero qué es
la bomba atómica?»: «Una cosa terrible» (Arrupe, 1952: 90).
En cumplimiento de lo acordado, el 8 de agosto la URSS declaró la
guerra a Japón, pero ni el efecto brutal causado en Hiroshima ni la
decisión soviética pudieron cambiar el curso de los acontecimientos: el
día 9 otro B-29 lanzó una bomba nuclear sobre Nagasaki. Truman quería
forzar la rendición de Hirohito y demostrar que en la paz solo Estados
Unidos podría imponer su voluntad, sin el estorbo de «aliados»
indeseables.
Poco después saldrían a relucir otros hechos, que ponen de manifiesto
las razones del genocidio: el 9 de octubre de 1945 la Junta de Jefes de
Estados Mayores Conjuntos del Ejército de Estados Unidos aprobó la
directiva 1518: «Concepción estratégica y plan de utilización de las
fuerzas armadas de los Estados Unidos», que previó la posibilidad de
asestar el primer golpe nuclear sorpresivo contra la Unión Soviética. Y
en la directiva 432/d del Comité Unificado de Planificación Militar,
emitida el 14 de diciembre de ese propio año, se afirmó: «La bomba
atómica es la única arma que los Estados Unidos puede emplear
eficientemente para el golpe decisivo contra los centros fundamentales
de la URSS» (Gribkov et al., 1998: 48).
La humanidad jamás deberá olvidar esta atrocidad, cometida en nombre
de la libertad y la paz. Como recomendara Julius Fucik al pie de la
horca: «Estad alertas».
*Publicado en Cubadebate
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