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Brasil parece condenado a convivir con la escoria de un sistema
político venal, que cree sinceramente que el bien público es patrimonio
privado de un pequeño grupo que decide, soberano, sobre el bien y el
mal. Los adictos al abuso están cómodamente instalados en los tres
poderes que deberían ser la base de la democracia: el Legislativo, el
Judicial y el Ejecutivo. La impertinencia de los impunes salta a los
ojos de cualquiera y deja claro que en el fondo el gran problema del
país está en el sistema viciado que exige, a gritos, una reforma.
Fernando Henrique Cardoso es un intelectual respetado, con una
historia de resistencia democrática a la dictadura que duró de 1964 a
1985, un hombre educado, afable. Luiz Inácio Lula da Silva es un ex
dirigente sindical que supo seducir a las masas durante el tramo final
de esa dictadura, dueño de una intuición política asombrosa que lo llevó
a cambiar la cara del país. Dilma Rousseff es una mujer oriunda de la
clase media acomodada, con una militancia política que hizo que, como
muchos de su generación, padeciese cárcel, tortura y vejaciones.
Entre los tres suman diez años y siete meses de cambios positivos,
principalmente a partir de 2003, cuando Lula llegó a la presidencia.
Hubo profundos cambios en el país, con, entre otras cosas, al menos 40
millones de brasileños saliendo de la pobreza e ingresando al mercado de
consumo. Claro que falta mucho, y eso quedó patente en las
multitudinarias movilizaciones que sacudieron al país en las últimas
semanas.
Y sin embargo, los tres no han logrado, a lo largo de diez años y
medio, cambiar un sistema político fallido y, muchas veces, viciado por
el atropello a reglas mínimas de la decencia.
Cardoso y Lula intentaron, en sus respectivos momentos, pero
sucumbieron ante un sistema viciado. Dilma heredó la receta y la tragó
con carozo y todo. Ahora intenta algo. Dudo mucho que lo logre, y no por
ella, sino por los personajes de ese mundo intrincado, huidizo y muchas
veces sórdido que es la base del quehacer político en mi país.
La cuestión es constatar y dejar constancia de hasta qué punto el
clamor de las calles es ignorado por los adictos a esas viejas
prácticas. Mientras las calles eran colmadas por multitudes que exigían
mejores condiciones de vida y el fin de la corrupción, entre muchas
otras cosas, el presidente de la Cámara de Diputados, Henrique Alves,
requería un jet de la Fuerza Aérea brasileña para conducirlo con su
actual novia, una rubia oxigenada con aires de quien aprendió rapidito a
disfrutar de las bondades del poder, más un grupo de parientes y
amigos, a ver un partido de Brasil disputado en el Maracaná, en Río de
Janeiro.
Como diputado, Alves dispone de una injustificable, en términos
morales, cota mensual de pasajes aéreos entre Brasilia, donde él
trabaja, y su estado natal, Rio Grande do Norte. Podría haber utilizado
esa cota para viajar a Río y disfrutar del partido. Prefirió requerir un
avión oficial que salió de Brasilia, voló al extremo nordeste y de ahí a
Río, para conducir a su novia y su troupe al Maracaná.
Renan Calheiros preside el Senado. Tiene la misma cota inmoral,
aunque legal, de pasajes aéreos entre Brasilia y Alagoas, en el mismo
nordeste, tierra ambigua que genera bandoleros como el ex presidente
Fernando Collor de Mello –primer y hasta ahora único presidente que vio
su mandato suspendido por el Congreso gracias a su talento para la
corrupción–. Aunque sea dueño de una fortuna de orígenes dudosos, pero
que lo capacita a comprar el pasaje aéreo que quiera para viajar donde
sea, el presidente del Senado requirió un jet de la misma Fuerza Aérea
brasileña para ir a la boda de la hija de otro senador en Bahía.
Sérgio Cabral es el gobernador de Río de Janeiro. Sus nociones de
ética y moral quedan claras cuando se sabe que está casado con una
abogada que es socia de un bufete que actúa defendiendo intereses de
empresas contra –contra– el Estado que él gobierna.
Entre el domicilio particular del señor gobernador y el palacio de
gobierno de Río hay una distancia de alrededor de nueve kilómetros.
Cabral cubre esa distancia en helicóptero. El costo de cada vuelo –y son
al menos dos al día– es de unos cuatro mil dólares. Pero cuando llega
el viernes, el helicóptero vuela más: lleva a la señora, a las mucamas, a
los hijos y al perrito de la familia al balneario millonario de Angra
dos Reis, a unos 160 kilómetros de distancia. Y vuelve para el sábado a
buscar a Su Excelencia, el señor gobernador. A veces ocurren
imprevistos, como la ocasión en que la señora olvidó un vestido en Río y
el helicóptero tuvo que hacer un vuelo extra de ida y vuelta para
arreglar la falla que podría haber arruinado la cena del sábado. Gasto
promedio del helicóptero que, a propósito, costó siete millones de
dólares: unos 150 mil dólares al mes.
Los tres son del PMDB, el principal partido aliado a la coalición de base del gobierno de Dilma Rousseff.
Atrapado in fraganti, el diputado Henrique Alves devolvió a los
cofres públicos 4300 dólares, el precio del vuelo de sus invitados en un
avión de línea. El alquiler de un jet ejecutivo cuesta por lo menos 42
mil dólares. El senador Calheiros reintegró a los cofres públicos unos
15.500 dólares, más o menos la tercera parte de lo que hubiera pagado
para fletar el avión que usó.
Cabral dice que está en su derecho de utilizar el medio que mejor le
permita “racionalizar” su tiempo, lo que, se supone, incluye el
disfrute del fin de semana en una casa muchas veces millonaria que nadie
sabe cómo pudo adquirir sólo con su sueldo de político profesional.
Para cerrar el cuadro, Joaquim Barbosa, presidente del Supremo
Tribunal Federal, la corte máxima del país, paladín de la moral e ídolo
máximo de las clases medias y de los sectores más rancios de la
sociedad, se benefició con unos 290 mil dólares en prebendas que él
mismo condenaba por abusivas.
Como buen brasileño, don Joaquín no se perdería por nada la final de
la Copa Confederaciones. Discreto, le pareció suficiente que la misma
Corte Suprema que él preside abonara los costos del viaje.
Hay que reconocer que no utilizó fondos públicos para pagar el
elevadísimo precio del camarote desde donde disfrutó de la partida: de
eso se encargó Luciano Huck, presentador de un programa popular de la
red Globo, la organización hegemónica de las comunicaciones en Brasil.
Además del partido, había otra cosa que celebrar: Felipe Barbosa, hijo de Joaquim, acaba de ser contratado por la Globo.
Las causas pendientes del pulpo mediático seguramente serán juzgadas
por las Cortes superiores con la imparcialidad y el equilibrio de
siempre.
Ese es el cuadro. Hay gente en las calles, hay gente en los vuelos.
Lo que no se sabe es dónde está la salida de semejante pantanal.
*Publicado en Página12
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