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domingo, 28 de julio de 2013

NOSTALGIAS DE UN PAÍS UNIDO

Imagen www.perfil.com
Por Edgardo Mocca*

¿Puede la publicidad electoral ser analizada como documento político? Se puede argumentar mucho a favor de una respuesta negativa, especialmente porque la materia de la que está hecha no son los argumentos, ni los relatos ni la reflexión, sino la sugestión que logre producir a favor de determinada fórmula. Sin embargo, queda en pie que el producto que se intenta vender es político, por lo cual la forma está subordinada al objetivo de inducir una determinada conducta política. Además, ¿dónde está escrito que los documentos específicamente políticos manejan solamente recursos argumentativos racionales? Ninguna historia de partido político alguno habilitaría ese hiperracionalismo interpretativo. Puede aceptarse que la publicidad es un lenguaje específico y no se le puede exigir que se someta a cánones estilíticos ajenos a esa condición. No podrá, en ningún caso, ignorarse que el “lenguaje publicitario” termina constituyéndose socialmente en la manera concreta de hablar de un grupo de candidatos.

Vale, entonces, preguntarse por el contenido político de las actuales campañas publicitarias de los partidos políticos. Lo más interesante de ese contenido es, a nuestro juicio, la aparición de un conjunto de spots que discurren alrededor de la unidad y la división entre los argentinos. Está el spot de la parrilla que se vacía de chorizos, el número de cuyos consumidores parece reducirse de reunión en reunión, en la medida en que la política va dividiendo a los amigos. “En un país normal, la política une, no divide, llamalos”, dice la voz en off cerrando el obvio hilo argumental. Hay otro spot que va más allá, hasta imaginar dos países, Argen y Tina, enfrentados por el odio más cerril. Tiene variantes: en una de ellas dos mujeres intercambian “puntos de vista” sobre la inflación; el razonamiento de la que argumenta “en contra” de la inflación es “en Tina con seis pesos nos hacemos una fiesta”, con lo que el problema parece desplazarse de la existencia de dos países al hecho de que uno de ellos ha entrado en estado de locura. Stolbizer y Alfonsín dicen después que vienen a “unir a los argentinos”. Ecos de ese deseo obsesivo de unidad aparecen también en la consigna “Juntos podemos” que curiosamente unió en estos días a la derecha macrista con un sector de la izquierda. Es decir, de lo que se habla es de la unidad nacional.
Claramente, el diagnóstico que presenta la publicidad es que el país está desunido y que esa es la causa de todas las desgracias. No se dice, pero enfáticamente se sugiere, que el culpable de la división es el Gobierno y se remata con que serán los candidatos publicitados los que restablezcan la perdida unidad. La unidad nacional es uno de los problemas centrales de la historia política moderna; los últimos cinco siglos de debate teórico giran en torno de ese problema. ¿Cómo pueden instalarse estados nacionales únicos en territorios poblados de antagonismos étnicos, territoriales, religiosos y sociales? Ese parece ser uno de los enigmas fundamentales. Con el fenómeno de la globalización, el problema ha adquirido un giro aún más dramático y ha puesto en cuestión la viabilidad de los estados nacionales en un mundo “desterritorializado” por las múltiples redes –centralmente las financieras– que lo atraviesan y lo convierten en una unidad global.
Siempre la unidad nacional es una unidad precaria y relativa: ni los más duros regímenes autoritarios se han propuesto la imposible tarea de destruir la pluralidad; siempre han trabajado más bien por someter esa pluralidad a su propio poder. El signo de la unidad es variable: hay unidades nacionales posdictatoriales y posbélicas, las hay pactadas y de hecho, las hay más estables y más inestables. Argentina vive hace tres décadas en el régimen democrático, lo que supone un pacto nacional-constitucional y social para dirimir sus diferencias en los marcos jurídicos preestablecidos. Es un pacto que ha sobrevivido las tensiones más radicales, cuando hace doce años el país vivió el dramático pasaje del derrumbe social más profundo de su historia. Dentro del ciclo de unidad nacional en democracia abierto en 1983, se abrió en los años del descalabro un capítulo específico de la unidad nacional argentina, el capítulo kirchnerista.
En cada etapa concreta, la unidad nacional adopta una forma específica. Esta forma no surge de un acuerdo general espontáneo sino que es una decisión hegemónica. Cuando se trata de pensar esta unidad nacional que estamos transitando es aconsejable remitirnos a sus orígenes, a cuáles fueron las condiciones en las que se gestó y de qué forma se respondió a esas condiciones. Allá por marzo de 2002 se conoció en la Argentina la propuesta de Rudiger Dornbusch (economista ortodoxo estadounidense fallecido poco tiempo después) y Roberto Caballero (chileno) para enfrentar la crisis argentina. Según Clarín del 3 de marzo de ese año, la propuesta consistía “en una virtual intervención externa sobre el gobierno argentino: al menos sobre las palancas de la política fiscal, monetaria y la administración de impuestos”. No era, como pudiera pensarse hoy, un planteo marginal y algo delirante, sino una expresión (acaso particularmente radical) del estado de opinión predominante entre los poderes fácticos que buscaban equilibrar en algún punto la desmadrada situación argentina. Fue el tiempo del default externo y de la disolución interna de la moneda –arrinconada por papelitos con valor oficial que se imprimían desde diferentes provincias– y de la confianza política. De ese estado de cosas hay que hacerse cargo para explicar el ciclo político que entonces comenzó. Un ciclo político al que se le pueden criticar muchas cosas, pero no el no haber recuperado los instrumentos básicos de la autonomía nacional.
Resulta entonces que la apelación nostálgica a la unidad nacional perdida lleva a los orígenes de la experiencia que estamos viviendo por caminos mucho más fructíferos que las apelaciones morales contra las divisiones. En 2003 se gestó una fórmula concreta de unidad nacional. Ya llevamos una década entera viviendo, unidos, bajo esa fórmula. Es bueno dirigir hacia allí la mirada, porque es lo que está en discusión y es lo que seguramente aleja a algunos comensales de algunas parrillas. Esta fórmula tiene un principio central muy simple y muy claro: el Gobierno gobierna. Depositario como es de la voluntad soberana del pueblo, expresada en las mayorías requeridas por la Constitución, el Gobierno no tiene el derecho de gobernar sino la obligación democrática de hacerlo. ¿Eso elimina el sistema de pesos y contrapesos que predica el liberalismo? No, no lo elimina. Simplemente pone el peso del Gobierno en la balanza y lo hace sentir. Este punto es la principal ruptura de la experiencia kirchnerista con el resto de la experiencia democrática de estas tres décadas: la extendida autonomía relativa del gobierno político respecto de los círculos fácticamente poderosos de la Argentina. Otro rasgo saliente de la fórmula es un notorio giro en la manera de interpretar la ya célebre “gobernabilidad”: desde el incendio de fines de 2001 empezó a quedar claro que los equilibrios de la Argentina gobernable no podían ser sostenidos en los inéditos índices de pobreza y marginación entonces alcanzados. La clave de la gobernabilidad dejó de ser el “riesgo país” dictaminado por terapeutas que eran parte de la enfermedad argentina y pasó a ser el nivel de empleo y de recuperación de ingresos por los sectores más vulnerables. Y ese giro tenía que ser acompañado por un brusco cambio de lugar del Estado en el conflicto social argentino: un giro comprometido con la redistribución del ingreso y la apuesta a un nivel de reindustrialización de la economía argentina. La política de memoria, verdad y justicia actuó como un garante ético de la unidad nacional y el relacionamiento internacional regionalmente dirigido del país fue desarrollándose como su reaseguro estratégico en tiempos mundiales crecientemente convulsionados.
Esta unidad nacional es conflictiva. En rigor no hay unidad nacional que no lo sea; lo fue también el menemismo, cuya fórmula excluyente fue la readaptación radical del país a los vientos neoliberales. Solamente que el conflicto de entonces (los trabajadores despedidos, la economía desnacionalizada, la producción acorralada) no tenía la voz social suficientemente potente para hacerse oír. Quienes hoy se sienten perjudicados disponen de enormes recursos de comunicación e influencia social y cultural y los hacen valer, lo que es claramente legítimo y democrático. No existe el “contrapeso” liberal de la acción policial contra la protesta, como lo vemos a diario en las muy liberales democracias europeas. Aquí hay movilizaciones callejeras muy importantes de la oposición sin la más mínima molestia y hay diarios y cadenas noticiosas trabajando 24 horas al día para emponzoñar el clima social; ejercen, a su manera, la libertad de expresión. Claro, hay también mucha actividad del gobierno y de quienes lo apoyan para defender esta fórmula de unidad nacional (y esa actitud movilizadora es otro de los rasgos importantes de la propia fórmula). La pregunta por la unidad nacional interpela también a la propia fuerza de gobierno y a su capacidad de autorrecreación en condiciones cambiantes y de creciente exigencia.
La unidad nacional está críticamente planteada en la campaña electoral. Por ahora más en la forma de una queja o una vaga nostalgia por un ayer que nunca existió que como propuesta política novedosa. Todavía no apareció ningún spot capaz de explicar cómo puede construirse la nueva unidad nacional desde uno de los bandos en los que hoy se reconoce dividida. Allí es donde la “noble bandera” de la unidad nacional debe reconocer su esencia diabólica, irreductible a la virtud moral, es decir su naturaleza irrevocablemente política.

*Publicado en Página12

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