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El aplastante triunfo de Rafael Correa no sólo es una confirmación del
gran apoyo popular que tiene su proyecto político, también representa un
duro revés para los partidos políticos tradicionales del Ecuador. Es
interesante comprobar cómo en seis años Correa transformó el país
marcando una línea divisoria entre lo viejo y lo nuevo. Paradójicamente,
son sus opositores quienes mejor explican el suceso de Correa al
describir todo aquello que hizo, contrapuesto a lo que no hicieron
durante décadas los partidos tradicionales.
Cuando señalan que gracias a la bonanza petrolera desarrolló obras
públicas e impulsó políticas sociales, están reconociendo el fracaso de
sus antecesores. Lo dice con claridad José Hernández -director adjunto
del diario Hoy- cuando señala que “se debe entender, cuando se mira la
realidad cotidiana de la mayoría de ciudadanos, que el apoyo que recibe
sigue siendo parte de la voluminosa factura que pagan sus contendores
por lo que hicieron o dejaron de hacer los partidos que el oficialismo
conecta con el pasado” (18/02/13). En otras palabras, Correa está
concretando lo que otros prometieron y no cumplieron. O como lo reconoce
el mismo Hernández cuando dice que “la vieja desidia se trocó en
beneficios para una masa grande de ciudadanos que ve un Estado más
presente, activo y benefactor”.
El editorial del diario Expreso del 20 de febrero es aún más revelador
de lo que ha hecho Correa porque sostiene que se usan “las dádivas para
tomarse el pueblo: hospitales, escuelas, carreteras, como ´promesas que
se cumplen´”. Más claro que el cristal, Correa está realizando obras
prometidas y nunca concretadas por los que gobernaron el país durante
casi todo el siglo veinte.
Tampoco se le puede atribuir a Correa la desintegración de los viejos
partidos tradicionales. Él se convirtió en el emergente de un proceso
que tuvo tres etapas. La primera se caracterizó por la propia
autodestrucción de los partidos en los diez años anteriores a la
elección de Correa como presidente y estuvo marcada por la sucesión de
presidentes, las crisis bancarias y las movilizaciones populares contra
las políticas neoliberales. La segunda fue la “revuelta de los
forajidos” en 2005 que derrocó a Lucio Gutiérrez y que provocó la
aparición de Correa. Y la tercera, el proceso de consolidación de la
revolución ciudadana liderada por Correa que se afianza con una votación
que araña el 60 por ciento de los votos mientras algunos de los viejos
partidos ni siquiera consiguieron un asambleísta.
La oposición a Correa ha recibido un duro golpe. Algunos se lamentan no
haber sabido construir “un Capriles”, aunque las elecciones en Venezuela
demostraron que la mera unidad de todos los sectores opositores no
alcanza frente a un proyecto que incorpora por primera vez a sectores
postergados por muchos años. Su visión elitista no les permite
comprender los cambios que ha implementado Correa y por eso se aferran a
las denuncias de “caudillismo” o “clientelismo”.
Frente al vacío que dejan los partidos tradicionales aparecen los
grandes medios de comunicación para suplantarlos y ocupar su espacio.
Claro que no lo reconocen y se presentan como si fueran los últimos
baluartes de la libertad y la independencia que se resisten a ser
cooptados por el “caudillo” que los ataca. Si la mayoría de la población
no defiende a los poderosos dueños de los medios es porque también
ellos son parte de lo viejo.
*Publicado por Telam
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