Siempre
he tenido una relación de desconfianza con el Poder Judicial. Desde
antes de que estudiara y abandonara Derecho en la UBA. Siempre me
produjo un secreto escozor su hipócrita pretensión de "divinidad", de
"objetividad" y de "independencia". Casualmente, son las mismas
hipocresías que me resultan aberrantes en la práctica del periodismo.
"Divinizar" una práctica siempre me resultó un inefable mecanismo para
crear prerrogativas y honores de corte monárquico en sistemas
republicanos. El uso del tratamiento de "Doctor" de acá y "Doctor" de
acullá y de "Su Señoría" o "Su excelencia" me resultan rémoras de
liturgias vetustas dispuestas a sacralizar supuestas diferencias entre
unos y otros. Si a eso se suma las ventajas que tienen –desde la
inamovilidad de sus cargos, hasta el no pago de impuestos como el resto
de los mortales– y el origen social privilegiado de muchos de sus
magistrados, el cuadro es realmente preocupante.
Por alguna razón que aún aquí no viene a cuento, debo reconocer que
tuve una adolescencia un tanto silvestre. Durante toda la década del
ochenta "paré" en la esquina de Yatay y Lezica en una barra que juntaba
lo peor de cada casa de ese barrio. Lo que sucedió con Pappo y el
Caballo formateó mi modo de ver a la Justicia. Una tarde de domingo
ambos amigos decidieron entrar en una almacén cerrado a robar un par de
cosas. Rompieron un vidrio, se metieron y cuando tenían las bolsas
cargadas de productos tuvieron la mala suerte de que llegó la policía y
los apresó. Pappo era un pibe de clase media dislocada, con un padre con
terminales en las Fuerzas Armadas. Caballo, en cambio, no tenía padre y
su vieja la peleaba como podía de día y de noche en el barrio para
poder darle de comer a sus hijos. ¿Adivinen quién de los dos no pasó
siquiera una noche en la comisaría once y quién sí pasó más de un mes en
el Instituto Roca, en el Bajo flores, donde lo molieron a palos, entre
otras cosas, y le arruinaron la vida? Sí, claro, Caballo fue víctima de
un juez de menores que creyó que al pibe pobre podían molerlo en un
"reformatorio", en cambio el chico de clase media tenía derecho a hacer
una travesura. Pero hay más. Caballo salió antes de lo que le prescribió
el juez gracias a una gestión de mi viejo frente a un funcionario de
alto rango en el sistema político de minoridad. Gracias a esta pequeña
vivencia persona comencé a sospechar que: a) lo que llamamos Justicia es
sólo un modo de represión contra los pobres y b) con buenas conexiones o
una buena untada, todo es posible de lograr de la "familia judicial".
En ese sencillo acto comprendí lo que estaba leyendo en el
secundario, en las clases de literatura argentina, cuando analizaba el
duelo entre Martín Fierro y el Moreno y el payador negro decía: "La ley
es tela de araña/ en mi inorancia lo esplico:/no la tema el hombre rico;
/ nunca la tema el que mande;/ pues la ruempe el bicho grande/ y sólo
enrieda a los chicos.// Es la ley como la lluvia:/nunca puede ser
pareja;/ el que la aguanta se queja,/ pero el asunto es sencillo:/ la
ley es como el cuchillo,/ no ofende a quien lo maneja".
Esta semana, un sonriente Ricardo Lorenzetti demostró una vez más
que una ley, elegida por la mayoría de un pueblo, no puede ofender a
quien maneja el cuchillo de la justicia. Puso de manifiesto que el Poder
Judicial tiene privilegios que el poder político no tiene y puso al
sistema político en riesgo de parálisis institucional: con el fallo de
la Corte Suprema demostró que el Poder Judicial tiene carta libre para,
vía cautelares o fallos del máximo tribunal, impedir que el Poder
Ejecutivo pueda ejercer sus funciones. Es más, puso en evidencia que
está dispuesto a atar de manos también al Poder Legislativo,
imponiéndose, por ejemplo, frente a dos leyes elegidas por la mayoría de
los representantes del pueblo.
Lorenzetti y parte de su Suprema Cohorte no solamente están
dispuestos a debernos la democratización de la Justicia, sino que
también nos deben la Ley de Medios. ¿Sonreirá de la misma manera
Lorenzetti en las tapas de Clarín y La Nación cuando les haga el favor
de declarar inconstitucional esa ley? ¿El fallo contra la
democratización de la Justicia y la pérdida de sus privilegios será la
definitiva declaración de guerra de Lorenzetti al sistema democrático?
¿O hará equilibrio y la próxima jugará a favor de la Ley de Medios
sancionada por una abrumante mayoría?
Siempre que una Corte Suprema juega en contra de la voluntad
popular pienso en las acordadas cortesana que supieron sostener las
dictaduras militares a lo largo del siglo XX. Y también recuerdo el
hecho de que el primer presidente significativo de una Corte Suprema fue
Salvador María del Carril, el asesino intelectual de Manuel Dorrego. Y
siempre me asalta la pregunta imposible de responder pero no por eso
menos ácida: ¿qué hubiera votado esta semana el asesino de Dorrego? ¿A
favor o en contra de la democratización de la justicia?
Traigo al presente la historia porque fue la propia presidenta de
la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, la que en el homenaje a
Manuel Belgrano realizado el 20 de junio en Rosario le dio un marco más
que interesante a la reforma de la Justicia. Enmarcó las leyes en un
proceso de democratización de la sociedad que los argentinos
protagonizamos desde el 25 de mayo de 1810, con sus avances y
retrocesos, y puso el voto y la voluntad popular como una herramienta
fundamental para esa transformación. Así, la reforma judicial se
entiende como un paso más en la consecución de derechos por parte de la
ciudadanía. Entre la Asamblea del año XIII, el voto universal, el voto
femenino, la institucionalización democrática y la elección de los
consejeros de la magistratura hay una línea lógica de conquista de
derechos por parte de las mayorías y una pérdida de privilegios por
parte de las minorías.
Claro, a veces. Casi siempre, la Justicia le da una puñalada por la
espalda a los sectores populares. Como a mi amigo de la adolescencia,
Caballo, o como el fallo de esta semana. Hablé unos párrafos más arriba
de Martín Fierro. Peor le fue al gaucho Juan Moreira. Se trata de un
personaje oscuro, matón, camorrero, puntero político del alsinismo
–acaso extraño heredero del federalismo rosista– y luego del mitrismo,
que se vende al mejor postor, que es la fuerza de choque en las
elecciones fraudulentas del régimen. Es un hombre usado y al mismo
tiempo expulsado por el sistema. Moreira es rabioso, no se deja
domesticar. Y muere. Y su muerte ni siquiera es heroica. Después de
batirse como un león, muere trepando una tapia, atacado por la espalda
por la bayoneta del inefable sargento Chirino. Moreira le clava los ojos
y le escupe: "¡Cobarde! ¡A hombres como yo no se los hiere por la
espalda! ¡No podés negar que sos justicia!" Hay una clave, es ese grito
de Juan: la justicia para el pobre es rastrera, traicionera y mata por
la espalda. Moreira se convirtió en un símbolo para el pobrerío de
aquellos años. Chirino, claro, murió en el más vergonzoso de los
olvidos. Veremos dentro de unos años qué papel les reserva la memoria
popular –no la veleidosa y oferente historia- a los Moreira y a los
Chirino de la política y la justicia de hoy.
*Publicado en Tiempo Argentino
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