Unos días antes del desenlace de la
enfermedad de Hugo Chávez, un diálogo (o como eso se llame) en Twitter
giraba alrededor de un tópico muy movilizante para algunos: por dónde
comenzaría a “resquebrajarse el muro” de gobiernos progresistas
latinoamericanos. “Por Venezuela”, contestó uno, rápido para tipear. No
era la conclusión de un profundo análisis político, sino, apenas, la
última vela prendida a San la Muerte, esa quiniela.
Desde luego, lo intentarán. Si hubiera habido un candidato venezolano ya
sería Papa. No problem: está Bergoglio. La designación del candidato
argentino conlleva un claro mensaje: América latina se está convirtiendo
en un problema demasiado severo para el nuevo (viejo) orden mundial
capitalista.
En aquel intercambio, un conocido crítico de cine caracterizaba de
dictadura stalinista propia de la Edad Media (sic) a la Revolución
Bolivariana. Los hay todavía peores: “chavistas” a la carta, que apoyan
las demandas de la palermitana Sociedad Rural; autoproclamados
“socialistas”, de quienes los Utópicos se burlarían por ingenuos (o
más), cultores del “neoliberalismo del Siglo XXI”, que el 14 de abril
volverán a votar a Henrique Capriles; y hasta un renombrado periodista
tirado hacia la “izquierda”, que cuestiona la legalidad de Nicolás
Maduro para ejercer la presidencia con argumentos que tomó prestados de
la legalidad neoliberal.
No son pocos los que creen que la revolución latinoamericana debe ser,
apenas y exclusivamente, un hecho estético. Una cuestión de formas
institucionales. Una fórmula de consenso con, eso sí, una pizca de
emoción tercermundista. Acabar en un poema, en un fallo de Justicia,
cuando esas formas debieran ser, en todo caso, su punto de partida, o la
consecuencia de una vaga aproximación, de un rodeo que nunca cesa.
Caber en una historia romántica, sin contradicciones, como quien guarda
fotos viejas, de adorables momentos, en una caja de madera. Y si no, no.
No es una desviación pequeñoburguesa; se trata de un viejo error
histórico, y en muchos casos adrede.
Desde luego, ha de andar contenta por estas horas esta gente. Habrá
júbilos por izquierda y por derecha. Las especulaciones oscilarán entre
quienes piensen que muerto el perro se acabó la rabia, y quienes
sostengan, al otro lado de la paleta ideológica, que ahora podrá
sobrevenir sola, como un devenir inexorable y sin mayor contingencia, la
revolución socialista. Ya surgirán en Venezuela “bolivarianos” de pura
cepa que pretenderán darle clases de chavismo a Nicolás Maduro. En
cuestión de horas, la CNN hallará insospechadas virtudes democráticas en
Chávez, imposibles de ser repetidas por quienes continúen su
revolución.
Para ellos la alternativa política y social de las clases subalternas,
construida trabajosamente en la región (para algunos, apenas un rostro
más del populismo bastardo, que no expresa las verdades reveladas del
marxismo en estado puro; para otros, el virus populista) estará
condenada a naufragar con la muerte del comandante, en definitiva un
militar salido de las filas de un ejército burgués.
Quienes se ilusionan con la muerte de Chávez (y no pueden ubicar en sus
estrechas categorías la demostración popular que la cortejó) debieran,
mejor, aprender del ejemplo histórico. Cuando en abril de 2002 el líder
bolivariano fue puesto en prisión por los golpistas que ocuparon el
Palacio de Miraflores, una impresionante movilización de masas obligó a
reponerlo en su puesto institucional. El pueblo en la calle fue
condición intrínseca a esa revolución.
Todavía hoy, uno y otra se habitan “como la madera en el palito”, diría el poeta.
No olvidarlo nunca: entre quienes montaron la operación que derivó en el
golpe, con ejecuciones sumarias y todo, hubo sotanas y banderas rojas.
Aznar, Bush y el Papa festejaron con champán y hasta dieron
reconocimiento de Estado al coso ese asumido de apuro en Caracas, a
quien el rey de España no mandó a callar. No hizo falta: la criatura
duró sólo dos días, el papelón todavía hoy se recuerda, y vuelve a
cobrar sentido en estas horas dramáticas, que sólo el tiempo y la
historia volverán circunstanciales.
Por entonces, no existían políticamente ni Evo, ni Néstor, ni Lula, ni
Correa. Apenas Fidel, aislado en La Habana, y sin la CELAC. La Iglesia
no tenía necesidad de nombrar Pontífice a un latinoamericano; era
redundante semejante espaldarazo a la derecha continental, como sí
precisa ahora con suma urgencia. En toda América latina, la izquierda
sólo tenía para tirar piedras contra los cristales de un neoliberalismo
obtuso, en crisis terminal, pero lo suficientemente fuerte todavía como
para sobrevivir un tiempo más. Por estos lares de más al sur, el
bonaerense Duhalde meditaba lentamente que las insalvables
contradicciones de su breve interinato no podían ser resueltas de otro
modo: el garrote y hasta el plomo, como después descargaron sus fuerzas
conjuntas de represión sobre los cuerpos de Kosteki y Santillán.
Aquel golpe brutal, fascista, de clase, manipulado groseramente en los
medios de comunicación venezolanos, y finalmente inútil, no hizo sino
reavivar el fuego revolucionario en toda la región. La iluminada
izquierda de por aquí decía que el discurso de Chávez en la madrugada
del 13 de abril, cuando volvió triunfante (o por lo menos vivo) a
Miraflores, era una traición comparable al “felices pascuas” de
Alfonsín.
Para apagar el incendio que empezaba a extenderse en el patio de atrás,
las mangueras del imperialismo fueron cargadas con bencina. Que levante
la mano quien esté seguro de que no vaya a ocurrir lo mismo tras la
muerte de Hugo Chávez.
Ahora que murió el perro, regresado de Cuba sólo para morir en su
tierra, entre los suyos, todavía mojado por la lluvia donde dejó sus
pulmones en su último acto de campaña, muchos se darán cuenta que en
América latina la revolución ya es incontenible, y nada la detiene. Ni
un Papa argentino. Quizás hasta la presidenta Cristina revea su posición
contraria al aborto. Millones de pordioseros, pobres, expulsados de un
paraíso que el capitalismo sólo garantiza a unos pocos, aprendieron en
estos años que vivir en revolución, profundizándola, es la única manera
de estar vivos, de ser en el mundo. Cada cual sobre su sombra, cada cual
sobre su asombro, a redoblar.
*Publicado en Tiempo Argentino
No hay comentarios:
Publicar un comentario