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Democracia, ¿cuál?. Paz, ¿frente a qué? Desarrollo, ¿para
quién? Son preguntas muy molestas para estos lugares comunes del orden
internacional establecido.
Después de décadas, y con mucho empeño, el capitalismo, y más
concretamente el neoliberalismo, adquirió también la propiedad privada
de los significantes de ese elenco de palabras. Ese monopolio sobre el
lenguaje constituyó una nueva forma de dominación, de colonialismo, de
–como diría Monedero- gobierno de las palabras. La definición ortodoxa y
dogmática de cada uno de estos términos, a su antojo, sigue permitiendo
conservar el injusto status quo. Han logrado que todas esas banderas
sean intocables, irrefutables, haciendo muy costoso que otros puedan
resignificarlas. Para esa minoría, mal llamada Comunidad internacional,
demandar democracia sólo es posible si -y solo sí- emana del paradigma
liberal en la que el voto es la única forma de participar. Sin embargo,
cuando se trata de democratizar las condiciones económicas, la
plutocracia lo rechaza.
Con la Paz ocurre algo parecido; es aceptado la
no violencia de una ley aprobada “pacíficamente” por un gobierno que
obliga a desahuciar a innumerables familias, pero por el contrario, es
un atentado contra la Paz cualquier protesta callejera ante tal
injusticia. Así hasta Obama puede ser Premio Nobel de la Paz. Si
hablamos de Desarrollo, la directriz ha de ser la marcada en aquel
discurso de Truman en el que sentenció las etapas del manifiesto -no
comunista- por el que tenía discurrir cualquier países subdesarrollado
para dejar de serlo. Desarrollo es, en ese sentido, crecer
neoliberalmente hablando; acumular mucho, concentrado en pocos.
Cualquier otro rumbo es catalogado de país sin progreso.
A esta lista gourmet del lenguaje de las agencias internacionales, se
le ha sumado, y con qué fuerza, una nueva: ecología, el ecologismo. La
defensa de la Naturaleza, la protección del medio ambiente, y como no,
la sostenibilidad. Vale la pena recordar que esta expresión fue
justamente puesta en valor por Gro Harlem Brundtland, en el informe –de
1987- que lleva su mismo nombre, quien como primera ministra en Noruega,
aupada por su partido Laborista, implementó una política de austeridad,
de ajuste, clásica del neoliberalismo. Todo esa creciente moda por ese
hipócrita apego a la naturaleza roza el súmmum con otro premio Nobel de
la Paz, esta vez, el ex vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, por
su contribución a la reflexión y acción mundial contra el cambio
climático. Hay que recordar que el tema medio ambiental resurge con
ímpetu en el momento de otra crisis del sistema capitalista, esta vez,
la mal denominada crisis del petróleo en la década de los 70s. El
informe Meadows, de los límites del crecimiento, fue clave en esta
discusión, y a partir de ahí, la academia dominante se apresuró en
apropiarse de esta temática. La Economía Ambiental fue el tópico elegido
por los poderes fácticos para explicar qué el medio ambiente sólo
existe al ser valorado monetariamente. La mayoría de los intelectuales
del establishment se dieron cuenta por aquella época que no se podía
gozar de crecimiento sin considerar alguna valoración monetaria de los
recursos naturales. El economista Goergescu-Roegen, padre de la
corriente opuesta, la Economía Ecológica, ya se reía de aquellos que
imponían sus modelos econométricos para explicar el mundo: “que el mundo
pueda pasar sin recursos naturales es ignorar la diferencia entre el
mundo real y el jardín del Edén”.
Desde entonces, ha sido intensa la disputa entre uno y otro paradigma
para explicar la relación entre los seres humanos y el medio ambiente.
La Economía Ambiental, al servicio del neoliberalismo, opta por explicar
todo parcialmente, con enfoque mecanicista, crematístico y
antropocéntrico. Por el contrario, la Economía Ecológica procura tener
una visión integral, que acepta la complejidad aunque sea a costa de ser
menos hiper preciso, y que fundamentalmente, entiende que los sistemas
interactúan entre sí, esto es, el sistema ambiental coevoluciona con el
sistema social y cultural. El hombre no puede ser el centro del mundo,
pero la naturaleza tampoco. Es una coevolución sistémica; el mundo es un
todo donde no hay una parte, la naturaleza, que ejerza supremacía sobre
la otra, el hombre.
Esta cuestión es exactamente la que parece haber sido olvidada por
muchos de los respetados académicos, volcados en los últimos tiempos a
escribir sobre la Pachamama, el Vivir Bien o el Buen Vivir. El cambio de
época de buena parte de América latina, y mucho más especialmente las
nuevas Constituciones de Bolivia y Ecuador, ha atraído la atención de un
nuevo ecologismo que nada tiene que ver ni con las bases de la Economía
Ecológica, y mucho menos con los principios de tantas cosmovisiones
indígenas. Esta nueva corriente neoecológica pretende ser la única dueña
de la semiótica para disputar contra al capitalismo los principales
significados en torno a la naturaleza, al medio ambiente, y a su
política. Se ha pasado del antropocentrismo al pachamacentrismo de
manera casi frívola si se advierte la deuda social heredada por el
neoliberalismo. Por si no estuviera del todo claro, resulta preciso
volver a recordar que ciertos procesos revolucionarios no partieron de
distribuciones equitativa de las condiciones sociales, ni de
acumulaciones originaria justa. No hay que olvidar que sólo se puede
transformar la realidad si se aborda desde tal como es, y no fantaseando
un mundo ideal en el que no hay necesidades sociales aún por resolver,
ni donde la naturaleza está aislada de esta forma de vida humana.
Puede que hace años, siglos, el Buen Vivir fuese una cosa, pero hoy,
hoy en día, después de estar en contacto con el capitalismo, después de
siglos de colonización, tiene otro sentido aún por definir en este
actual pacto de convivencia en Ecuador. Este Buen Vivir del siglo XXI le
da una gran importancia a la Naturaleza, pero también al reparto de la
riqueza, a la distribución justa de la educación, salud, vivienda.
Conciliar, entonces, la justicia ambiental con la justicia social es una
tarea más que complicada. El trade-off entre ambas hay que afrontarlo
sin invisibilizarlo; hay que aceptar que se trata de una dialéctica
real.
Este emergente neocologismo ahora se dedica a arremeter
desequilibradamente contra Correa. ¿Por qué? El gobierno de la
revolución ciudadana se atrevió contracorriente a plantear la propuesta
Yasuni ITT al mundo desde un nuevo paradigma en el año 2007: el país “se
comprometía a mantener indefinidamente bajo tierra las reservas
petroleras del campo ITT en el Parque Nacional Yasuni a cambio de una
contribución internacional equivalente al menos a la mitad de las
utilidades que recibiría el Estado en caso de explotar el petróleo de
este bloque en la Amazonía”. Dicho de otro modo, pedía al mundo que
pagara una contribución por el servicio ambiental de la Amazonía para el
mundo, y así, incluso perdiendo ingresos, el país aceptaba no explotar
esos recursos naturales. Correa lo intentó pero no pudo ser; lo intentó
confiando equivocadamente en qué podría convencer al mundo capitalista
que dejar el petróleo bajo tierra sería tan positivo como no emitir más
de 400 millones de toneladas de CO2. Con esta propuesta, sólo se logró
recaudar el 0,37 por ciento de lo previsto (equivalente a la mitad de lo
que podría obtener de la comercialización de ese petróleo) porque el
mundo capitalista no quiere ninguna medida que implique cierta mínima
solidaridad ecológica. Después de eso, la semana pasada, el presidente
Correa asumió la difícil decisión –según sus propias palabras- de
explotar el 1 por 1000 del Parque Yasuni ITT en Ecuador.
Esta suerte de Neoecologismo continúa arremetiendo sin mesura contra
el presidente Correa, incluso más que si se tratara de un líder
neoliberal; es una crítica de todo o nada, en la que la cuestión es
presentada en forma maniquea bajo dos únicas opciones: se conserva la
naturaleza, o de lo contrario, “no se quiere a la madre tierra”. Este
planteamiento ignora buena parte de los grandes problemas que tiene la
población ecuatoriana que también es sujeto de derecho del Buen Vivir.
El Neoecologismo yerra políticamente si su postura sigue aferrada a
una política pública de conservar toda la naturaleza intacta dejando de
atender muchas injusticias acumuladas. No hay duda que el objetivo es no
depender en un futuro cercano de los recursos naturales para concluir
con el patrón de intercambio desigual propio del neoextractivismo y para
realmente vivir en otra armonía con nuestra naturaleza. No obstante,
tampoco nadie ha de dudar que, mientras tanto, se requieren políticas
que se apropien de las plusvalías del uso responsable de la naturaleza
para redistribuir y saldar la deuda social del neoliberalismo. Además,
se requieren políticas industrializadoras que eviten esa pérdida de
soberanía fruto de la inserción dependiente en la economía mundo. Como
diría Linera, son las contradicciones creativas de la revolución,
propias del difícil arte de gobernar teniendo qué resolver virtuosamente
la tensión entre pueblo y naturaleza, para que todos puedan disfrutar
del Buen Vivir. Si la Ecología se ocupa de esto comprehensivamente,
perfecto; y si no, yo me quedo con la Ecología Política. Sin duda, me
quedo con las contradicciones propias del cambio a favor de las
mayorías, de Venezuela, Bolivia y Ecuador.
*Doctor en Economía
Publicado en Telesurtv.net
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