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Un
insulto dice algo sobre el insultado y mucho del que insulta. Si a
alguien le dicen puto, difícilmente sabremos si lo es, pero al menos
sabremos que es hombre por la o al final de la palabra. Si le dicen puto
tres veces, seguiremos sabiendo e ignorando lo mismo del insultado,
mientras que del que insulta sabremos que es de pocas palabras, de
vocabulario estrecho, que ha leído poco o nada y que la imaginación no
está entre sus dones. Si en lugar de puto, el insultador dijera
metrosexual, sabríamos que es alguien que está al día en materia de
inventos sociológicos, que lee diarios o escucha la radio y repite
consignas.
Cuando se insulta a un árbitro de fútbol, se insulta al vacío, sin
saber (sin poder saber), quién es ese hombre, qué vida lleva, qué
familia tiene. Por eso se lo insulta con insultos clásicos como puto o
hijo de puta, algo desvalorizados por el reiterado uso. Hace treinta
años insultos así equivalían a batirse a duelo de madrugada, hoy se
llegan a usar cariñosamente con alguien cercano. Pero cuando se insulta a
uno de los jugadores, se lo hace con cierto conocimiento de sus
debilidades: si es de andar en la joda, se le podrá decir merquero; si
no le gusta entrenar se le podrá decir vago. Pero siempre sabremos más
del insultador: que lee diarios deportivos, que le gustan los chismes,
que se cree todas las pavadas que le dicen y que está al divino botón.
El insulto en política tiene un agregado: se insulta a alguien al
que se le atribuye haber influido de manera más o menos directa con la
vida de uno, tomando decisiones que nos hicieron perder ahorros o
trabajo. En estos casos nunca se usan insultos ramplones como puto o
cornudo, sino aquellos que esconden una cuota de (supuesta) sabiduría
que intenta dejar al descubierto los vicios del insultado, o bien
insultos selectivos: caradura, mafioso, ladrón, transero, o el más
moderno: marxista.
El insulto puede ser un ataque de pironcha mal procesado, un
berrinche, pero también puede ser una búsqueda, una pensada y elaborada
forma de desacreditar al rival, sea circunstancial o no. No es lo mismo
decirle delirante a Mariano Grondona que a mí. Para mí podría ser un
elogio, porque delirante implica imaginativo, creativo. Y no es lo mismo
decirle zurdo a uno de nuestros obesos sindicalistas, tan pocos
propensos a que lo de ellos sea de todos, que a un sindicalista italiano
de tradición izquierdista.
En el marco de la actualidad argentina, los insultos que conviene
analizar se dan en el mundo de la política entre dos hinchadas, los que
apoyan al gobierno por un lado, y los que preferirían verlos muertos por
el otro. Yo diría que sólo quien hace algo se gana un insulto, y es por
eso que los políticos opositores no se merecen que alguien piense cómo
desacreditarlos, mientras que los hombres del gobierno, y sus seguidores
(incluidos los que escribimos sobre el tema), se ganan elogios e
insultos; premios o castigos por hacer algo.
Es acá cuando el insulto puede ser un arte menor que obliga a
conocer al que se insulta y a buscar dentro del magín la palabra que
pudiera herirlo. Decirle marxista a Kicillof habla bien de los que lo
insultaron; al menos sabían que el hombre se dedicaba a la economía.
Seguro que esas personas volvieron a sus hogares con la peregrina
sensación de haber hecho justicia y de haber dicho algo inteligente. Por
ahí fue lo más inteligente que dijeron en mucho tiempo. Resumiendo,
esta nota intenta que aquellos que están o vayan a pasarse al bando de
los insultadores, reconozcan al que van a insultar, y encuentren la
mejor manera de hacerlo, porque decirle puto a alguien ya fue, ¿viste?
A Hannah Arendt le preguntaron una vez cómo podía ser que Heidegger
fuera nazi, y ella respondió que el hombre miraba tanto la luna que se
cayó en un pozo. Ciertos K son así, miran la luna y no ven los pozos,
las macanas y los entuertos del gobierno. Ni siquiera ven los pozos que
Macri deja en cada esquina para tener algo de qué culpar al gobierno
nacional cuando un periodista le pregunte por qué se sacó los bigotes o
qué comió Antonia la noche anterior. A esos K no los insulte de
marxistas. Y menos los insulte de marxistas si no sabe lo que es
marxista (para no verse obligado a leer libros). Más bien dígales
"pollerudos". Como machos argentinos, los K sufren que una mujer los
mande a trabajar (a fábricas recuperadas), a estudiar (a universidades
que crearon para hacerse los inteligentes), a la escuela (dicen que
construyeron 1800; seguro que no pasan de 1500).
Si ve a un morochón, es K. Es verdad que también podría ser uno que
votó a Duhalde, pero como lo votaron tan pocos, estadísticamente es
improbable que usted se lo cruce en la calle. Otras opciones improbables
es que usted se cruce con algún morochón radical o de Macri, porque los
tienen bajo llave y los sacan a pastorear sólo para los actos. Si es
del FAP, seguro que se afilió para verla de cerca a la Donda en malla.
A ese morochón K no les vaya a decir negro porque se infla de
orgullo y se larga a cantar milongas camperas o canciones de amor donde
la hija del patrón se enamora del peón. A ese lo puede humillar
diciéndole "juera, sometido bicentenario" para recordarle los doscientos
años relegado a la banquina de la historia y que por mucho que el
kirchnerismo lo reivindique, nunca va a recuperar el tiempo perdido. Y
retírese cantando un blues en inglés que hable de esclavos en las
plantaciones, que el morochón no lo va a entender. Pero por las dudas
camine rapidito.
Uno que anda de overol por la calle seguro que es un trabajador
argentino K que tiene trabajo gracias a Moreno. Además del overol se los
reconoce por sus caras de orgullo de ser obrero patrio, una subespecie
que había desaparecido cuando los ingenieros se pusieron a manejar taxis
y los despedidos de los '90 compraron kioscos, parrigás o canchas de
padel que desaparecieron en semanas (eran inventos para entretener a los
despedidos).
A ése no pierda el tiempo diciéndole marxista, negro o sometido. Es
gente difícil de herir de curtidos que están en humillaciones cíclicas.
Son capaces de comer pan viejo y arroz partido (y lo han hecho), durante
semanas. Un insulto para esos sería "no me jodas, obrero manual
latinoamericano", para recordarle que los obreros europeos hacen todo
apretando botoncitos y van a trabajar de smoking y pajarita. Y que
cuando le pegan una patada en el culo y los dejan en la calle, ¡se lo
dicen en francés!, mientras un sicólogo, ¡francés!, le aclara que si el
padre fue a la guerra a morir por la libertad, ellos no van a ser menos
porque van a morir para defender la libertad de mercado.
Los más duros de pelar son los informados o intelectuales. Se los
reconoce porque caminan tarareando una de Pimpinela seguida de una de
Arjona. Son seguidores de 6, 7, 8 camuflados sonoramente para
mimetizarse con la gente de bien. A esos hay que correrlos por el lado
que disparan. Si les dice marxistas seguro que se agrandan. A esos
dígales "ahueque, adicto a la Argentina", que significa que por mucho
que hayan logrado, no lograron que este país sea Noruega (y primero
trate de saber dónde queda Noruega).
Dígales también que nunca van a lograr erradicar a todos los
mendigos (pero si ve uno, sáquele una foto ahora, no sea que un día de
éstos se ponga un traje y se vuelva un ser humano común, ¡y además K!).
Espételes en la cara que sí lograron que los puteadores se preocupen por
los pobres, porque donde esté un pobre ahí estarán para demostrar el
fracaso del "modelo". Y si se cruza con pibes con Netbooks, hágase el
sota, que como a ésos nadie les daba bola, y ahora se la dan, no tienen
remedio. Seguro que son todos drogadictos y andan armados; usted los
insulta sanamente y ellos lo cagan a tiros.
Por último, para que alguien no lo confunda a usted con un K y no se
ligue el insulto que se merecen los otros, ande siempre con cara de
orto, como buscando petróleo en una autopista. No es de vinagre, sino de
argentino/a deseoso de que su país se vuelva previsible, con ricos que
compran camionetas 8x8 para sostener la industria automotor, y pobres
reafirmando su autoestima lavando (bien, como corresponde a un hombre
que representa a la prestigiosa mano de obra argentina) vidrios en los
semáforos o vendiendo ballenitas puerta a puerta (sacándole ese
promisorio negocio a los iraníes, que se lo merecen). Con un país así,
seguro que nos dejamos de insultar y todos volvemos a ser felices, de
casa al trabajo algunos, de la cola de desempleados a la casa otros, de
la piscina al shopping el resto.
*Publicado en Rosario 12
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